viernes, 12 de febrero de 2021

Una decisión difícil

     Salvador supo desde temprana edad cuál sería su vocación, algo que yo siempre admiré: que en la edad adulta se dedicaría a la música y más concretamente, al violín. Lo extraño en su caso es que no había ningún referente en su familia ni tampoco en su entorno más cercano que le hubiera impulsado a esa actividad. Cuando teníamos ocho años los dos coincidimos en la academia de música de nuestro barrio, pero a diferencia de mí, que había aceptado matricularme influido sin duda por la afición de mi padre, Salvador parecía tener una vocación innata y pronto desarrolló  una facilidad asombrosa para el solfeo y el manejo del instrumento, hasta el punto de que enseguida destacó como el alumno  más brillante de la clase. Mi compañero era un caso típico de precocidad pero sobre todo de talento y voluntad de superación.

     Dos años más tarde el director de la academia habló con sus padres acerca de la disposición de su hijo para la música y de la conveniencia de que le enviaran al Conservatorio para que prosiguiera sus estudios académicos una vez terminada la etapa elemental. A los pocos días el mismo director llamó a mi padre, pero esta vez para decirle que no malgastara su dinero, pues a decir verdad, yo era un zoquete para la música. Bueno, no lo dijo con estas palabras pero mi padre así lo entendió. Sé que fue una gran decepción para él pero en ese instante yo me sentí liberado porque a mí lo que más me llamaba era el deporte y sobre todo, cómo no, el fútbol. A pesar de que nuestros caminos se separaban seguí manteniendo la amistad con Salvador hasta que a los dieciséis años obtuvo una beca a través de la Fundación Música Creativa para poder seguir sus estudios en Berlín al lado de otros jóvenes talentos de toda Europa.

     Yo continué dándole patadas al balón y alguna que otra a los contrarios pero pronto me di cuenta de que en el deporte, como en otras muchas disciplinas de la vida, era necesario que junto al esfuerzo, el tesón y el sacrificio, había que  saber conjugar también la habilidad, el talento y la técnica. Yo solamente destacaba en los tres primeros por lo que nunca llegué a brillar más que como defensa leñero, al decir de mi padre, de la antigua escuela.

    Casi cinco años más tarde una mañana de otoño recibí una llamada de Salvador comunicándome que había conseguido la plaza de  concertino en la Joven Orquesta Nacional, en un examen realizado recientemente y que deseaba celebrarlo conmigo por algunos garitos de copas  en el centro de Madrid. Durante el transcurso de la noche, entre risas y bromas estuvimos recordando los primeros años en la academia. Me preguntó cuál era mi profesión y le respondí que la madre naturaleza no me había dotado  de especiales habilidades pero que a cambio me había regalado labia y que ahora me dedicaba a la política como concejal en el Ayuntamiento a la espera de dar el salto a nivel nacional. Luego, cuando ya estábamos bastante entonados y la lengua suelta, me refirió una curiosa anécdota aprovechando que yo estaba familiarizado con algunos términos musicales.

      —La obra que yo debía ejecutar —me dijo— era  la 3ª Sinfonía en Sol mayor para violín de Mozart con la particularidad de que el presidente del tribunal, que tenía fama de excéntrico, me dirigía a la batuta. Todo se desarrolló con normalidad hasta los últimos compases de la obra, que finalizaba con un final  vibrante y apasionado en la partitura que tenía delante, pero inexplicablemente, la batuta del director comenzó a marca “piano” y “molto rittardando”. Fueron tan sólo unas décimas de segundo pero suficientes para dejarme a la deriva, algo parecido a una barca sin remos en medio del temporal. Sentí la angustia de no saber qué hacer, todos los años de carrera dependían de la decisión que tomara en esos precisos instantes. Por un momento me embargó la sensación de estar perdido. Sin embargo, la intuición me llevó a reaccionar a tiempo y corregir el movimiento tal como el director me lo estaba pidiendo, pero eso sí, con un final totalmente inesperado.

     Salvador se quedó callado dejándome con la duda.

      —Bueno ¿Y qué pasó después? –pregunté con un punto de ansiedad.

      —Nada. Se quedó mirándome con gesto serio y lentamente se acercó donde yo estaba.

      —Joven, ¿puedo saber por qué no ha sido fiel a la partitura del compositor? —me soltó con aire circunspecto.

       —Muy sencillo —le respondí. El gran Mozart ya no puede hacer nada por mí, pero usted sí.


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