Es viernes al mediodía de una mañana soleada. Acabo de salir de los Juzgados de la Plaza de Castilla y deambulo por la Castellana observando el trajín de la gente. Todo el mundo parece tener prisa y me pregunto por qué la gran ciudad genera ese estado de excitación y ansiedad que te acaba contagiando y al final acabas reproduciendo sin entender muy bien el motivo. Poco después paso junto a un hombre de aspecto desaliñado que me pregunta con gestos si puedo darle tabaco. Me acerco y saco el paquete ofreciéndole un par de cigarrillos. En el suelo, junto a la pared, hay unos cartones y mantas como improvisado refugio y al lado, una botella de leche, cajas de galletas y latas de conserva. Le calculo unos cincuenta años, lleva barba de varios días y pelo enmarañado.
—Gracias —murmulla mientras coge los cigarrillos entre sus dedos sucios. Estoy a punto de seguir mi camino pero me pica la curiosidad.
—¿Llevas mucho tiempo en la calle?
El tipo me mira con recelo. Nadie acostumbra a preguntar esas cosas a un vagabundo.
—Siete meses. Desde que salí de la cárcel—me responde con una dura mirada. De repente siento un miedo extraño. Casi me arrepiento de haber entablado conversación con él.
—Por traficar —añade como adivinando mi interés por conocer el motivo.
Respiro aliviado al no haber sido condenado por asesinato, pederastia o violación. Dentro de los delitos del código penal, el suyo lo tipifico como de los menos graves. Yo esperaba que a continuación me dijera el socorrido “mi abogado la cagó” o alguna de las clásicas frases que el cine repite.
—Me quedé en el paro y vi la oportunidad de ganar un dinero.
Es la primera vez que estoy junto a un vagabundo. Es más, la mayoría de las veces suelo rehuir sus miradas cada vez que paso cerca de alguno, prefiero hacer como si no existen porque esas miradas siempre me incomodan. Acto seguido da una larga calada al cigarro y se sienta en el bordillo sin dejar de mirar mis zapatos de marca y el traje que llevo. Luego me siento junto a él mientras consulto el reloj. Todavía falta media hora para la cita con mi cliente en el Banco donde trabajo.
—¿Me puedes dejar algo? Es que me da vergüenza pedir –me dice volviéndose hacia mí.
Saco mi cartera y le entrego un billete de veinte euros. Me quedo allí sentado varios minutos en silencio. Los dos venimos de mundos diferentes pero el azar por un instante nos ha reservado un lugar común en este rellano donde tiene su pequeño habitáculo quién sabe hasta cuándo.
Algunos transeúntes nos miran sin entender qué pinto yo junto al vagabundo. En realidad a mí tampoco me importa demasiado desde que el Juez dictaminó que tras el proceso de divorcio los hijos se quedaran con mi ex.
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