Admito que el título pueda parecer algo confuso y que lleva a engaño. No, no me estoy refiriendo a gente principal cuyo nombre va precedido por un tratamiento como se hacía antiguamente. Hablo de personas que poseen un talento especial para las cosas. Suele ser algo innato, viene de serie, y los afortunados se puede decir que nacen con un pan debajo del brazo, pues lo que para el resto de los mortales supone un esfuerzo considerable, para ellos apenas significa un mero entretenimiento. Los hay en todos los campos y disciplinas aunque los casos más conocidos son los referidos al ajedrez, a las matemáticas, a la música o a los idiomas.
Otros teóricos opinan en cambio que el talento no es algo con el que nacemos sino que se adquiere tras un esfuerzo y una adecuada metodología. Sea como fuere y soslayando el debate en torno a esta cuestión, está claro que admiramos a esas personas por su capacidad intuitiva a la vez que por la facilidad para hacer aparentemente fácil lo difícil.
Mi padre era un gran dibujante y tenía una rara habilidad para plasmar sobre el papel escenas de la vida cotidiana, retratos, caricaturas o también temas taurinos, su gran afición. Sus dibujos no partían de la imitación o de la copia sino de su propia imaginación, no faltando el dominio de recursos como la perspectiva, el contorno, las sombras, etc. A su afición por el dibujo habría que añadir también sus trabajos como rotulista y algún que otro cartel promocionando cualquier evento. Nunca tuvo la oportunidad de asistir a ninguna escuela de Artes y Oficios, entre otras cosas porque con quince años tuvo que ponerse a trabajar, pero esa carencia la suplía con ese don y ese talento y habilidad que comentaba al principio. Jamás dio importancia a lo que hacía, considerándolo un mero pasatiempo sin más, regalando la mayoría de las veces sus trabajos a amigos y conocidos. Por eso no es de extrañar que la mayor parte de dibujos y caricaturas desaparecieran en alguno de los traslados y cambios de domicilio. Tan solo unos pocos se han podido recuperar y salvar del olvido.
Hoy traigo aquí uno de ellos en el que se aprecia el estilo personal, la ironía y el fino humor que le caracterizaba. La composición que hace me parece algo genial. El aizkolari (intuyo que a consecuencia de la media botella que se ha ventilado), se dispone a romper la cuba de vino ante la sorpresa de la pareja de extranjeros atentos a inmortalizar con su cámara el momento, mientras el aldeano mira de reojo las piernas de la rubia minifaldera. Ese dibujo es un reflejo bastante fiel de la época; eran los primeros turistas, admirábamos su libertad, era fácil identificarlos por su indumentaria y seguramente nosotros les resultábamos exóticos y primitivos. Calculo que ese dibujo lo hizo a mediados de los años sesenta y lo guardo como si fuera un tesoro. Hoy, sus dibujos y retratos hubieran dado para una exposición a la vez que para entender un tiempo y una época. Preservar lo que fuimos es la forma de no caer en el olvido.
Sí, mi padre tenía ese don. Cada vez que veo en las zonas turísticas a alguien sentado frente a un caballete haciendo un dibujo o una caricatura, no puedo por menos que acordarme de él. Por cierto, no lo he dicho. Se llamaba Víctor Balda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario