lunes, 27 de diciembre de 2021

Cosas de la edad

      Me estoy haciendo mayor, lo reconozco. Lo sé, no ya por las naturales evidencias físicas y estéticas (arrugas, manchas en la piel, etc.), sino por determinados tics y reacciones ante diferentes situaciones que antes no me pasaban y ahora sí. Lo percibo de manera clara  cuando veo salir a mi hijo a las once de la noche los fines de semana para acudir a una fiesta y a la pregunta de si no le da pereza salir a esas horas, responderme con una sonrisa. O  esos consejos que me dirigen en casa para que tenga cuidado al comer el jamón con el fin de que no me atragante, y la insistencia en que parta trozos pequeños de carne y mastique bien. Es cierto que la percepción de las cosas es diferente cuando eres joven a cuando llegas a la edad madura. Ya Chejov en algunos de sus cuentos se refiere a los personajes sexagenarios como ancianos. Sin llegar a esa afirmación puedo decir que me tengo por mayor pero no tanto. Siendo chaval recuerdo la risa que nos producía el cabreo de los viejos cuando estando sentados en el banco pasaba cerca una motocicleta petardeando y haciendo un ruido infernal. Con la edad se acrecienta la mala leche, de la misma forma que disminuye la paciencia y el aguante. Ahora me pasa algo parecido pero sufriéndolo yo, por eso sé que me estoy haciendo viejuno.

     Llevo mal los comportamientos antisociales e incívicos y de esos los hay a porrillo, por ejemplo contemplando el espectáculo del día después de un macrobotellón. No hay derecho a dejar toda la porquería en la calle ahí tirada e irse tranquilamente a sus casas. Y mejor no hablar de lo que se ve en localidades turísticas como Magaluf que abochornan la sensibilidad de cualquiera. Me pasa algo parecido con el vandalismo y los destrozos del mobiliario urbano en nuestras ciudades. Cajeros, cabinas, contenedores de basura, papeleras, escaparates, todo vale con tal de pasarse una juerga por todo lo alto. Deberían pagarlo los padres por consentidores, pero al final lo pagamos todos. Y no digamos nada de los conductores que provocan accidentes, muchos de ellos mortales, cuadruplicando o más la tasa de alcohol o bajo los efectos de estupefacientes. Eso sin contar los que se dan a la fuga. Una sentencia que los  condenara a picar piedra en una cantera no estaría mal.

     De siempre he sido aficionado al fútbol. Recuerdo haber ido al campo cogido de la mano de mi papá, como canta Sabina en una de sus canciones, cuando todavía la palabra hooligan no la conocíamos, ni los aficionados portaban camisetas ni bufandas de sus clubes. Ahora hay mejores instalaciones deportivas y accesos para minusválidos, los terrenos de juego parecen alfombras, pero me da grima y vergüenza ajena ver a esos grupos de hinchas violentos que jalean gritos racistas y homófobos en los estadios. Por higiene moral debería prohibírseles la entrada. Hay mucha gente que ignora conceptos básicos como por ejemplo tolerancia, educación, respeto, ciudadanía. Me refiero a muchos dueños de perros que aprovechan la oscuridad o se hacen los despistados cuando sus perros dejan sus mierdas por las aceras. O los vecinos que ponen la música a todo trapo y se "olvidan" de que hay personas que viven a su lado. La lista es innumerable y no sigo por no resultar pesado y aburrido.

     Prometo que otro día dedicaré este espacio para enumerar actitudes y mensajes en positivo que también los hay y muchos; lo que ocurre es que son noticias silenciosas, no ocupan titulares de prensa ni abren los informativos porque dicen que una buena noticia no es noticia. Será por eso o porque nos va más el barro y el ruido, el caso es que acabamos hablando de los temas de siempre. O acaso será la Navidad que nos vuelve más susceptibles y sensibleros, eso y la percepción de que otro año más ha pasado. En fin, ya lo dije al principio, me estoy haciendo mayor.

lunes, 6 de diciembre de 2021

En vilo en la carretera

          Ocurrió hace algunos años un sábado por la noche, lo recordaba bien. Ezequiel Cardoso venía de cumplir su turno como guardia de seguridad en una importante cadena de alimentación en Aranjuez. De vuelta a Madrid las luces de la ciudad se reflejaban al fondo, momento en el que una débil lluvia hizo su aparición.  Conducía relajado y tranquilo, escuchando música con el volumen de la radio más bien alto, como a él le gustaba. Hasta el  martes no le tocaba incorporarse al turno. Instantes después algo le sobresaltó: a lo lejos dos individuos en medio de la carretera le hacían señas para que parase. Pensó que algo grave estaba ocurriendo como para que  se jugaran la vida de esa manera. De inmediato puso el intermitente y paró en el arcén. En ese momento uno de ellos abrió el maletero y un tercero que apareció entonces introdujo un pesado bulto y cerró de golpe. Nada más parar ya se dio cuenta de que algo raro estaba ocurriendo y su impulso fue arrancar rápido y escapar pero uno de ellos se situó estratégicamente delante para impedir la maniobra. Todo estaba perfectamente calculado y la operación no duró más allá de quince segundos. Tres golpes en el techo y el imperativo "largo de aquí" no admitieron ninguna clase de réplica. Salió con el corazón desbocado y con la certeza de haber sido engañado como un incauto.

          La razón le decía que no debía seguir conduciendo sin saber lo que llevaba detrás. Le hizo caso. Paró en un apartado y con temblor de manos cogió la linterna que llevaba en la guantera. Luego abrió el maletero contemplando con horror el cadáver de un hombre con un tiro en la cabeza y manchas de sangre en la manta y en otras pertenencias. Su primera decisión fue acudir a  una comisaría y denunciar lo ocurrido pero poco después recapacitó. Tenía antecedentes penales por robo y estancia de un año en prisión y, aunque había rehecho su vida y ya se consideraba plenamente rehabilitado, se preguntaba hasta qué punto ellos creerían su versión. Cambió de estrategia y unos kilómetros más adelante se desvió hacia el polígono industrial de Pinto. Lo conocía bien, había trabajado allí varios años. Enfiló la calle principal, todo estaba desierto. Siguió avanzando hasta el final a la derecha donde había una empresa que se dedicaba al almacenaje de chatarra. Detrás no había mas que terrenos baldíos. Apagó el motor. Todo estaba en penumbra y solo se oía el silencio de la noche. Cuando estaba a punto de salir del vehículo vio los faros de un coche que se acercaba con una luz azul en la parte superior. Era la Guardia Civil en labores de vigilancia. Últimamente se habían producido varios robos en empresas de la zona los fines de semana. El coche se detuvo como a unos cincuenta metros del suyo. Al pronto se percató  de que un vehículo solitario siempre induce a sospechas. Empezó a ponerse nervioso. No disponía de ninguna coartada que justificara su presencia allí a esas horas. Con toda seguridad registrarían el coche, prefería no pensar en el momento en que abrieran el maletero, pero se tranquilizó algo cuando vio salir humo de la ventanilla. Se habían detenido para fumar un cigarrillo. Cinco minutos después reanudaron la marcha pero ya no se quedó tranquilo. Abandonó el lugar  y se dirigió hasta la estación de servicio más próxima donde compró una lata de cinco litros de gasolina. Antes de entrar tuvo la precaución  de aparcar el coche a cien metros de distancia y subir la capucha de la sudadera. No era buena idea dejar que las cámaras le grabasen. A continuación condujo hacia un descampado, la noche era cerrada y era lo que le convenía. Arrancó las matrículas y las metió en una mochila junto al uniforme de  trabajo. Luego, con un destornillador borró el número de bastidor del motor.

