jueves, 25 de febrero de 2021

Recuerdos

      De los recuerdos que guardo de mi infancia tengo especial predilección el referente a mi abuelo paterno, Víctor. Era un hombre recio, ancho de hombros, socarrón y un poco filósofo, siempre acompañado del bastón y de su inseparable boina los duros meses de invierno. Había sido guarnicionero de profesión, motivo por el cual era muy conocido entre clientes, vecinos del barrio y pueblos de alrededor, sobre todo agricultores y ganaderos.  Enviudado poco después de su jubilación,  vivía con nosotros. Me gustaba acompañarle cogido de su enorme mano áspera y callosa mientras me contaba  historias que a mí me parecían fantásticas como sacadas de un libro de cuentos. Por las noches, ya en la cama, no paraba de darle vueltas  a las historias que había escuchado hasta que el sueño me vencía. Su conversación era diferente de la de mis padres, siempre repitiendo el consabido pórtate bien, obedece, come, estudia, lávate las orejas y haz las tareas.  

     A veces le acompañaba a la barbería. Siempre había dos o tres  parroquianos ociosos pegando la hebra con el dueño. Las conversaciones casi siempre giraban en torno a las figuras  del toreo, que allí contaban con sus correspondientes partidarios y detractores,  mientras yo observaba todo en silencio. Alguno de ellos requería la opinión de mi abuelo.

     —¿Y tú qué dices Víctor?

     —El Cordobés ese, es un paquete. Ya no quedan toreros como los de antes.

     Me fijaba en el sillón giratorio con el reposapiés que además era regulable en altura y  se accionaba por medio de una palanca. Al cabo de un rato le tocó el turno a mi abuelo, el cual, todo guasón le conminó al barbero:

     —Fermín, quiero que me afeites  como si  fuera para mi  boda.

     Una vez sentado, el barbero inclinaba hacía atrás ligeramente el sillón y le pasaba una y otra vez la brocha por la cara hasta hasta lograr abundante espuma. A continuación afilaba la enorme navaja en la correa de cuero repitiendo la operación varias veces, todo ello sin que la conversación decayera. Luego le pasaba la navaja empezando desde el cuello hasta la barbilla, cosa que a mí me producía una cierta aprensión al mirarlo. Al terminar le aplicaba una toalla caliente en el cuello y en la cara y finalizaba con una loción  que olía muy bien.

     En la mesa a la hora de comer se sentaba frente a mí. Un día que había sopa observé que cogía el plato inclinándolo casi hasta el borde dándole vueltas con una precisión que me dejó asombrado. Yo desconocía el significado pero me pareció divertido pensando que era un juego y traté de imitarle pero con tan mala fortuna que  casi la mitad se derramó en el  mantel, lo cual me sirvió para ganarme  un buen coscorrón por parte de mi padre. 

       Recuerdo que un domingo que estábamos solos en casa porque mis padres habían ido al  hospital para visitar a un familiar, oí ruidos en la despensa. Me acerqué y vi a mi abuelo coger una botella y llenar un vasito. Al verse sorprendido  dudó unos instantes.

     —El médico me lo ha recetado para el reúma pero de esto ni una palabra a tus padres ¿entendido?

     —Sí abuelo —dije resignado. Creí que era jarabe pero al día siguiente  comprobé que se trataba de orujo.

     —Buen chico. Todo es efímero Manolín, pero mientras podamos, vivamos —y después del trago exclamó— Uff, este es un magnífico reconstituyente. Ahora me siento mucho mejor  y con más energía.

    Al acostarme, algunas veces venía un rato a mi cama, pero no para contarme cuentos como hacían mis padres, sino para contarme historias  de contrabandistas que cruzaban la frontera, no sé si reales o inventadas,  que yo escuchaba con la boca abierta. Las veces que se demoraba demasiado venía mi madre a apagarme la luz y él, para disimular empezaba: "demonio de niño, venga venga, a dormir que ya es tarde", y se retiraba guiñándome un ojo.

     La muerte del abuelo me llegó en mi etapa adolescente por medio de una carta de mi padre pero no pude asistir a su entierro porque me encontraba  a cientos de kilómetros de distancia en otra localidad estudiando Bachillerato y además estaba enfermo. Esa noche en la soledad de la habitación compartida lloré en silencio para que mis compañeros no se enteraran. Desde entonces han pasado muchos años pero los recuerdos siguen ahí, ahora comprendo cosas que antes ni siquiera se me pasaban por la cabeza.

     A través de un familiar próximo conocí recientemente una anécdota de mi abuelo. Hace mucho tiempo hubo una catástrofe natural en un pueblo cerca de donde él vivía. Resultó que  un día de tormenta, una avalancha de piedras, agua y barro que bajaba con fuerza desde la montaña derribó casas y puentes dejando una absoluta destrucción a su paso, hasta el punto de que más de trescientos voluntarios de pueblos vecinos se presentaron en días posteriores para ayudar a su reconstrucción. Uno de esos voluntarios era mi abuelo. Al terminar de relatarme los hechos, este familiar  me enseñó una fotografía ya amarillenta por el paso de los años. En ella ocho o diez voluntarios miraban fijamente a la cámara en medio de un paisaje de desolación. No me fue difícil reconocer la sonrisa de mi abuelo, la misma que yo recordaré siempre.

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