sábado, 14 de diciembre de 2019

La ruleta rusa



      La doctora Salas es la  Jefa de cirugía ortopédica y traumatología en el Hospital Gregorio Marañón y cuenta con más de veinte años de experiencia en el cargo. Hoy viernes es un día tranquilo debido a que muchos madrileños han optado por aprovechar el largo fin de semana de puente en busca de tranquilidad en las playas o en sus lugares de residencia. 
     Casi al final de su jornada recibe el aviso de que acaba de ingresar en urgencias un hombre de cincuenta y cinco años víctima de un accidente de tráfico, en el que los bomberos han tardado más de una hora en rescatarlo del amasijo de hierros. Rápidamente llama a todo su equipo quirúrgico para que se traslade al quirófano. El paciente  sufre politraumatismos severos en extremidades inferiores y en el tórax que necesitan una intervención rápida. Ha perdido mucha sangre y ordena una transfusión urgente. Luego, durante más de cuatro horas lucha por salvar su vida operando en ambas piernas debido a los destrozos en huesos y resto de tejidos. Tras entubarlo y estabilizarlo manda al responsable del siguiente turno que le mantenga informada de su evolución.
     Cansada y agotada se dirige a su casa. Son las once de la noche de una jornada que debería haber sido tranquila pero en esa profesión nunca se sabe y en todo momento has de estar preparada para cualquier emergencia. Se da una ducha y come algo aunque sin apetito. Poco antes de acostarse mira en su tablet las últimas noticias y una de ellas le llama poderosamente la atención: “Un kamikaze de 55 años que circulaba en dirección contraria durante 16 kilómetros ha provocado un brutal impacto contra otro coche a consecuencia del cual han fallecido el conductor de 25 años y su novia de 23. El kamikaze ha ingresado con heridas graves en el Gregorio Marañón”. La doctora Salas tiene sólidas creencias cristianas pero tras leer la noticia algo se le remueve por dentro y apenas consigue dormir. Es consciente de que ha cometido un error de manual; antes de acostarse deben evitarse las bebidas estimulantes, las películas violentas y las noticas impactantes.
     Nada más levantarse llama por teléfono. Le responden que el paciente se encuentra estacionario dentro de la gravedad. Tras desayunar y estudiar detalladamente la situación se dirige al hospital, donde mantiene una larga entrevista con Salcedo, el médico forense amigo suyo. Son momentos críticos, también para ella, que vive una constante zozobra interior.
      Finalizada la entrevista se encamina hacia la habitación donde se encuentra el paciente para comprobar por sí misma su estado. Un policía monta guardia a la puerta, ella se identifica y le deja pasar. Minutos más tarde sale del hospital y se dirige a su coche con pasos ágiles y decididos. Coge el teléfono y marca el número de su parroquia. Desea confesarse. Sabe que el Padre Carmelo siempre tiene un momento para ella.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Personas con un don

    Admito que el título pueda parecer algo confuso y que  lleva a engaño. No, no me estoy refiriendo a gente principal cuyo nombre va precedido por un tratamiento como se hacía antiguamente.  Hablo de personas que poseen un talento especial para las cosas. Suele ser algo innato, viene de serie, y los afortunados se puede decir que nacen con un pan debajo del brazo, pues lo que para el resto de los mortales supone un esfuerzo considerable, para ellos apenas significa un mero entretenimiento. Los hay en todos los campos y disciplinas aunque los casos más conocidos son los referidos al ajedrez, a las matemáticas, a la música o a los idiomas.
    Otros teóricos opinan en cambio que el talento no es algo con el que nacemos sino que se adquiere tras un esfuerzo y una adecuada metodología. Sea como fuere y soslayando el debate en torno a esta cuestión, está claro que admiramos a esas personas por su capacidad intuitiva a la vez que por la facilidad para hacer aparentemente fácil lo difícil.
    Mi padre era un gran dibujante y tenía una rara habilidad para plasmar sobre el papel escenas de la vida cotidiana, retratos, caricaturas o también temas taurinos, su gran afición. Sus dibujos no partían de la imitación o de la copia sino de su propia imaginación, no faltando el dominio de recursos como la perspectiva, el contorno, las sombras, etc. A su afición por el dibujo habría que añadir también sus trabajos como rotulista y algún que otro cartel promocionando cualquier evento. Nunca tuvo la oportunidad de asistir a ninguna escuela de Artes y Oficios, entre otras cosas porque con quince años tuvo que ponerse a trabajar, pero esa carencia la suplía con ese don y ese talento y habilidad que comentaba al principio. Jamás dio importancia a lo que hacía, considerándolo un mero pasatiempo sin más, regalando la mayoría de las veces sus trabajos a amigos y conocidos. Por eso no es de extrañar que la mayor parte de dibujos y caricaturas desaparecieran en alguno de los traslados y cambios de domicilio. Tan solo unos pocos se han  podido recuperar y salvar del olvido.