       Tras asegurarse de recoger todas sus pertenencias abrió el capó y el maletero, roció con gasolina todo el habitáculo procurando que ninguna gota le salpicara. Echó una última mirada. Lo sentía por el muerto. Tal vez no fue su deseo que lo incineraran pero no tenía demasiadas alternativas, y además le pareció más digno acabar así que abandonado junto a una tapia. ¿El coche? Ya se inventaría algo. Se lo robaron y no quisieron dejar huellas. Era viejo, cada dos por tres en el taller. Desde hacía tiempo quería desprenderse de él. 

      Con las primeras llamas se fue del lugar. Mientras caminaba miró la manecilla del reloj. Siempre tuvo la costumbre de comprobar la hora desde sus años de atracador.


          

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Senderos y caminos (2ª parte)

      Recientemente he vuelto a recorrer un tramo del Camino de Santiago. Por circunstancias que luego explicaré han sido tan sólo cien los kilómetros recorridos, desde Carrión de los Condes hasta León, pero suficientes para sentir de nuevo ese poder mágico que posee el Camino, sin duda la mejor comparación con el camino de la vida. Todo está ahí:  el esfuerzo, el afán de superación, los momentos de crisis, la soledad, el saber valorar los pequeños placeres, etc son parte integrante del desafío que todo viajero ha de afrontar. Nos encontramos en plena meseta castellana: llanuras infinitas, cielos claros, aldeas pequeñas, construcciones de adobe, apenas lugareños por la calles. De nuevo he revivido las mismas sensaciones que hace dos años; el descubrir a diario nuevos paisajes, la soledad del caminante, la charla con el desconocido, el dormir cada noche en un lugar diferente, la atención al peregrino de los encargados de los albergues...

     La primera etapa, la que mejor recuerdo, finalizó en Terradillos de los Templarios en el albergue Jacques de Molay, llamado así en honor del último Gran Maestre  de la Orden del Temple acusado de herejía y quemado vivo en la hoguera frente a la catedral de Notre Dame de París en 1314. El albergue era el único establecimiento que había en el pueblo. Ni tiendas, ni farmacia, ni bares. Sahagún fue el primer pueblo importante en nuestro camino, también el mejor albergue que nos acogió esos días. El responsable, Alejandro, amablemente me indica, y yo tomo buena nota, de los albergues que él me recomienda para las sucesivas etapas; aquellos que a su juicio aún mantienen la esencia de los antiguos peregrinos. A lo largo del Camino los hospitaleros cumplen una función muy importante puesto que cuidan del peregrino, facilitan información, le escuchan, le orientan. En la mayoría de los casos, si no en todos, son antiguos peregrinos que devuelven todo lo que el Camino les ha deparado. En definitiva, son la mejor guía que uno pueda encontrar.

     Después de algunas etapas llegamos a León, la cuarta gran ciudad del Camino francés. Allí nos espera mi amigo Roberto para enseñarnos la ciudad: la catedral, la casa Botines, el convento de San Marcos y para finalizar el barrio Húmedo, templo gastronómico de León. Por desgracia mi aventura terminará aquí. Mi compañero Pedro viene arrastrando una herida en el pie que le impide continuar. En un centro médico de la ciudad le han desaconsejado seguir adelante. Un tanto decepcionados nos volvemos para Madrid. Nos restan trescientos kilómetros para llegar a Santiago. El año que viene prepararemos el asalto final. 

miércoles, 27 de octubre de 2021

Lugares siniestros

       En el Club de Lectura que organiza la biblioteca de  mi barrio  abordamos el tema del nazismo y, por ende, el del Holocausto judío. Para ello analizamos el libro de Primo Levi, italiano de ascendencia judía, titulado Si esto es un hombre, basado en su experiencia en el campo de exterminio de Auschwitz. Relato conmovedor sobre  la aniquilación física y  la degradación de la que es capaz el ser humano.

       Recuerdo haber asistido  hace pocos años a una exposición sobre el Holocausto. Al lado de vídeos con imágenes y confesiones desgarradoras de varios supervivientes, la exposición incluía numerosos objetos de aquella tragedia: uno de los vagones en los que los transportaban camino de la muerte, los postes con alambres de espino electrificados de los campos, las literas y camastros donde dormían,  así como un largo rosario de objetos pertenecientes a los prisioneros: gafas, maletas, brochas de afeitar, trajes de prisionero, platos, cubiertos, anillos, relojes, cartas... Me fijo en unos zapatos arrugados y viejos pero limpios. Se nota que los han cepillado para darles un aire de apariencia y dignidad. A su lado, los de un niño de cinco o seis años. Hoy sería un abuelo de unos ochenta y cinco paseando con sus nietos por el parque. Me pregunto quiénes serían los dueños de estos objetos, dónde los compraron, cuánto les costó. Jamás hubieran imaginado que todas esas piezas  viajarían muchos años después de un país a otro, donde miles de personas las verían expuestas dentro de unas vitrinas sintiéndose a la vez afortunadas porque ese horror no les hubiera tocado a ellas. Sólo el hecho de contemplarlas produce escalofríos y una tristeza difícil de describir. En uno de los vídeos un superviviente cuenta las condiciones en las que viajaban en los vagones: el hedor insoportable, el calor, hacinados sin apenas espacio para moverse, familias enteras dándose ánimos para no caer en la desesperación. No puedo imaginar de qué manera afrontarían la muerte momentos antes de gasearlos, la certeza de que todo se acababa sin saber el delito que habían cometido.

     Siendo niño, en el pueblo al que acudíamos en verano, conocí a un enigmático alemán alto y rubio, de unos cuarenta y cinco años. Luego, ya adolescente, me preguntaba qué hacía un alemán en un país pobre y atrasado como era la España  de los años cincuenta. Ahora lo sé. Se llamaba Karl Mauer y buscó refugio en nuestro país huyendo de sus responsabilidades durante la Segunda Guerra mundial. Franco dio refugio a jerarcas nazis a cambio de que que llevaran una vida anónima y discreta. Leyendo el libro de Primo Levi he vuelto a acordarme de él. Quién sabe, tal vez coincidieron en Auschwitz siendo uno víctima y el otro verdugo. Lo recuerdo en verano al caer la tarde con su caña de pescar junto al río. Ignoro si dormiría bien por las noches o, si por el contrario,  sufriría pesadillas escuchando los gritos desesperados de sus víctimas.

miércoles, 6 de octubre de 2021

Psicoanálisis

      Casi todas las semanas acudía algún tipo raro a mi consulta. Antes de empezar cada sesión, mi secretaria acudía al despacho para informarme de algún dato relacionado con el cliente en cuestión. Luego salía contoneando sus caderas y dejando su perfume en cada rincón de la sala. Momentos después, tumbados en el diván, me contaban sus historias: desdoblamiento de personalidad, trastornos de conducta, las fobias, las angustias, los sueños. Yo trataba de escucharles instalado en la seguridad de mi posición y en mis años de experiencia. La gente acudía a mi consulta confiando en un salvavidas para sus conflictos. Durante las sesiones, algunas largas y tediosas, debía hacer un gran esfuerzo para seguir el hilo argumental de mis clientes. A menudo acudía a mi mente la voluptuosa imagen de mi secretaria, sus mohines y su manera de decir; ¿desea alguna cosa más? Al principio me dije que aquello no era mas que una relación profesional pero pasado un tiempo no pude resistir a sus encantos. Todo comenzó en un congreso celebrado en Barcelona un fin de semana en el que le pedí que me acompañara. Al final me inventaba citas como excusa para llegar tarde a casa.

