Recios temores acompañaban a diario al muchacho camino de la escuela, el cual recibía continuas burlas y chanzas de los compañeros a causa de su nombre, más hirientes todavía cuando iban acompañadas de rimas y pareados. Se llamaba Celino y soportaba con amarga resignación la crueldad del resto de la clase. Sucedió que un buen día, estando en mitad del recreo, se hartó de tantas burlas y vejaciones acumuladas y al más gallito de la clase, apellidado Carmona, que era un año mayor que él, le atizó un sopapo en toda la cara que le derribó al suelo dejándole los dedos marcados. El impacto se oyó en todo el patio y a la acción le siguió un espeso silencio cargado de drama. Nadie hubiera esperado una respuesta así y todos aguardaban a ver cuál sería la reacción de Carmona. Pero éste, que no esperaba esa respuesta violenta de Celino, rojo de vergüenza, se retiró humillado y cabizbajo entre sus compañeros, los cuales tomaron buena nota de cómo se las gastaba Celino cuando estaba enfadado. Desde entonces, una guerra larvada se desató entre ambos. Carmona se sintió humillado y juró que tarde o temprano se tomaría cumplida venganza de la afrenta recibida.
Sabido es que a esas edades el grupo siempre se ceba con el más débil y eso mismo ocurrió en la clase de Celino. A partir de entonces el blanco de las burlas pasó a ser Miguel, al que empezaron a llamar patachula a causa de la cojera que sufría por culpa de la polio. Para don Tomás, el maestro, aquelas eran bromas sin importancia. Él ejercía su autoridad a golpe de reglazos cuando el aula se le alborotaba. Cuando algún alumno se le desmadraba demasiado, hablaba con su padre y al día siguiente volvía más manso que un cordero. Comprenderá el lector/a, que estamos hablando de otra época, cuando los castigos en la escuela eran los reglazos, copiar cien veces una frase en el cuaderno o estar de rodillas con los brazos en cruz mirando a la pared.
Pero volvamos a la historia que nos ocupa. Como muchas otras por aquella época, la familia de Celino emigró a la capital en busca de fortuna. La vida en el campo no daba para mucho y el padre deseaba para los suyos un futuro mejor. Las cosas le fueron razonablemente bien y así pasaron los años hasta que un buen día el joven Celino fue llamado a filas para cumplir el servicio militar. Por aquel entonces ya había acabado el Bachillerato con notas brillantes y se estaba preparando para comenzar la carrera de Veterinaria, pues tenía muy presente su pasado en el pueblo al lado de pastores y ganaderos. Pero la milicia no hacía distingos entre ilustrados o ignorantes, espíritus refinados o toscos. Todos estaban allí para obedecer y cumplir órdenes. Los primeros días fueron duros: aprender a desfilar, soportar las bromas de los veteranos, conocer el manejo del armamento...
Pocos días después el Teniente de su Compañía mandó formar en el patio, pasó revista y acto seguido pasó el mando al Sargento. Éste se dirigió a la tropa pidiendo un voluntario que supiera escribir a máquina. Fueron varios los que levantaron la mano, pero Celino fue el el que lo hizo con mayor rapidez y determinación. El Sargento le comunicó que una vez acabados los ejercicios de desfile se presentara ante él para recibir las instrucciones. A la mañana siguiente Celino, portando un par de cubos, fregona y una manguera, ya estaba limpiando desde primera hora todas las letrinas del cuartel soportando continuas arcadas y ganas de vomitar. A media mañana un ruido de pasos a su espalda le hizo volverse. El Sargento Carmona, con un cigarrillo en las manos, le observaba con indisimulada sonrisa pensando que diez años de espera bien habían merecido la pena. Pero esto solo era el principio. Su cabeza empezó a maquinar contra un hombre sometido a su merced.
Tenían toda la razón. La venganza era un plato que sabe mejor frío.
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