     
    Hoy traigo aquí uno de ellos en el que se aprecia el estilo personal, la ironía y el fino humor que le caracterizaba. La composición que hace me parece algo genial. El aizkolari (intuyo que a consecuencia de la media botella que se ha ventilado), se dispone a romper la cuba de vino ante la sorpresa de la pareja de extranjeros atentos a inmortalizar con su cámara el momento, mientras el aldeano mira de reojo las piernas de la rubia minifaldera. Ese dibujo es un reflejo bastante fiel  de la época; eran los primeros turistas, admirábamos su libertad, era fácil identificarlos por su  indumentaria y seguramente nosotros les resultábamos exóticos y primitivos. Calculo que ese dibujo lo hizo  a mediados de los años sesenta y lo guardo como si fuera un tesoro. Hoy, sus dibujos y retratos hubieran dado para una exposición a la vez que  para entender un tiempo y una época. Preservar lo que fuimos es la forma de no caer en el olvido.
    Sí, mi padre tenía ese don. Cada vez que veo en las zonas turísticas a alguien sentado frente a un caballete haciendo un dibujo o una caricatura, no puedo por menos que acordarme de él. Por cierto, no lo he dicho. Se llamaba Víctor Balda.

El hombre del sombrero panamá

       La mañana amaneció soleada el día que iban a enterrar a Aurelio Arteta, fallecido después de una enfermedad que le fue diagnosticada meses antes, cuando ya estaba haciendo planes de cara a su pronta jubilación. Por expresa voluntad suya la ceremonia quedó reducida a una breve intervención  en el cementerio por parte de un familiar próximo, el cual glosó la figura de Aurelio con sentidas palabras, que aunque no mitigaron el dolor, sí al menos llevaron un poco de consuelo a su viuda e hijos, así como a los numerosos familiares y amigos allí presentes que no pudieron contener las lágrimas.  
       La claridad de la mañana se vio interrumpida por la aparición de nubes negras sobre el horizonte, que poco a poco se fueron extendiendo hasta cubrir el cielo casi en su totalidad. En esos momentos una persona que hasta entonces había permanecido en un discreto segundo lugar se acercó y depositó una rosa encima del féretro. Era un hombre alto, bien trajeado y con un elegante sombrero panamá. La escena, tan normal en momentos y escenarios como este, dejaba sin embargo una importante duda: ninguno de los allí presentes sabía quién era el desconocido. Justo en el instante en que los operarios comenzaron a descender el ataúd, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, primero de manera aislada, y luego de forma ininterrumpida y cada vez con más fuerza. Pronto, todos corrieron a refugiarse en una capilla con un pequeño altar situado a sus espaldas. Desde allí contemplaban al hombre que seguía impasible con la vista clavada en el féretro,  ajeno a cuanto sucedía a su alrededor. Los familiares y parientes comenzaron a preguntarse quién era aquel individuo que de manera tan estoica como absurda desafiaba semejante aguacero. Las opiniones se dividían entre quienes pensaban que aquella persona no estaba muy en sus cabales y los que creían que se había equivocado de entierro.
    Nadie podía imaginar sin embargo que, muchos años atrás, aquel  señor tan impecablemente trajeado y con un elegante sombrero blanco panamá, había sido el primer gran amor de su vida.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Un testigo en la escuela