     Una mañana recibí a un individuo de unos treinta años. El pelo revuelto, zapatillas deportivas, tejanos y camiseta que dejaba entrever sus numerosos tatuajes en brazos y cuello. No sabría decir cuál era el motivo de su visita pero me llamó la atención su hablar comedido y pausado. Todos los días daba gracias al sol por ser fuente de vida, aborrecía los convencionalismos sociales, se consideraba una persona libre sin ataduras, decía que amaba la belleza de las cosas simples y la verdad por encima de todo. Y bien ¿cuál es el problema? —inquirí expectante. Nosotros somos el problema —respondió de inmediato.

     Aquel tipo me hablaba desde el corazón y por primera vez  me di cuenta de la mediocridad en la que estaba instalada mi vida. Un matrimonio que naufragaba, la mentira como instrumento para sostener el tinglado, la falsa seguridad que proporcionaba una vida cómoda. Todo a mi alrededor se derrumbó de repente. Me pregunté qué hacía allí escuchando problemas que no eran míos y dando consejos sin dejar de traicionarme.


sábado, 4 de septiembre de 2021

Forzudos con talento

       Uno de los deseos cuando llega el verano es el de desconectar de la rutina diaria, salir del ahogo de la ciudad, cambiar de ambiente, viajar y,  de paso, tener la oportunidad de conocer a gente nueva e interesante. Aunque yo tenía referencias precisas de la persona a quien quería visitar y sabía de sus logros y hazañas deportivas, nunca había tenido la oportunidad de saludarle personalmente. Estoy hablando de Iñaki Perurena, levantador de piedras y persona polifacética. De profesión carnicero, compagina su labor con la de actor, bertsolari, poeta, dibujante, escultor y conferenciante, aunque a él le gusta definirse a sí mismo únicamente como harrijasotzaile. La génesis es la siguiente. A una primera historia mía digamos que rocambolesca y un tanto difícil de explicar, le siguió una carta en la que le expresaba mi interés por las piedras que, como mudos testigos del paso del tiempo, aún hoy en día podemos admirar como legado de antiguos imperios y  civilizaciones actualmente desaparecidas (El Partenón, Las Pirámides de Gizeh, El Coliseo...). Cuál no sería mi sorpresa cuando a los quince días recibí una amable carta suya hablándome de su pasión por la piedra y en la que me invitaba a visitar su museo.

     La mayoría de las veces cuando hablamos de colosos y forzudos, uno automáticamente piensa en gente ruda y primitiva, con escaso o nulo bagage cultural, incapaz a menudo de expresarse con la necesaria solvencia y fluidez. Nada de eso tiene que ver con Perurena. Acudí un domingo por la mañana a su caserío de Leitza (Navarra), que ha transformado en museo con objetos, fotografías y recuerdos de toda una vida profesional dedicada al deporte. Allí, en diferentes salas están todas las piedras, cúbicas y esféricas, que ha levantado a lo largo de más de cuarenta años de carrera profesional, la más pesada de 320 kilos, su propio record que ostentó durante mucho tiempo. En la planta baja hay unos paneles en los que con sumo detalle enumera los centenares de ciudades y pueblos que han sido testigos de sus exhibiciones en el País Vasco, Navarra y provincias limítrofes, la primera en 1973 cuando contaba con dieciséis años. Al lado del caserío hay un enorme prado que él ha sabido transformar en un parque escultórico donde, cómo no, la protagonista es la piedra, en torno a la cual ha construido toda una filosofía de vida. Previa reserva, los fines de semana recibe allí en medio de un paisaje de ensueño a sus numerosos visitantes y explica de manera didáctica y divertida los secretos del levantador de piedras que, por cierto, tiene mucho que ver con la física  y con la teoría de Arquímedes. A cuantos presenciamos sus explicaciones no nos hizo falta su demostración de fuerza (ya no realiza exhibiciones), nos bastó con escuchar su poderosa voz, sus dotes de comunicador, el amor a la piedra, la sensibilidad hacia la herencia de sus antepasados, hacia el euskera, la mitología y la cultura vascas.

    

    

     Si alguna vez tenéis ocasión de acercaros os aseguro que no os decepcionará. La pasión y autenticidad de lo que transmite unido a un  entorno  privilegiado bien merecen una visita.

     Por cierto, si alguien siente la curiosidad de probar su fuerza, allí tiene a su disposición varias piedras para practicar. Eso sí, mucho cuidado con los pies.

 


viernes, 6 de agosto de 2021

La gallera

     Wilfredo Rojas es el propietario de una mina ilegal de carbón  en el estado mejicano de Coahuila que le proporciona pingües beneficios a costa de ofrecer bajos salarios y escasas condiciones de seguridad a sus trabajadores. Es aficionado a las peleas de gallos en un conocido palenque de la capital donde los fines de semana se apuesta fuerte,  local en el que también corre el alcohol para divertimento de quienes lo frecuentan. El lugar cuenta además con la protección de  agentes de seguridad a las puertas del recinto. El gerente del negocio no quiere generar mala publicidad y controla  con celo a quienes acceden a él.  Wilfredo es rico, suele dejar generosas propinas en el local pero en cambio es reacio a invertir y mejorar las condiciones de trabajo en su mina. Sabe que las autoridades a menudo hacen la vista gorda y además se perfila como candidato para las próximas elecciones a la alcaldía. Por su falta de inversión en seguridad hubo un derrumbe en la mina hace dos años que costó la vida de un trabajador llamado Marulanda.

    El sábado es un hervidero de gente que apuesta en la gallera. La mayoría de los presentes son hombres, salvo tres o cuatro mujeres de compañía que revolotean entre los clientes. De entre los  jugadores sobresale uno, alto y rubio, que va cubierto con un sombrero blanco de ala ancha y que destaca del resto de hombres de tez aceitunada. Ha hecho un par de apuestas fuertes y las cosas le van bien. Se trata de Wilfredo, que está celebrando algo y  hoy es su día de suerte. Entre la concurrencia hay un hombre que se mueve con sigilo y que observa todo con discreción. Poco después se acerca a uno de su confianza.

—Compadre, vigílame a ese blanquito güevón —le dice al oído.

    Luego sale del recinto y hace una llamada urgente. Horas más tarde Wilfredo abandona sonriente el local. Ha ganado veinte mil dólares y se hace acompañar por una mujer treinta años más joven que él. Pocos metros más adelante dos hombres les esperan y les cortan el paso.

—Queremos platicar un momento con usted pero antes vamos a dejar que la damita  se vaya a su casa porque esto no va con ella.

—Qué quieren ustedes? —pregunta  él en tono desafiante.

—Que trate mejor a su gente, no más -le responden.

    Wilfredo no reconoce a los hombres como trabajadores suyos. Deben ser del sindicato, que andan siempre alborotando e inculcando ideas raras. Gente rencorosa que les das trabajo y te lo agradecen organizando huelgas.

—Le fue bien en la gallera, no es cierto? Vemos que compró buena compañía.

    Wilfredo, que siempre va armado, no dudaría en sacar su arma  para deshacerse de esa chusma, otras veces ya lo ha hecho, pero sabe que sus atacantes también lo están y lleva las de perder. El que manda saca la pistola y a una señal suya el otro le cachea quitándole el arma y el dinero que lleva encima.

—Sabía que sólo son vulgares ladrones.

—En eso se equivoca, compadre. Esta plata no es para nosotros. Se acuerda de Marulanda? Dejó tres niños pequeños, ellos la necesitan más que usted. Diremos a su esposa que el patrón se dio cuenta del daño que hizo y que de esta manera quiso repararlo. Encima usted quedará bien.

