Era una fría mañana poco después del alba. Mientras permanecía de pie delante del pelotón, recordó los motivos por los cuales se encontraba allí a merced de unos jóvenes bisoños que bien podrían ser sus hijos. Su delito, desobedecer la orden de atacar una fortaleza que él consideraba inexpugnable. La orden era un suicidio a la vista del enclave privilegiado de los defensores y del superior armamento que disponían. La ametralladora ubicada en lo alto de la colina barría sin piedad cualquier intento de acercarse. Pero la orden recibida era atacar. De nada le sirvió que de esta manera salvara la vida de muchos de sus hombres. El Teniente Coronel, que hacía las veces de fiscal en el Consejo de Guerra, abundó reiteradamente en cuestiones que él consideraba claves como la falta de patriotismo y de honor, mancillados por su decisión. Toda aquella ceremonia le pareció al encausado una farsa y un espectáculo repulsivo. Pero el tribunal fue implacable y unánime en su veredicto. ¿Cómo calificaron el delito? Traición, cobardía, ¿o era rebelión?. No sabría decir con exactitud pero lo mismo daba. Rechazó con gallardía el pañuelo que le cubriría los ojos. Frente a él, medio temblorosos, se encontraban los soldados que lo iban a ejecutar. El oficial al mando preguntó con voz firme:
—¿Quiere decir algo antes de que se cumpla la pena?
—Que te jodan a ti y a los que obedecéis órdenes estúp...
El oficial gritó !fuego! antes de que pudiera terminar la frase.
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