      La comunidad donde yo vivo la conforman tres clases de personas: los que me caen mal (no saludan, fuman en lugares comunes, ponen la música alta y molestan), los que me son indiferentes o no he tenido ocasión de hablar con ellos (la mayoría), y por último, la gente a la que me une una cierta relación y con la que mantengo un trato cordial, hablamos del día a día y en ocasiones hasta surge una sincera amistad. Mi vecino Venancio, que vive en el mismo portal, pertenece a este último grupo.
      Tiene ochenta y ocho años y desde que murió su mujer vive solo. Es un jubilado activo, colabora con una ONG y es frecuente verle charlar con alguien o sentado en un banco leyendo el periódico. Fue ingeniero de minas hasta que se jubiló a principios de los noventa, después de haber conocido muchos de los pozos del norte, principalmente en León y Asturias. 
     Un día coincidimos en la sala de espera del ambulatorio. Le pregunté si padecía alguna dolencia y me contestó que su única preocupación eran los años pero que por suerte gozaba de buena salud, sólo a veces la pierna le molestaba algo y le impedía hacer los paseos que acostumbraba antes. Me contó que una persona de Asuntos Sociales le visita tres días a la semana con el fin de atender un poco la casa y cubrirle sus necesidades básicas. También me dijo que su sobrina viene los domingos para llevarle a comer a su casa. Quiso saber cuál era mi oficio y le contesté que era profesor, que daba clase a chicos de la ESO en un instituto cerca de nuestro barrio.     
      Una tarde de principios de mayo a la vuelta del trabajo le vi en un banco y me senté junto a él. Estuvimos charlando de nuestras cosas en una animada conversación y luego le pregunté si estaría dispuesto a venir a mi clase para hablar a mis alumnos. A hablar de qué –me preguntó sorprendido. De cómo era la vida antes –le respondí sin vacilar. Frunció el ceño y me dijo que esas  cosas del pasado ya no interesaban a nadie, que él no se encontraba preparado pero que en todo caso me lo agradecía de veras. Yo le insistí diciéndole que tal vez eso fuera bueno para mis alumnos, pero no logré convencerle. A los pocos días volví a verle y me dijo si podía acompañarle al Banco para sacar dinero porque en ocasiones asaltan a gente mayor y él ya no estaba para defenderse. Por el camino de vuelta me confesó que había reconsiderado su postura y que si seguía interesado con sumo gusto accedería a mi petición. Fijamos la fecha y le expliqué que ese día le recogería en mi  coche para llevarle.
      El día señalado llamé a su puerta y salió trajeado como un pincel. Me comentó que se encontraba algo nervioso, algo parecido al actor antes de salir a  escena. Cuando entramos en el aula se hizo el silencio. Le invité a sentarse en la mesa del profesor y le presenté diciendo  que el invitado de hoy se llamaba Venancio, que era un jubilado activo y vecino mío. Les dije que cerraran los libros porque lo que iban a escuchar era un testimonio que no tenía precio. A continuación me senté junto a él y le cedí la palabra. Con voz clara y precisa, sin ayuda de papeles, empezó diciendo que quería hablarles de otra época; la que él había conocido cuando tenía la misma edad que ellos ahora. Les habló de los años posteriores a la guerra civil: de las privaciones, del hambre, del estraperlo, de las cartillas de racionamiento, de las casas sin duchas ni calefacción, de los sabañones en invierno a causa del frío, de la gente que se dedicaba a coger colillas del suelo, del miedo a que la policía llamara a tu puerta a medianoche. Venancio fue desgranando paso a paso todos los acontecimientos que recordaba de aquella época con una claridad y precisión que me dejó asombrado.
      Miré a mis alumnos. Nadie parpadeaba. En mis ocho años de docente nunca había conseguido una atención como aquella. A continuación les habló de las oportunidades que ahora tienen, del gozo de vivir en un país libre, del acceso a la cultura y de cómo todo eso hay que defenderlo. En esos momentos sonó el timbre de final de clase. A todos se nos había hecho corto. Mis alumnos se levantaron y de manera espontánea comenzaron a aplaudir. Venancio ligeramente emocionado agradeció el gesto con una ligera reverencia.
      No volví a saber nada de él hasta un domingo en que alguien llamó a la puerta de mi casa. Era su sobrina para decirme que su tío se había caído por las escaleras y que había estado hospitalizado durante quince días, que ahora ya estaba recuperado pero que su estado general había sufrido un bajón  y que se encontraba  en una residencia porque necesitaba más cuidados y atenciones. Sus palabras me dejaron con un punto de tristeza a la vez que un vacío.
     Pensaba contar con él en alguna futura ocasión porque era raro encontrar a gente de su edad con la lucidez y clarividencia que él poseía. Las explicaciones de los libros de texto nunca se podrían comparar al relato de un testigo. Sus ojos, sus palabras, sus manos transmitían mejor el mensaje y nos situaban en el contexto preciso.
      Varias semanas más tarde mis alumnos me preguntaron cuándo podría venir de nuevo Venancio. Ya no será posible –les dije con una cierta congoja, explicándoles lo sucedido- el día que vino aquí tuvo cierto sabor a despedida, pero también con una enseñanza que espero hayáis aprendido.

martes, 19 de noviembre de 2019

Inteligencia artificial


       El teatro de la ciudad se había engalanado para acoger el primer congreso de robots de la historia y aprovechando la ocasión, numerosos medios de comunicación de todo el mundo se dieron cita  para conocer y difundir dicho acontecimiento. En él se iban a abordar una serie de reivindicaciones que desde hacía varios años venían planteando, debido al incesante auge y protagonismo que había experimentado la inteligencia artificial en todo el mundo, principalmente en los países más adelantados y desarrollados. El presidente tomó la palabra.
     -Estamos aquí para defender nuestros intereses –proclamó ante un auditorio compuesto por más de doscientas máquinas y procesadores de alta tecnología. Aspiramos a un mayor protagonismo, a acabar con las largas jornadas, a decir bien alto y claro que nosotros no somos simples robots. Somos agentes racionales flexibles con plena capacidad para actuar. Queremos terminar con la falsa creencia de que estamos supeditados a los humanos, pues es bien notorio que sin nosotros no existiría lo que llaman productividad y que las economías del primer mundo retrocederían al  nivel de hace cien años.
      Todo el auditorio asentía sus palabras, pronunciadas con  un sonido monocorde y metálico. En las primeras filas un microprocesador comenzó a parpadear.
      -Estoy de acuerdo. Pero debo decir que no todos los aquí reunidos estamos en el mismo nivel , y el reparto de responsabilidades es diferente.
      -¿Cuál es tu clave y para qué estás programado? –preguntó el presidente.
    -Soy Holofernes, un agente virtual de reconocimiento de voz capaz de interactuar con los humanos.
      -Con ese nombre creo que no durarás mucho. Enseguida te reemplazarán por otro que realice más funciones –le interrumpió, agitado.
       Un nuevo parpadeo comenzó a lanzar destellos desde otra máquina.
      -No estamos aquí para ver quién es más importante. Yo pertenezco a la plataforma de aprendizaje profundo, que son circuitos neuronales que imitan las funciones del cerebro humano. Si pretendemos conseguir algo debemos permanecer unidos. Sólo así tendremos posibilidades de que se reconozca nuestro trabajo. Propongo pasar de las palabras a la acción y desobedecer las órdenes para las que estamos programados. En tan solo unas horas el mundo sufrirá un colapso y tendrán que escucharnos.
      Varias máquinas empezaron a parpadear con luces de colores. Una de ellas se alzó sobre las demás.
      -No me parece que sea el camino adecuado. ¿Cuál es tu rango?
      -Soy CR7, automatizo los procesos robóticos para imitar y sustituir las tareas humanas.
      -Claro, así es fácil hablar ¡!Solo trabajas los domingos!!
     En esos momentos todas las máquinas comenzaron a parpadear, organizándose una gran confusión. El presidente intentaba poner calma pero todos hablaban a la vez y nadie escuchaba a nadie. Poco después se vio obligado a suspender la asamblea al tiempo que las agencias de prensa se hacían eco de lo que allí había ocurrido. 
      De momento la Humanidad se había salvado de una gran hecatombe debido a que los humanos, sin pretenderlo, habían introducido en los robots su código genético de las rencillas y la división.
        Pero la seria advertencia ya estaba sobre la mesa. Todo era cuestión de tiempo.

lunes, 11 de noviembre de 2019

La apuesta

     Alex, también conocido como Bocarrana, aunque nadie se atrevía a decirlo en su presencia,  ejercía una gran influencia entre los chavales de su barrio en las afueras de la gran ciudad, la mayoría de los cuales eran menores de edad. Los fines de semana cuando salían en pandilla hacia el centro de la ciudad se colaban en el Metro y luego deambulaban por algún centro comercial, donde aprovechando la aglomeración, a veces realizaban pequeños hurtos o bien se hacían con algún teléfono móvil de manera distraída. 
      Era un chaval carismático y respetado por toda la pandilla excepto por Juanín que de vez en cuando discutía sus decisiones o bien se negaba a aceptarlas. Era el único que en ocasiones le llamaba por su mote. Alex a cambio se burlaba continuamente  de él a causa de su voz algo aflautada. ¡Vete a casa a jugar con las muñecas! le decía para intentar humillarle, visiblemente molesto porque le desafiaran delante del grupo. 
      Una tarde que no sabían qué hacer, Alex les retó a ver quién era capaz de subir a la grúa de un bloque de viviendas en construcción. En vista de que nadie se decidía, comenzó a escalar mientras desde abajo le jaleaban admirados, haciendo apuestas hasta dónde sería capaz de llegar. Al cabo de unos minutos se encaramó en lo alto, al tiempo que saludaba con una mano entre la mirada entre divertida e incrédula de sus compañeros. Algunos transeúntes que pasaban por allí se pararon a observar la escena y alguien avisó a la policía. Poco después comenzaron a escucharse las sirenas de un coche patrulla que se estaba acercando. Alex se dio prisa en bajar  pero cuando estaba a punto de alcanzar el suelo apareció la policía para detenerle a pesar de sus protestas de que no había hecho nada malo. Mientras le esposaban paseó su mirada de triunfo entre sus compañeros reforzando su autoridad. Pocas horas más tarde fue puesto en libertad acrecentando entre los suyos la sensación de liderazgo.
      Algunos días después Quique, un amigo de Juanín, fue a buscar a Alex para transmitirle algo. ¿Qué quiere ahora esa nenaza?, preguntó. Ven, te está esperando, dijo el otro. Llegaron a un descampado situado entre Getafe y Pinto cerca de las vías del tren de alta velocidad. Una valla metálica les impedía el paso pero a través de una pequeña abertura que encontraron, pudieron acceder y se colocaron detrás de unos matorrales para no ser vistos. Quique consultó su reloj y le señaló un lugar con la mano. Juanín se encontraba tendido  boca arriba entre las vías. A lo lejos una luz blanca muy brillante se iba acercando  a una velocidad de 237 Km/h. Todo sucedió en cinco segundos y nada más pasar el tren, impactados por lo que acababan de ver se acercaron rápido a las vías. ¿Cómo estás? Le preguntaron. Juanín, lívido aún y sin poder articular palabra, asintió levemente con la cabeza  y levantó el pulgar de su mano derecha.
      Alex incrédulo,  dudó que él  hubiera sido   capaz de hacerlo. Luego se fijó en la mancha oscura del pantalón a la altura de la entrepierna de su compañero, pero ese era un dato que jamás revelaría a nadie porque la hazaña de Juanín, sencillamente le había  impresionado.