    Por si esto no fuera suficiente los asaltantes también se llevaron sus pantalones dejándole en paños menores. Es lo que más le humilló.

miércoles, 7 de julio de 2021

La sabiduría de los años

      En casa de Clara no faltan los problemas. A ello se añade que  el padre —que trabaja en la factoría de coches Nissan— es uno de los afectados  por la regulación de empleo que ha presentado la empresa debido a la crisis en el sector. Su madre lo hace en una empresa de limpieza que tiene la contrata   de un colegio público y otros centros municipales. Ve la explotación y las condiciones laborales en las que trabajan, pero no tiene más remedio que callar porque sabe que hay  candidatas que harían su trabajo por un salario  todavía más exiguo que el suyo. Clara, de quince años, es consciente de la situación que hay en casa aunque sus padres nunca han abordado el tema estando ella presente, pero las caras de preocupación y los silencios indican que algo no marcha bien.

     En la misma acera, unos pocos metros más allá, está la casa de su abuela Aurelia. Tiene  ochenta y tres años,  vive sola pero goza de buena salud y se apaña bien en el día a día. Dice que mientras ella pueda valerse no quiere ser un estorbo para su hija, se siente libre por primera vez en su vida y quiere disfrutar de los  años que le quedan como una nueva oportunidad para hacer cosas y sentirse útil. Clara está muy unida a su abuela, a menudo va a su casa a hacerla compañía y a veces se queda a dormir. Hoy Aurelia observa a su nieta y nota en sus gestos y  en la manera de comportarse que alguna preocupación le ronda por la cabeza. Se sienta a su lado y le coge  la mano.

     —Ahora cuéntame a qué se debe esa carita triste.

     Clara tiene confianza con su abuela, ésta continuamente le pregunta por sus estudios, qué carrera piensa elegir cuando vaya a la universidad y si algún chico se ha fijado ya en ella. Para Clara la casa de su abuela es una especie de refugio donde acudir cuando los canales de comunicación en casa se rompen debido a las tensiones  que surgen entre sus padres. Han charlado muchas veces, y casi tiene más confianza con ella que con su madre, pero hoy no encuentra remedio  a su desazón y se ve perdida sin saber a quién recurrir. Una lágrima resbala por la mejilla hasta la comisura de sus labios.

     —El chico con el que salgo me ha dejado —responde en medio del llanto. 

     La abuela la abraza y  acaricia su melena levemente rizada. Ver a su nieta así  es como una punzada que siente en su corazón pero deja que se desahogue porque sabe que lo primero que debe hacer es dejar que libere toda la tensión acumulada.

     —Ay mi niña —le dice con ternura—. Sé cómo te sientes pero la vida no se acaba en ese chico, conocerás a muchos otros. Tu abuelo tampoco fue el primero al que conocí. No tengas prisa, hay que saber esperar y sobre todo saber elegir. ¿Te dio alguna explicación? 

     Clara se encoge de hombros. Sabe perfectamente que el verdadero motivo es Jennifer, una morena muy llamativa con aires de modelo. Su abuela interpreta ese silencio como un no.

     —Me da que ese amigo tuyo es un tontaina un poco presumido.

     —¡¡Abuela!! Bueno, la verdad es que un poco sí —responde poco después cabizbaja con una media sonrisa. 

     Verla sonreír de nuevo le devuelve la alegría. La experiencia que dan los años es el único patrimonio que ella posee y trata de aconsejarla lo mejor que puede. 

     —No dejes que nada ni nadie arruine los  mejores años de tu juventud, porque la vida es un regalo maravilloso que nos es dado para disfrutarlo. Los verdaderos problemas vendrán más adelante, pero eso ahora  te pilla demasiado lejos. No hay un solo día que haya dejado de dar las gracias por haber nacido a pesar de que nos tocó vivir una época dura y difícil. La vida es una noria que sube y baja. Lo que ahora ves como una tragedia, dentro de unos años lo considerarás un episodio más, ni siquiera importante en tu camino. 

     Clara le escucha tratando de asimilar esas palabras que  le han liberado de una profunda tristeza y sobre todo de una gran decepción. Se abraza a ella y piensa que tal vez su abuela tenga razón.

martes, 15 de junio de 2021

Tal día como hoy

      Tal día como hoy, el 15 de junio de 1977, se celebraron las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco casi dos años antes. Se trataba de las primeras elecciones libres tras cuarenta años de dictadura. Ese día acudí como apoderado de un partido de izquierdas a un colegio público situado en San Cristóbal de los Ángeles, uno de los barrios más deprimidos de Madrid. Se palpaba el nerviosismo ante la falta de práctica en estos menesteres de todos los que componíamos la mesa, nadie conocía los mecanismos y nos veíamos obligados a improvisar o a  echar mano de los manuales sobre cómo actuar. Recuerdo que antes de comenzar las votaciones el representante de un partido de izquierdas formuló la petición de que el crucifijo que presidía el aula se retirara con el fin de no orientar el voto hacia una determinada opción. Era normal por aquel entonces que determinada simbología apareciera en lugares públicos (estando yo en la mili en el año 1979, un enorme retrato de Franco todavía presidía el comedor del cuartel en Ceuta con una dedicatoria: "en recuerdo de mis años de teniente y capitán"), con el fin de que el tejido  social se impregnara. La proposición fue secundada por mayoría ante la protesta de algún partido de derechas y el referido crucifijo se guardó en un  cajón de la mesa. 

     Salvo ese incidente, las votaciones se desarrollaron con normalidad y hubo una gran participación en aquel día histórico. Pasadas las ocho de la tarde finalizaron las votaciones, en ese momento votamos la Mesa,  los apoderados a continuación y dio comienzo el escrutinio. Los nervios afloraron de nuevo.  Luego, la sonrisa se me fue helando conforme iban  transcurriendo los minutos. Mi partido tan sólo obtuvo un voto: el mío.

viernes, 4 de junio de 2021

Pagar con la misma moneda

     En tiempos de crisis la xenofobia es una característica común a todas las sociedades. Es como un virus que ataca a la mayoría de estamentos sociales como bien pude comprobar yo mismo recientemente. Como las desgracias nunca vienen solas, por esa época andaba yo enemistado con el mundo debido a que semanas atrás me habían robado el coche, y más recientemente, en un descuido mío, también la cartera, con la consiguiente pérdida de tiempo en denuncias y otros trámites engorrosos.

   Sucedió que por esas fechas debía viajar a Barcelona por asunto de trabajo y me encontraba en la estación de Atocha haciendo tiempo hasta la salida del tren. Una docena de personas nos encontrábamos en el exterior, unos fumando y otros haciendo llamadas desde su móvil en la explanada que hay debajo de la torre del reloj, donde antiguamente los taxis hacían turno para recoger a los viajeros. Un vagabundo de aspecto desastrado merodeaba por el lugar con una lata de cerveza en la mano pidiendo dinero para coger el metro. Instantes después apareció una mujer ya entrada en años, con un viejo abrigo ya raído  y en zapatillas de andar por casa mendigando unas monedas en una frase aprendida y repetida centenares de veces. Por el acento me pareció rumana o de algún país eslavo. El vagabundo nada más verla le espetó a grandes voces:

   —Ehh, ehh. Largo de aquí hija puta. ¿No ves que me estás jodiendo a mí? Vete a tu país!!

   La mujer, humillada, bajó la cabeza y dio media vuelta. Nadie hizo el menor comentario y el mendigo continuó con su perorata ante la indiferencia general de los allí reunidos. A mi lado un joven mochilero sacó su paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Iba cargado con un macuto a la espalda y saco de dormir. Lucía una poblada barba y larga melena recogida en una coleta. Su aspecto no difería demasiado con respecto al vagabundo salvo su indumentaria, limpia y cuidada y por las botas de alta montaña. Momentos después el vagabundo se le acercó haciendo gestos de pedirle tabaco.

   —¿Me puedes dar uno? —preguntó con voz ronca.

   El mochilero le miró con mal disimulado desprecio.

   —¿No te da vergüenza tratar así a la gente? Los perros muestran más sensibilidad que tú. ¿Quién te da derecho a echar a nadie? ¡¡Largo de aquí!!

   El vagabundo se retiró echando pestes y mascullando entre dientes mientras el mochilero apagaba su cigarrillo en una cajita que sacó del bolsillo. Gracias a él, que demostró más dignidad que el resto, me reconcilié con el género humano.

     

miércoles, 26 de mayo de 2021

Consejo

      Se lo advertí pero no me hizo caso. El día que Juan se casó con Svetlana, la profesora de matemáticas, empezaron los problemas.

martes, 11 de mayo de 2021

Un lugar en el mundo

      Hay muchos lugares mágicos que a todos nos fascinan: las Pirámides de Egipto, las Cataratas del Niágara, el Gran Cañón del Colorado, la Gran Muralla china... pero son lugares demasiado concurridos para mi gusto. Es como un bonito escaparate con decenas de caras pegadas al cristal. Si tengo que elegir prefiero los parajes solitarios al abrigo de turistas o curiosos y, por supuesto, lejos del ruido y de la contaminación de las grandes ciudades, porque allí donde no llegue el asfalto es más fácil que se preserven.

     Mi sitio favorito es un rincón apartado, no es famoso ni tampoco conocido, ni quiero que lo sea. Es un viejo molino enclavado en las faldas de un monte y paralelo al curso del río que siempre me evoca recuerdos de mi niñez. Cada vez que tengo ocasión me acerco a visitarlo porque allí encuentro el sosiego y la paz que necesito. Desde hace muchos años el molino se encuentra abandonado  pero a su valioso pasado histórico se une la belleza del lugar. La última vez que me acerqué me senté a la sombra una calurosa tarde de agosto desde donde se divisaba una bella panorámica  de la presa con algún pescador solitario. Desde allí observé el agua remansada, y al otro lado de la orilla los terrenos con altos chopos que un día pertenecieron al Marqués de Riscal. El rumor del agua de la presa, siempre presente, me evocaba el tiempo de vacaciones y las risas y juegos  de juventud. 

 

    Mi abuelo materno tenía una pequeña huerta al otro lado del río, que lo atravesaba en una barca situada junto a unos juncos al lado de la presa. Cuando las aguas del río todavía bajaban limpias era frecuente ver  anguilas, nutrias y truchas, ahora especies desaparecidas. Cuando el implacable sol comienza a caer  paseo por los alrededores y contemplo los muros del molino poblados de grafitis que las tribus  urbanas han dejado como recuerdo. En su interior la vegetación incontrolada se ha ido adueñando y la hiedra ya cubre los gruesos sillares de piedra. Por suerte, aún podemos contemplar la bella calzada medieval de acceso al molino.


      Indagando en su pasado, hace algunos años encontré en el Archivo Histórico Nacional una carpeta repleta de documentos que hablaban de este molino y que recogía numerosos procesos judiciales entre el arrendatario y algunos vecinos a cuenta de la molienda del grano. El molino fue propiedad de los Templarios y tras su disolución a principios del s. XIV, pasó a manos de los Caballeros de la Orden de Malta. En uno de los procesos, los propietarios del molino fueron llevados a juicio en 1584 acusados de haberlo ampliado sobre terreno público alegando que por allí pasaba el Camino Real y que de esta manera éste se estrechaba. Soy consciente de que me hallo en un sitio especial y de que los muros que ahora contemplo han sido testigos del devenir de las gentes y se su  propia subsistencia durante siglos. El paso del tiempo resulta implacable pero el viejo molino, aunque abandonado y medio en ruinas, todavía se conserva en pie orgulloso de su pasado. El edificio y aledaños no gozan de protección oficial, haciendo bueno el dicho de que en este país ignoramos y a veces despreciamos nuestro patrimonio y lo perdemos  para las generaciones venideras.

     Ya no se oyen las risas y los juegos infantiles de antaño, el silencio se ha adueñado del lugar, solo interrumpido por el permanente rumor del agua de la presa. Cuando me retiro ya al atardecer, me vuelvo para echar una última mirada al conjunto y guardarlo en mi memoria, hasta la llegada de mi siguiente visita.


miércoles, 28 de abril de 2021

La condena

      Los policías de la científica se movían detenidamente en el lugar del crimen sacando fotografías y buscando todo tipo de huellas. Encima de la cama el cadáver de un hombre desnudo yacía boca arriba con un disparo en el pecho a la altura del corazón. Acedo, el inspector  de homicidios, preguntó si ya habían avisado a la familia. Estaba malhumorado porque el caso se lo habían adjudicado a él debido a que Santesteban, su titular,  casualmente se encontraba de baja por enfermedad. Éste era famoso por haber resuelto casos con asombrosa rapidez.

     Dibujó una mueca de fastidio mientras se preparaba para dar una primera información a los periodistas que se apostaban  a la entrada del edificio. El asesinato de un conocido empresario de sesenta y siete años en un club de alterne con posibles ramificaciones con el narcotráfico, auguraba una investigación larga y compleja, además de suponer una suculenta noticia para los profesionales de la información,  sobre todo para la prensa sensacionalista que no ahorraba medios para informar de todo lo que oliera a escándalo. Algunas cadenas de televisión ya se encontraban allí apostadas  con sus trípodes y cámaras pese a lo temprano de la hora. ¿Cómo demonios se habrían enterado? Nada le importunaba más que aquella pandilla de alimañas pendientes de cualquier migaja de información que luego seguramente  sería tergiversada o manipulada. Cuando terminó de informar a la prensa consultó su reloj. Estaba deseando que abrieran los bares para poder desayunar en condiciones pues le habían levantado a las cinco de la mañana sin tiempo ni para tomar un café.

     Sobre las ocho alguien le avisó de que la viuda acababa de llegar. Inmediatamente salió a recibirla. Le calculó unos cincuenta años, era muy atractiva e iba elegantemente vestida. El inspector se preguntaba cómo con una mujer así podía  uno irse de putas. Se mostraba pesarosa pero en todo momento mantuvo la serenidad  y la compostura; nada que ver con otros casos en los que había sido testigo de escenas y gritos desgarradores.

     —Yo misma ordené que lo mataran —dijo con aparente frialdad.

     —Pero...¿Por qué? —preguntó incrédulo, sin entender que  de repente ella se autoinculpara.

     —Tenía un cáncer muy avanzado. Estaba desengañado de la vida y siempre decía que prefería una muerte rápida. Le amaba y fui feliz junto a él pero yo no podía soportar que siguiera sufriendo. No quería hacerlo conmigo porque decía  que podía contagiarme su enfermedad. Lo maté por amor.

      Mientras le ponía las esposas, el inspector vio resbalar una lágrima por su mejilla. Nunca en su vida profesional había resuelto un caso de manera tan rápida. Faltaba por saber quién fue la mano ejecutora pero ese era un detalle que la viuda a buen seguro se encargaría de aclarar. Como mínimo se ahorraría tres años de condena por colaborar. 

viernes, 23 de abril de 2021

Las cartas

      Echo de menos recibir cartas. Aquellas cartas que esperábamos con impaciencia eran mucho más que una hoja de papel. Casi podías sentir el aliento y la mano de quien las escribía. A menudo iban acompañadas de una fotografía, un beso con carmín o un recuerdo que unía a esas personas. Al año de nacer yo, mi madre le envió un mechón de pelo a una hermana que vivía en Argentina. Casi a diario miro en el buzón, pero únicamente es mi banco el que me escribe para notificarme el cobro de la luz, el teléfono o el agua. Otro remitente ocasional suele ser el Ayuntamiento dando cuenta de alguna multa, pero sin duda las cartas que más temo son las de Hacienda.

     Internet y las redes sociales han sustituido al correo postal, porque ahora todo es más rápido y lo queremos de inmediato. Pasa lo mismo con las noticias, las de ayer ya son trasnochadas. Pienso que tanta información se convierte en algarabía y a veces nos confunde. y no hablo solamente de los bulos y noticias falsas e interesadas que circulan por la red.  Recuerdo las cartas que recibía de mi madre cuando cursaba estudios de Bachillerato en el internado, muy lejos de casa. ¡¡Qué emoción al leerlas!! pero nunca se lo dije y ahora me lo reprocho. Las encabezaba siempre con una cruz, costumbre que también se hacía al salir por la mañana del portal de casa. A veces volvía a releerlas y luego las guardaba en el cajón del escritorio. Pasaba por alto las faltas de ortografía porque su generación apenas tuvo acceso a los estudios superiores y universitarios. Para quienes residíamos fuera de nuestras casas, las cartas  eran el medio a través de las cuales se nos comunicaba el día a día y los pequeños sucesos familiares. En cambio las llamadas telefónicas solían ser casi siempre para dar noticias graves o luctuosas. Escribir cartas de tu puño y letra tiene para mí mucho más valor que hacerlo con caracteres tipográficos, llámese  correo electrónico, twitter, wasap o similares. Tiene la validez de lo auténtico. Es como escuchar la versión original en cine con la voz del actor en vez de la versión doblada.

     En este tiempo de pandemia y de aislamiento social, la escritura se ha convertido para mí en un refugio liberador, lo mismo que otras ocupaciones que yo antes consideraba de "viejo" como pasear o leer. En mis ratos de ocio apunto las ideas que me vienen a la cabeza y algunas las desarrollo luego con más o menos acierto. Es difícil encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que uno siente y en contadas ocasiones me hace feliz lo que escribo, pero a menudo me basta con una pequeña historia o algunas frases bien hilvanadas para sentirme realmente satisfecho.

     Hoy 23 de abril es el Día del Libro. En este tiempo he crecido como lector y también he aprendido a rezar a mi manera: "Antonio Machado que estás en los libros"...  Todas las semanas acudo al menos una vez a la biblioteca, mi segunda residencia. A veces sufro porque no sé cuál elegir y tan sólo me puedo llevar uno. Realidad y ficción, a menudo entrelazadas, se funden para contarnos historias. Hay libros que me desatan la risa mientras los leo, otros me mantienen en vilo hasta el final, algunos —los menos— son plomizos y los abandono, muchos me conmueven y me emocionan hasta el llanto. Algunos pocos los releo de nuevo. Ninguno me deja indiferente. Es la magia de la escritura.

jueves, 25 de marzo de 2021

Microrrelato

    Una pareja de veinteañeros pasean sonrientes por la playa cogidos de la mano. No sabemos sus nombres pero tampoco importa, son jóvenes y se les ve felices. A poca distancia una señora que ocupa una hamaca junto a la orilla, se vuelve para contemplarlos, quién sabe si con una pizca de envidia. Son los únicos ocupantes de una playa sin bañistas y con algo de oleaje, donde se adivina el fin de la temporada de verano. La imagen es la foto de portada de un libro que estoy leyendo. Cuerpos bronceados rebosantes de vida en una playa desierta donde se respira libertad. 

     Siento curiosidad y me pregunto qué habrá sido de la joven pareja teniendo en cuenta que la foto fue tomada en 1960. ¿Se habrían casado? ¿Vivirán todavía? Ellos ignoran que esa instantánea la contemplarán miles de lectores que tal vez se pregunten lo mismo que yo. Esos jóvenes que sonríen despreocupados ajenos a cuanto les rodea hoy serán octogenarios. Volver la vista atrás para contemplar una imagen de juventud es una dura prueba que en un momento dado a todos nos depara la vida. Para algunos será un recuerdo idílico, para otros una añoranza del pasado. Pero en todo caso, para casi todos, resulta una imagen hasta cierto punto cruel.

     Por cierto, el libro se titula Cásate conmigo, de John  Updike.

domingo, 14 de marzo de 2021

Cita a ciegas

     Dos jóvenes teletrabajan desde sus respectivos domicilios. Ella tiene treinta y dos años, él veintiocho. Son vecinos, pared con pared, pero no se conocen entre ellos, ni siquiera de vista. Cada uno oye sin querer las conversaciones del otro. A raíz de la pandemia, desde hace un año sus casas  son la oficina. Las conversaciones son casi siempre de trabajo, pero también hay momentos de relax, llamadas a amigos, planes de fin de semana o de vacaciones, etc. 

     Ella es diseñadora gráfica. Él pertenece a la Junta Directiva de Greenpeace España. A veces ella suele hablar  alto y molesta a su vecino pero él no la interrumpe ni le da en la pared porque al mismo tiempo fantasea con ella. Le gusta escuchar su acento sudamericano, su cadencia, sus giros y expresiones... Un día ella da su dirección de correo a alguien para que le envíe algo relacionado con el trabajo que está realizando. Él lo copia y al día siguiente ella recibe un correo: "Hola, soy tu vecino. No pretendo inmiscuirme pero escucho todo lo que hablas. Si quieres privacidad habla por favor un poco más bajo. Espero que no me guardes rencor". A partir de ese momento empezaron a cruzarse los correos.

     —Lo siento si te molesté. Tengo que aguantar a mi cliente, un tipo pelotudo y a veces me enojo con sus caprichos.

     —Eres uruguaya?

     —Sí. Y vos cómo lo sabés? La gente nos confunde con los argentinos.

     —No lo sabía. Acerté de casualidad.

     —Me presento. Soy Luz Divina y mi trabajo es diseñar páginas web.

     Él dejó de teclear y estuvo pensando un rato. Era el nombre más raro que había oído en su vida, claro que   no quiso decir nada porque el suyo también lo era.

     —Encantado de conocerte. Me llamo Gedeón. Y qué hace una uruguaya en Madrid?

     —Mi papá es diplomático. He vivido en Toronto, Estocolmo, Kuala Lumpur y ahora acá. Recién se ha jubilado y quiere que volvamos a Montevideo pero yo prefiero Madrid. Es una ciudad linda para vivir. ¿Y vos de qué trabajás?

     —Busco financiación para los proyectos y campañas de Greenpeace. A veces me siento un agente comercial o un pedigüeño y en ocasiones me asaltan dudas de  si mi labor realmente sirve para algo. Siento luchar contra corriente por lo poco que se avanza.

     Llegados a este punto ella tiene un momento de duda. No sabe si seguir adelante o cortar. Está cansada de dar tumbos por el mundo,  de las relaciones de pocos meses o a lo sumo de un año, y lo que desea es establecerse por fin en un sitio. Siempre ha sido una mujer decidida y en estos momentos  tiene una corazonada.

     —Mirá. Mañana dan una fiesta en la embajada a Pepe Mújica, ex presidente de mi país. Acudirá la prensa y también políticos y gente del cine y del espectáculo. Te gustaría acompañarme?

     El se quedó sorprendido por lo insólito de la invitación. Aquello tenía toda la apariencia de una broma pero ¿qué podía perder?, le dijo que sí. Sentía curiosidad por conocerla y además tal vez tuviera la suerte  de contactar con gente influyente de cara a sus objetivos.

     El uso de la mascarilla no fue impedimento para que ellos conectaran rápidamente. Una vez en la embajada ella le presentó a algunas autoridades. A los discursos le siguió una pequeña fiesta en una zona ajardinada. Gedeón logró contactar con el directivo de una importante empresa de energía eólica que pareció sumamente interesado en su proyecto. Tras la fiesta y aprovechando la bonanza de la noche, volvieron andando hasta sus domicilios, ella rememorando sus vivencias en el país asiático y él recordando su experiencia en una zodiac tratando de entorpecer las labores de un ballenero.

     De esta manera fue como Luz Divina y Gedeón se conocieron. Año y medio después tuvieron un hijo, y al  siguiente viajaron  a Montevideo para que los abuelos conocieran al nieto.  A la vuelta abandonó Greenpeace y ahora es agregado cultural de la Embajada de Uruguay en Madrid pero esa, amigos lectores, ya es otra historia.


jueves, 25 de febrero de 2021

Recuerdos

      De los recuerdos que guardo de mi infancia tengo especial predilección el referente a mi abuelo paterno, Víctor. Era un hombre recio, ancho de hombros, socarrón y un poco filósofo, siempre acompañado del bastón y de su inseparable boina los duros meses de invierno. Había sido guarnicionero de profesión, motivo por el cual era muy conocido entre clientes, vecinos del barrio y pueblos de alrededor, sobre todo agricultores y ganaderos.  Enviudado poco después de su jubilación,  vivía con nosotros. Me gustaba acompañarle cogido de su enorme mano áspera y callosa mientras me contaba  historias que a mí me parecían fantásticas como sacadas de un libro de cuentos. Por las noches, ya en la cama, no paraba de darle vueltas  a las historias que había escuchado hasta que el sueño me vencía. Su conversación era diferente de la de mis padres, siempre repitiendo el consabido pórtate bien, obedece, come, estudia, lávate las orejas y haz las tareas.  

     A veces le acompañaba a la barbería. Siempre había dos o tres  parroquianos ociosos pegando la hebra con el dueño. Las conversaciones casi siempre giraban en torno a las figuras  del toreo, que allí contaban con sus correspondientes partidarios y detractores,  mientras yo observaba todo en silencio. Alguno de ellos requería la opinión de mi abuelo.

     —¿Y tú qué dices Víctor?

     —El Cordobés ese, es un paquete. Ya no quedan toreros como los de antes.

     Me fijaba en el sillón giratorio con el reposapiés que además era regulable en altura y  se accionaba por medio de una palanca. Al cabo de un rato le tocó el turno a mi abuelo, el cual, todo guasón le conminó al barbero:

     —Fermín, quiero que me afeites  como si  fuera para mi  boda.

     Una vez sentado, el barbero inclinaba hacía atrás ligeramente el sillón y le pasaba una y otra vez la brocha por la cara hasta hasta lograr abundante espuma. A continuación afilaba la enorme navaja en la correa de cuero repitiendo la operación varias veces, todo ello sin que la conversación decayera. Luego le pasaba la navaja empezando desde el cuello hasta la barbilla, cosa que a mí me producía una cierta aprensión al mirarlo. Al terminar le aplicaba una toalla caliente en el cuello y en la cara y finalizaba con una loción  que olía muy bien.

     En la mesa a la hora de comer se sentaba frente a mí. Un día que había sopa observé que cogía el plato inclinándolo casi hasta el borde dándole vueltas con una precisión que me dejó asombrado. Yo desconocía el significado pero me pareció divertido pensando que era un juego y traté de imitarle pero con tan mala fortuna que  casi la mitad se derramó en el  mantel, lo cual me sirvió para ganarme  un buen coscorrón por parte de mi padre. 

       Recuerdo que un domingo que estábamos solos en casa porque mis padres habían ido al  hospital para visitar a un familiar, oí ruidos en la despensa. Me acerqué y vi a mi abuelo coger una botella y llenar un vasito. Al verse sorprendido  dudó unos instantes.

     —El médico me lo ha recetado para el reúma pero de esto ni una palabra a tus padres ¿entendido?

     —Sí abuelo —dije resignado. Creí que era jarabe pero al día siguiente  comprobé que se trataba de orujo.

     —Buen chico. Todo es efímero Manolín, pero mientras podamos, vivamos —y después del trago exclamó— Uff, este es un magnífico reconstituyente. Ahora me siento mucho mejor  y con más energía.

    Al acostarme, algunas veces venía un rato a mi cama, pero no para contarme cuentos como hacían mis padres, sino para contarme historias  de contrabandistas que cruzaban la frontera, no sé si reales o inventadas,  que yo escuchaba con la boca abierta. Las veces que se demoraba demasiado venía mi madre a apagarme la luz y él, para disimular empezaba: "demonio de niño, venga venga, a dormir que ya es tarde", y se retiraba guiñándome un ojo.

     La muerte del abuelo me llegó en mi etapa adolescente por medio de una carta de mi padre pero no pude asistir a su entierro porque me encontraba  a cientos de kilómetros de distancia en otra localidad estudiando Bachillerato y además estaba enfermo. Esa noche en la soledad de la habitación compartida lloré en silencio para que mis compañeros no se enteraran. Desde entonces han pasado muchos años pero los recuerdos siguen ahí, ahora comprendo cosas que antes ni siquiera se me pasaban por la cabeza.

     A través de un familiar próximo conocí recientemente una anécdota de mi abuelo. Hace mucho tiempo hubo una catástrofe natural en un pueblo cerca de donde él vivía. Resultó que  un día de tormenta, una avalancha de piedras, agua y barro que bajaba con fuerza desde la montaña derribó casas y puentes dejando una absoluta destrucción a su paso, hasta el punto de que más de trescientos voluntarios de pueblos vecinos se presentaron en días posteriores para ayudar a su reconstrucción. Uno de esos voluntarios era mi abuelo. Al terminar de relatarme los hechos, este familiar  me enseñó una fotografía ya amarillenta por el paso de los años. En ella ocho o diez voluntarios miraban fijamente a la cámara en medio de un paisaje de desolación. No me fue difícil reconocer la sonrisa de mi abuelo, la misma que yo recordaré siempre.

viernes, 12 de febrero de 2021

Una decisión difícil

     Salvador supo desde temprana edad cuál sería su vocación, algo que yo siempre admiré: que en la edad adulta se dedicaría a la música y más concretamente, al violín. Lo extraño en su caso es que no había ningún referente en su familia ni tampoco en su entorno más cercano que le hubiera impulsado a esa actividad. Cuando teníamos ocho años los dos coincidimos en la academia de música de nuestro barrio, pero a diferencia de mí, que había aceptado matricularme influido sin duda por la afición de mi padre, Salvador parecía tener una vocación innata y pronto desarrolló  una facilidad asombrosa para el solfeo y el manejo del instrumento, hasta el punto de que enseguida destacó como el alumno  más brillante de la clase. Mi compañero era un caso típico de precocidad pero sobre todo de talento y voluntad de superación.

     Dos años más tarde el director de la academia habló con sus padres acerca de la disposición de su hijo para la música y de la conveniencia de que le enviaran al Conservatorio para que prosiguiera sus estudios académicos una vez terminada la etapa elemental. A los pocos días el mismo director llamó a mi padre, pero esta vez para decirle que no malgastara su dinero, pues a decir verdad, yo era un zoquete para la música. Bueno, no lo dijo con estas palabras pero mi padre así lo entendió. Sé que fue una gran decepción para él pero en ese instante yo me sentí liberado porque a mí lo que más me llamaba era el deporte y sobre todo, cómo no, el fútbol. A pesar de que nuestros caminos se separaban seguí manteniendo la amistad con Salvador hasta que a los dieciséis años obtuvo una beca a través de la Fundación Música Creativa para poder seguir sus estudios en Berlín al lado de otros jóvenes talentos de toda Europa.

     Yo continué dándole patadas al balón y alguna que otra a los contrarios pero pronto me di cuenta de que en el deporte, como en otras muchas disciplinas de la vida, era necesario que junto al esfuerzo, el tesón y el sacrificio, había que  saber conjugar también la habilidad, el talento y la técnica. Yo solamente destacaba en los tres primeros por lo que nunca llegué a brillar más que como defensa leñero, al decir de mi padre, de la antigua escuela.

