miércoles, 30 de octubre de 2019

Aquellos maravillosos años

    Conocí a Gonzalo en la Complutense cuando cursábamos periodismo en nuestro primer año de carrera, que casualmente coincidió con la muerte de Franco. La universidad era entonces un hervidero de proclamas políticas donde no cabían las posiciones intermedias, que era justo la que yo defendía. Teníamos dieciocho años y un nuevo país por hacer. Gonzalo era un líder que se manejaba en las asambleas con soltura, siempre dispuesto para la acción y con un entusiasmo capaz de arrastrar a los indecisos hacia las posiciones que él defendía. Aquel ambiente tan crispado no iba con mi forma de ser ni tampoco con mi temperamento. A decir verdad yo iba a clase más que nada por Andrea, cuya silueta no dejaba de mirar a todas horas. Me gustaban sus ojos azules y sus labios sensuales, pero sobre todo la naturalidad con la que se desenvolvía, nada que ver con  la afectación de otras chicas que hacían por dejarse ver y llamar la atención. A pesar de que continuamente estaba en mi pensamiento, tan sólo un par de veces logré hablar con ella cuando le presté los apuntes que me pidió por haber faltado a clase.

    Yo envidiaba en secreto a Gonzalo porque le veía hablar mucho con ella. Además, en las asambleas defendían siempre las mismas posiciones y planteamientos, que en resumen venían a decir que la vanguardia estudiantil debía estar mano con mano con el movimiento obrero. Por aquel entonces se convocó una manifestación a favor de la legalización del Partido Comunista y de la amnistía para los presos políticos. Toda la Facultad estaba llena de carteles llamando a la movilización.
     Un día al terminar la clase, Andrea se me acercó muy sonriente. Pensé que de nuevo me pediría los apuntes.
    —Vendrás a la manifestación  ¿no?
    —Claro, no faltaré —fue mi cobarde respuesta.

     El día señalado, exactamente dos meses después de la muerte de Franco,  me situé en medio del gentío en la Plaza de la Independencia pensando con ingenuidad que allí estaría más arropado en caso de problemas. Eran las ocho de una fría tarde de enero y la primera vez que yo acudía a una manifestación. Estiré el cuello y vi a Gonzalo junto a la pancarta y a su lado, como siempre, a Andrea que esta vez llevaba al cuello un pañuelo palestino. No habíamos recorrido ni cincuenta metros cuando una barrera de policías antidisturbios con los cascos y las armas en la mano nos bloquearon el paso. La visión de aquellos tíos tan grandes me produjo flojera en las piernas y me pregunté qué hacía yo en aquel lugar cuando ni siquiera Andrea se había percatado de mi presencia. A los pocos minutos empezaron a llover los botes de humo. Me quedé paralizado sin saber qué hacer. Un policía vino hacia mí y me golpeó con la porra en el muslo al tiempo que me insultaba. Reaccioné como pude y seguí a un numeroso grupo que se adentraba en el Retiro. Un helicóptero de la policía sobrevolaba la zona enfocando con un potente reflector  a aquel ejército en desbandada. Aquello me parecía de película pero era real y yo iba cagado de miedo. No tenía un plan concreto, tan sólo trataba de escapar de aquel lugar como fuera, pero en mi camino se cruzó un tipo con un bate de béisbol. Es lo último que recuerdo.

     Desperté, abrí los ojos y vi los rayos de  luz que se filtraban por la ventana. La cabeza me dolía terriblemente y mientras intentaba adivinar en qué lugar me encontraba noté que alguien apretaba mi mano. Giré la vista y vi a Andrea sentada en una silla al  lado de la cama sujetando mi mano entre las suyas. Tuve que mirar de nuevo porque no sabía si estaba soñando o era real.
      —¿Qué pasó? —le pregunté con voz débil. Ignoraba el tiempo que llevaba allí.
 Sus ojos expresaban una mezcla de ternura y alivio en el momento en que le hice la pregunta.
      —Te golpearon en la cabeza—respondió sin soltar mi mano.
      —¿Y Gonzalo? 
      Vi dibujado en su cara un gesto de clara decepción.
     —Menudo valiente. Huyó en cuanto apareció la policía. Decía que  en la lucha revolucionaria los cuadros dirigentes debían tomar precauciones para no correr riesgos inútiles.
     Andrea se puso de pie. Llevaba el pelo suelto y algo de maquillaje. Me hubiera gustado decirle que estaba más guapa que nunca pero no me atreví. Se agachó, me acarició suavemente la cabeza y me besó con dulzura en los labios. 
      Tan solo en ese momento comprendí que todos mis sufrimientos habían merecido la pena.

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