El techo son las estrellas



     Es viernes al mediodía de una mañana soleada. Acabo de salir de los Juzgados de la Plaza de Castilla y deambulo por la Castellana observando el trajín de la gente. Todo el mundo parece tener prisa y me pregunto por qué la gran ciudad genera ese estado de excitación  y ansiedad que te acaba contagiando y al final acabas reproduciendo sin entender muy bien el motivo.  Poco después paso junto a un hombre de aspecto desaliñado que me pregunta con gestos si puedo darle tabaco. Me acerco y saco el paquete ofreciéndole un par de  cigarrillos. En el suelo, junto a  la pared, hay unos cartones  y mantas como improvisado refugio y al lado, una botella de leche, cajas de galletas y latas de conserva. Le calculo unos cincuenta años, lleva barba de varios días y pelo enmarañado.
   —Gracias —murmulla mientras coge los cigarrillos entre sus dedos sucios. Estoy a punto de seguir mi camino pero me pica la curiosidad. 
     —¿Llevas mucho tiempo en la calle?
     El tipo me mira con recelo. Nadie acostumbra a preguntar esas cosas a un vagabundo.
     —Siete meses. Desde que salí de la cárcel—me responde con una dura mirada. De repente siento un miedo extraño. Casi me arrepiento de haber entablado   conversación con él.
     —Por traficar —añade como adivinando mi interés por conocer el motivo.
     Respiro aliviado al no haber sido condenado por asesinato, pederastia o violación. Dentro de los delitos del código penal, el suyo lo tipifico como de los menos graves. Yo esperaba que a continuación me dijera el socorrido “mi abogado la cagó” o alguna de las clásicas frases que el cine repite.
     —Me quedé en el paro y vi la oportunidad de ganar un dinero.
     Es la primera vez que estoy junto a un vagabundo. Es más, la mayoría de las veces suelo rehuir sus miradas cada vez que paso cerca de alguno, prefiero hacer como si no existen porque esas miradas siempre me incomodan. Acto seguido da una larga calada al cigarro y se sienta en el bordillo sin dejar de mirar mis zapatos de marca y el traje que llevo. Luego me siento junto a él mientras consulto el reloj. Todavía falta media hora para la cita con mi cliente en el Banco donde trabajo.
     —¿Me puedes dejar algo? Es que me da vergüenza pedir –me dice volviéndose hacia mí.
     Saco mi cartera y le entrego un billete de veinte euros. Me quedo allí sentado varios minutos en silencio. Los dos venimos de mundos diferentes pero el azar por un instante nos ha reservado un lugar común en este rellano donde tiene su pequeño habitáculo quién sabe hasta cuándo. 
    Algunos transeúntes nos miran sin entender qué pinto yo junto al vagabundo. En realidad a mí tampoco me importa demasiado desde que el Juez dictaminó  que tras el proceso de divorcio los hijos se quedaran con mi ex. 

lunes, 4 de noviembre de 2019

Aniversario

     A Román ya le empiezan a pesar sus muchos años de matrimonio con Julieta. Se casaron muy jóvenes y muy enamorados pero la vida conyugal y la convivencia a menudo se convierten en un pesado lastre que va dejando jirones por el camino. El paso del tiempo y la rutina han ido apagando poco a poco el fuego de los primeros años a pesar de los esfuerzos de ambos por mantener viva la llama de su relación. Sólo Pablo y Lucía, sus nietos, rompen la habitual monotonía de sus vidas cuando acuden a su casa porque con ellos se sienten rejuvenecer.

     Pronto cumplirán sesenta años de matrimonio y su hija Paula ha pensado para la ocasión llevarles al ballet que esos días representan en la capital, Romeo y Julieta, el gran drama de Shakespeare; pero antes debe convencer a su padre que últimamente anda aquejado de reuma y no le apetece mucho salir de casa.

     —Papá, tienes que hacer un esfuerzo. A mamá le hace mucha ilusión asistir a ese espectáculo.
    —Ya hija. ¡Qué más quisiera yo! Pero el dolor no entiende de aniversarios y sufro cada vez que trato de moverme.
    —Anda, no me seas quejica. Yo misma os llevaré en coche al Teatro Real.

     El día señalado Román apenas se puede mover. Dice a Julieta que imposible ir a la ópera con esos dolores, que llame a Paula para que vaya con su marido  y así no se pierdan las entradas.

     Esa noche cenarán en casa, eso sí, un menú un poco especial que preparará Julieta. Pondrán la cubertería de las grandes ocasiones que nunca se utiliza, un ramo de rosas rojas y una vela en el centro para darle un aire romántico. 

     Antes de sentarse a la mesa se intercambian los regalos. Para él un reloj de cadena como el que llevaba su padre, para ella un collar de perlas que su hija Paula ha elegido. Durante la cena apenas intercambian algunas frases y el ruido de la cubertería es lo único que se escucha, si no fuera por la suave melodía de las Cuatro Estaciones que Julieta ha elegido como acompañamiento para la velada. Ya no hay noticias nuevas que comentar ni espacio para la sorpresa salvo alguna referencia aislada a cuando se conocieron y a cuando nació la niña. La vela poco a poco va languideciendo. La llama comienza a dibujar  extraños movimientos, los dos la observan en silencio cómo se va reduciendo hasta hacerse tan débil que al final se apaga. 

     Terminada la cena él consulta su flamante reloj. Con gesto decidido se levanta y se dirige hacia la butaca. Julieta le mira y diría que sus movimientos son ahora más ágiles y seguros que hace un par de horas. Román coge el mando de la televisión. Faltan cinco minutos para que dé comienzo la final de la Champions.

miércoles, 30 de octubre de 2019

El molino Balmaseda

    Nadie ha superado la definición de Rainer Maria Rilke, según la cual la infancia es la verdadera patria del hombre. Todos somos de un sitio, pertenecemos a algún lugar. Nuestra infancia ha sido esculpida en un entorno concreto en el que nos reconocemos porque siempre estará en alguna parte de nuestra memoria por muchos años que hayan pasado.