    Casi cinco años más tarde una mañana de otoño recibí una llamada de Salvador comunicándome que había conseguido la plaza de  concertino en la Joven Orquesta Nacional, en un examen realizado recientemente y que deseaba celebrarlo conmigo por algunos garitos de copas  en el centro de Madrid. Durante el transcurso de la noche, entre risas y bromas estuvimos recordando los primeros años en la academia. Me preguntó cuál era mi profesión y le respondí que la madre naturaleza no me había dotado  de especiales habilidades pero que a cambio me había regalado labia y que ahora me dedicaba a la política como concejal en el Ayuntamiento a la espera de dar el salto a nivel nacional. Luego, cuando ya estábamos bastante entonados y la lengua suelta, me refirió una curiosa anécdota aprovechando que yo estaba familiarizado con algunos términos musicales.

      —La obra que yo debía ejecutar —me dijo— era  la 3ª Sinfonía en Sol mayor para violín de Mozart con la particularidad de que el presidente del tribunal, que tenía fama de excéntrico, me dirigía a la batuta. Todo se desarrolló con normalidad hasta los últimos compases de la obra, que finalizaba con un final  vibrante y apasionado en la partitura que tenía delante, pero inexplicablemente, la batuta del director comenzó a marca “piano” y “molto rittardando”. Fueron tan sólo unas décimas de segundo pero suficientes para dejarme a la deriva, algo parecido a una barca sin remos en medio del temporal. Sentí la angustia de no saber qué hacer, todos los años de carrera dependían de la decisión que tomara en esos precisos instantes. Por un momento me embargó la sensación de estar perdido. Sin embargo, la intuición me llevó a reaccionar a tiempo y corregir el movimiento tal como el director me lo estaba pidiendo, pero eso sí, con un final totalmente inesperado.

     Salvador se quedó callado dejándome con la duda.

      —Bueno ¿Y qué pasó después? –pregunté con un punto de ansiedad.

      —Nada. Se quedó mirándome con gesto serio y lentamente se acercó donde yo estaba.

      —Joven, ¿puedo saber por qué no ha sido fiel a la partitura del compositor? —me soltó con aire circunspecto.

       —Muy sencillo —le respondí. El gran Mozart ya no puede hacer nada por mí, pero usted sí.


lunes, 25 de enero de 2021

La nieve

Hoy he vuelto a ver la nieve/

a través de la ventana contemplo los copos 

caer mansamente en el pequeño jardín 

que ya aparece alfombrado de blanco/

en el interior de mi cuarto la estufa de leña

me procura un ambiente caldeado mientras escucho

con deleite el crepitar de los troncos que arden/

aquí leo, escribo, sueño despierto, paso las horas 

y tengo la tranquilidad y la paz que necesito

al lado de los libros y de un collage 

de fotos familiares colgado en la pared 

que me recuerdan quién soy y de dónde vengo/

me vienen a la memoria los crudos inviernos

de mi niñez, el frío de las sábanas al acostarme/

los cristales siempre empañados,

las manos con sabañones/

ver nevar es un regalo que en la actualidad

con mucha suerte se nos ofrece tan solo

una vez al año/

un acontecimiento hermoso y gratuito

lo mismo que contemplar el resplandor

de la luna llena, o la belleza de un atardecer/ 

por eso disfruto del espectáculo

embelesado con la mirada del niño que fui/

hoy viendo nevar he recordado 

mis años de infancia cuando la nieve

duraba semanas en los tejados de las casas

y en aceras y cunetas de los caminos del pueblo

donde crecí en las faldas del Pirineo/

esos días todos en la escuela

deseábamos que las clases finalizaran pronto

para ponernos a la salida todos en fila/ 

ver quién meaba más largo

e iniciar luego una guerra de bolazos.


domingo, 10 de enero de 2021

Las heridas nunca se olvidan

      Recios temores  acompañaban a diario al muchacho camino de la escuela, el cual recibía continuas burlas y chanzas de los compañeros a causa de su nombre, más hirientes todavía cuando iban acompañadas de rimas y pareados. Se llamaba Celino y soportaba con amarga resignación la crueldad del resto de la clase. Sucedió que un buen día, estando en mitad del recreo, se hartó de tantas burlas y vejaciones acumuladas y al más gallito de la clase, apellidado Carmona, que era un año mayor que él, le atizó un sopapo en toda la cara que le derribó al suelo  dejándole los dedos marcados. El impacto se oyó en todo el patio y a la acción le siguió un  espeso silencio cargado de drama. Nadie hubiera esperado una respuesta así y todos aguardaban a ver cuál sería la reacción de Carmona. Pero éste, que no esperaba esa respuesta violenta de Celino, rojo de vergüenza, se retiró humillado y cabizbajo entre sus compañeros, los cuales tomaron buena nota de cómo se las gastaba Celino cuando estaba enfadado. Desde entonces, una guerra larvada se desató entre ambos. Carmona se sintió humillado y juró que tarde o temprano se tomaría cumplida venganza de la afrenta recibida. 

     Sabido es que a esas edades el grupo siempre se ceba con el más débil y eso mismo ocurrió en la clase de Celino. A partir de entonces el blanco de las burlas pasó a ser Miguel, al que empezaron  a llamar patachula a causa de la cojera que sufría por culpa de la polio. Para don Tomás, el maestro, aquelas eran bromas sin importancia. Él ejercía su autoridad a golpe de reglazos cuando el aula se le alborotaba. Cuando algún alumno se le desmadraba demasiado, hablaba con su padre y al día siguiente volvía más manso que un cordero. Comprenderá el lector/a, que estamos hablando de otra época, cuando los castigos en la escuela eran los reglazos, copiar cien veces una frase en el cuaderno o estar de rodillas con los brazos en cruz mirando a la pared. 

     Pero volvamos a la historia que nos ocupa. Como muchas otras por aquella época, la familia de Celino emigró a la capital en busca de fortuna. La vida en el campo no daba para mucho y el padre deseaba para los suyos un futuro mejor. Las cosas le fueron razonablemente bien y así pasaron los años hasta que un buen día el joven Celino fue llamado a filas para cumplir el servicio militar. Por aquel entonces ya había acabado el Bachillerato con notas brillantes y se estaba preparando para comenzar la carrera de Veterinaria, pues tenía muy presente su pasado en el pueblo al lado de pastores y ganaderos. Pero la milicia no hacía distingos entre ilustrados o ignorantes, espíritus refinados o toscos. Todos estaban allí para obedecer y cumplir órdenes. Los primeros días fueron duros: aprender a desfilar, soportar las bromas de los veteranos, conocer el manejo del armamento...

     Pocos días después el Teniente de su Compañía mandó formar en el patio, pasó revista y acto seguido pasó el mando al Sargento. Éste se dirigió a la tropa pidiendo un voluntario que supiera escribir a máquina. Fueron varios los que levantaron la mano, pero Celino fue el el que lo hizo con mayor rapidez y determinación. El Sargento le comunicó que una vez acabados los ejercicios de desfile se presentara ante él para recibir las instrucciones. A la mañana siguiente Celino, portando un par de cubos, fregona y una manguera, ya estaba limpiando desde primera hora todas las letrinas del cuartel soportando continuas arcadas y ganas de vomitar. A media mañana un ruido de pasos a su espalda le hizo volverse. El Sargento Carmona, con un cigarrillo en las manos, le observaba con indisimulada sonrisa pensando que diez años de espera bien habían merecido la pena. Pero esto solo era el principio. Su cabeza empezó a maquinar contra un hombre sometido a su merced.

     Tenían toda la razón. La venganza  era un plato que sabe mejor frío.