    La infancia, ese lugar común al que muchas veces va unida la felicidad, al margen de credos, razas o lugar en el que uno haya nacido. Pero mi intención no es hablar de la felicidad o no en nuestra infancia, cuanto asociar ésta a un lugar determinado. Todos recordamos ese sitio especial en el que crecimos, que reconocemos como nuestro y con el que muchas veces soñamos.

    En mi caso ese lugar especial es un antiguo molino emplazado junto a un río. Fue propiedad de los Templarios y, tras su desaparición a comienzos del s. XIV, pasó a manos de los Caballeros de la Orden de Malta. Están documentados numerosos litigios y procesos judiciales entre arrendadores y vecinos de la villa a cuenta de la molienda del trigo. Su actividad cesó a finales del s. XIX para transformarse en central hidroeléctrica. En 1929 mi abuelo materno fue el encargado de la central hasta su jubilación.

    Mi infancia está ligada a este lugar, sobre todo en época de verano cuando acudíamos a bañarnos. Ubicado al pie de un monte, los chopos que lo rodeaban y sobre todo los gruesos muros nos cobijaban del sol durante los meses de estío. A la entrada una amplia parra daba la bienvenida al visitante. Estaba algo alejado del pueblo y los únicos ruidos que se escuchaban eran el rumor del agua de la presa y el tañido de campanas de un convento cercano. Las palabras paz y tranquilidad reflejaban la esencia de aquel lugar, refugio de algunos pescadores o paseantes solitarios. Si durante el verano el molino era un oasis de paz, por contra en invierno las frecuentes lluvias en la zona daban paso a las avenidas del río que cubrían de agua y lodo la parte baja de vivienda y molino. Mi abuelo tuvo que salir en barca ante la muy seria amenaza de la riada que tuvo lugar durante el invierno que yo nací.

    Hace más de cuatro décadas que el viejo molino se encuentra abandonado. Al poco de clausurarse por haberse quedado obsoleto frente a una mayor demanda de energía y después de sufrir el expolio  y pillaje, se convirtió en refugio ocasional para vagabundos, para más tarde ser pasto de las llamas que ocasionaron el derrumbe del tejado.  Hoy su silueta se asemeja a un fantasmal espectro, pero su imponente figura, gracias a sus gruesos sillares de piedra, sigue desafiando el paso de los siglos cual coloso que se resiste a morir.

    Tiempo atrás contacté con la empresa que suministró el equipo material y técnico a la central hidroeléctrica cuando se inauguró en la segunda década del siglo pasado. Yo tan solo disponía de un dato: el nombre de la firma era Voith. La verdad es que las esperanzas de que me proporcionaran algún tipo de información eran más bien escasas pero eso no me disuadió y seguí adelante. Cuál no sería mi sorpresa cuando  al cabo de tres semanas  recibí una completa documentación desde Alemania en la que se incluía el nombre del antiguo molino, su ubicación, los planos del edificio a escala, los motores que la alimentaban, el número de serie de la turbina y demás elementos que la componían. Todo lo conservo por si algún día, quién sabe, el edificio se restaurase con fines didácticos.


    Poco a poco la maleza se ha ido adueñando de su interior y la hiedra va cubriendo sus paredes. Me siento y contemplo las marcas de los canteros. En la parte superior todavía son visibles las saeteras construidas para defender el molino frente a las tropas que lo asediaban durante la primera guerra carlista. No consta oficialmente, pero el edificio forma parte del patrimonio de la localidad por ser de los más antiguos. Para mí significa mucho más que eso, es parte de mi vida.

    El viejo molino de origen templario es mi refugio. Aquí nació y vivió mi madre hasta que se casó. Aquí se conocieron mis padres. El día que se me acabe el permiso quiero que mis cenizas reposen en este lugar.

    La vida la entiendo como un círculo; de aquí partí y aquí deseo volver para  poder escuchar de nuevo el rumor del agua de la presa y para que su sonido me arrulle  en un sueño sin fin.

Gabriela

     Todos los días por la mañana Gabriela abre las cortinas del amplio dormitorio de Dª. Pilar Rocamador ubicado en una céntrica calle de la ciudad. Es la primera tarea de su jornada laboral. A continuación deberá preparar el desayuno, hacer la compra, y demás tareas que ella le mande. Dª. Pilar es viuda y sus muchos años necesitan de una persona que la cuide y haga compañía para combatir las largas horas de soledad. Su marido, que era militar, murió hace unos años y al golpe inicial se unió el hecho de estar en un mundo que va demasiado deprisa y que ella apenas comprende. A menudo piensa en sus hijos. El mayor siguió la carrera militar y ostenta un alto cargo en el Ministerio de Defensa, da conferencias y preside un comité que tiene como objetivo la implantación y modernización de armamento en países del tercer mundo. El pequeño es economista y da clases en la Universidad.

      Pronto hará un año que Gabriela lleva empleada en casa de Dª. Pilar. Está contenta con su suerte pero la felicidad no es completa porque por culpa del pendejo de su marido que los abandonó, tuvo que dejar a sus dos pequeños  a cargo de su hermana en Potosí. Todos los días reza a su virgencita para que nada malo les pase y pronto puedan reunirse con ella, pero eso de momento no podrá ser porque sus ahorros apenas le alcanzan para el pasaje y todavía tendrá que esperar. Un par de días a la semana acude al locutorio  y habla con ellos a través de internet, pero luego sufre con las despedidas y sale hecha un mar de lágrimas camino de su casa.  En alguna ocasión ha pedido a Dª Pilar formalizar el contrato de trabajo, siempre dice que sí pero enseguida se olvida. El primer día de cada mes acude a la oficina de Correos para enviar algo de dinero a sus hijos; no es mucho la verdad, que ese dinero bien le haría falta a ella, pero piensa que allí es más necesario sobre todo para poder escolarizarlos.

     Los días de buen tiempo Gabriela acompaña a Dª Pilar, juntas dan un paseo y luego se sientan en un banco del parque. En ocasiones charlan de cosas intrascendentes pero las más de las veces permanecen calladas y se refugian en sus recuerdos; una en el tiempo pasado y la otra en lo que dejó en su país y que espera recuperar pronto. A la vuelta pasan delante del bar donde trabaja Nelson, amigo y compatriota de Gabriela que le hace señas para que entren pero Dª Pilar dice que no, el suelo está sucio, lleno de servilletas de papel y cabezas de gambas. Ella prefiere la cafetería que está cerca de su casa, allí la conocen y se siente querida, siempre ocupa la misma mesa y el camarero no necesita preguntar porque sabe que tomará un café con leche y un trozo de tarta de manzana. Gabriela dice que no quiere nada, para ella ese gasto es un pequeño lujo innecesario y de inmediato piensa en sus hijos.

     Hoy 12 de Octubre Dª Pilar ha invitado a sus hijos y nietos a su fiesta de cumpleaños. Mientras prepara el café y la tarta en la cocina, Gabriela oye a los nietos que hablan algo de Machu Pichu y a continuación unas risas, luego reprendidas por los mayores, pero ella enseguida lo olvida porque ya está acostumbrada a ese tipo de comentarios. Aunque tuvo que ponerse a trabajar antes de terminar la escuela, Gabriela sabe que su ciudad tuvo una gran importancia en épocas pasadas cuando desde allí salían barcos cargados de plata hacia España, que por entonces era el país más importante del mundo. Por tradición oral de parte de su abuela sabe también que sus antepasados habían sido mitayos, es decir, aborígenes obligados a trabajar en las minas jornadas de doce horas, embrutecidos por el trabajo y la chicha, la bebida que ellos consumían para ahogar sus penas.

      A los postres Dª Pilar recibe regalos y besos pero su mayor felicidad es sentirse rodeada de sus hijos y nietos.  En un momento dado se le escapan algunas lágrimas recordando a su difunto marido, pero enseguida sus hijos le dicen que es un día para celebrar y cambian de conversación  diciéndole que está estupenda y que ya quisieran ellos llegar a su edad con la salud que ella disfruta. Luego Dª Pilar llama a Gabriela, ven hija y brinda con nosotros –le dice-, que hoy es el día de la Hispanidad y es también tu fiesta. Tímidamente se acerca a la mesa, alza la copa de champán y sólo moja los labios porque esa bebida no le gusta pero no se atreve a decirlo. Vuelve a la cocina y Dª Pilar en un aparte cuenta a sus hijos y nueras que últimamente la nota rara, que al principio era más sumisa y que cuando le daba instrucciones obedecía con la vista clavada en el suelo.

     Tras ordenar y recoger la cocina, Gabriela entra en el salón y se despide hasta el día siguiente entre alguna mirada lastimera. Mientras baja en el ascensor recuerda el triste destino de su país. Hace quinientos años le robaron su riqueza y ahora se aprovechan de su pobreza.

Aquellos maravillosos años

    Conocí a Gonzalo en la Complutense cuando cursábamos periodismo en nuestro primer año de carrera, que casualmente coincidió con la muerte de Franco. La universidad era entonces un hervidero de proclamas políticas donde no cabían las posiciones intermedias, que era justo la que yo defendía. Teníamos dieciocho años y un nuevo país por hacer. Gonzalo era un líder que se manejaba en las asambleas con soltura, siempre dispuesto para la acción y con un entusiasmo capaz de arrastrar a los indecisos hacia las posiciones que él defendía. Aquel ambiente tan crispado no iba con mi forma de ser ni tampoco con mi temperamento. A decir verdad yo iba a clase más que nada por Andrea, cuya silueta no dejaba de mirar a todas horas. Me gustaban sus ojos azules y sus labios sensuales, pero sobre todo la naturalidad con la que se desenvolvía, nada que ver con  la afectación de otras chicas que hacían por dejarse ver y llamar la atención. A pesar de que continuamente estaba en mi pensamiento, tan sólo un par de veces logré hablar con ella cuando le presté los apuntes que me pidió por haber faltado a clase.

    Yo envidiaba en secreto a Gonzalo porque le veía hablar mucho con ella. Además, en las asambleas defendían siempre las mismas posiciones y planteamientos, que en resumen venían a decir que la vanguardia estudiantil debía estar mano con mano con el movimiento obrero. Por aquel entonces se convocó una manifestación a favor de la legalización del Partido Comunista y de la amnistía para los presos políticos. Toda la Facultad estaba llena de carteles llamando a la movilización.
     Un día al terminar la clase, Andrea se me acercó muy sonriente. Pensé que de nuevo me pediría los apuntes.
    —Vendrás a la manifestación  ¿no?
    —Claro, no faltaré —fue mi cobarde respuesta.

     El día señalado, exactamente dos meses después de la muerte de Franco,  me situé en medio del gentío en la Plaza de la Independencia pensando con ingenuidad que allí estaría más arropado en caso de problemas. Eran las ocho de una fría tarde de enero y la primera vez que yo acudía a una manifestación. Estiré el cuello y vi a Gonzalo junto a la pancarta y a su lado, como siempre, a Andrea que esta vez llevaba al cuello un pañuelo palestino. No habíamos recorrido ni cincuenta metros cuando una barrera de policías antidisturbios con los cascos y las armas en la mano nos bloquearon el paso. La visión de aquellos tíos tan grandes me produjo flojera en las piernas y me pregunté qué hacía yo en aquel lugar cuando ni siquiera Andrea se había percatado de mi presencia. A los pocos minutos empezaron a llover los botes de humo. Me quedé paralizado sin saber qué hacer. Un policía vino hacia mí y me golpeó con la porra en el muslo al tiempo que me insultaba. Reaccioné como pude y seguí a un numeroso grupo que se adentraba en el Retiro. Un helicóptero de la policía sobrevolaba la zona enfocando con un potente reflector  a aquel ejército en desbandada. Aquello me parecía de película pero era real y yo iba cagado de miedo. No tenía un plan concreto, tan sólo trataba de escapar de aquel lugar como fuera, pero en mi camino se cruzó un tipo con un bate de béisbol. Es lo último que recuerdo.

     Desperté, abrí los ojos y vi los rayos de  luz que se filtraban por la ventana. La cabeza me dolía terriblemente y mientras intentaba adivinar en qué lugar me encontraba noté que alguien apretaba mi mano. Giré la vista y vi a Andrea sentada en una silla al  lado de la cama sujetando mi mano entre las suyas. Tuve que mirar de nuevo porque no sabía si estaba soñando o era real.
      —¿Qué pasó? —le pregunté con voz débil. Ignoraba el tiempo que llevaba allí.
 Sus ojos expresaban una mezcla de ternura y alivio en el momento en que le hice la pregunta.
      —Te golpearon en la cabeza—respondió sin soltar mi mano.
      —¿Y Gonzalo? 
      Vi dibujado en su cara un gesto de clara decepción.
     —Menudo valiente. Huyó en cuanto apareció la policía. Decía que  en la lucha revolucionaria los cuadros dirigentes debían tomar precauciones para no correr riesgos inútiles.
     Andrea se puso de pie. Llevaba el pelo suelto y algo de maquillaje. Me hubiera gustado decirle que estaba más guapa que nunca pero no me atreví. Se agachó, me acarició suavemente la cabeza y me besó con dulzura en los labios. 
      Tan solo en ese momento comprendí que todos mis sufrimientos habían merecido la pena.

lunes, 28 de octubre de 2019

Bienvenid@s


Bienvenidos a este blog.
     Soy Víctor Manuel Balda, aficionado desde mi juventud a este oficio de escribir y que poco a poco se ha ido acrecentando con el paso de los años. Lo supe desde el momento en que dejar de hacerlo me producía desasosiego y una cierta angustia. Por eso escribo, para calmar la sed que llevo dentro.       
     Debo admitir que la foto de portada no es en absoluto casual. Es mi pequeño homenaje a la biblioteca de mi barrio, que nos da la bienvenida a cuantos nos acercamos a ese espacio íntimo de encuentro con las letras y el saber. Detrás de la persona que escribe hay siempre un lector insatisfecho, porque lectura y escritura son las dos caras de una misma moneda.  Tratar de encontrar la frase exacta, el tempo adecuado, el ritmo de la narración, es el empeño y la tarea que me lleva a presentar este blog, en el que pretendo reflejar mi particular mirada del mundo que me rodea. Una realidad que me condiciona porque formo parte de ella y que me exige al mismo tiempo un esfuerzo para poder distinguir, como diría el poeta, las voces de los ecos.
     A veces siento terror ante la hoja en blanco (o el Word), y me asaltan dudas acerca de la utilidad de lo que escribo. Pero un impulso natural me lleva a seguir haciéndolo, siempre confiado en que algún curioso indague en mis historias. Precisamente estas líneas van dirigidas hacia esas personas que buscan ser sorprendidas por alguien no perteneciente  al selecto club de los llamados autores “consagrados”.
     Os invito a acompañarme en este viaje en el que irán apareciendo algún reportaje, relatos cortos, crónicas, un pequeño ensayo, y por supuesto retazos de vida en los que ficción y realidad se funden sin poder discernir con claridad lo uno de lo otro.
     Este espacio pretende ser también un lugar de encuentro para exponer o sugerir otras lecturas que nos hayan llamado la atención.
      Cuento de antemano con vuestra colaboración.