viernes, 20 de junio de 2025

La profesora de música

 

     Otto Bormann tenía diecinueve años cuando se enroló en la red de Ferrocarriles estatales de Alemania donde trabajó desde 1941 hasta 1943, año en que fue abatido por las Waffen-SS tras una operación especial de asalto a un tren en marcha. Durante dos años fue ayudante de maquinista transportando prisioneros judíos desde diferentes puntos de Alemania y Francia hasta Auschwitz en los llamados trenes de la muerte. No le fue fácil acceder a ese oficio puesto que  todos los aspirantes a trabajar en los convoyes que trasladaban a prisioneros judíos a los diferentes campos debían pertenecer al partido nazi. En su caso hicieron una excepción porque el titular en su puesto cayó enfermo y lo que pensaron que era algo coyuntural se fue alargando casi hasta el final de la guerra.

     Muchos días al acabar la jornada, Otto se emborrachaba con el fin de olvidar el maltrato y las vejaciones que sufrían los prisioneros. Olvidar era la palabra, pero no era tarea fácil sustraerse a la brutalidad unida a la impotencia que veía a diario cuando paraba el tren al final de su viaje. El maquinista jefe, Klaus Schmidt, una vez llegados a su destino, procuraba no dejarle demasiado tiempo libre y rápidamente lo tenía ocupado en tareas de mantenimiento de la locomotora: comprobar los inyectores de aire, engrasar los cilindros, en invierno llenar los areneros, mirar los niveles de aceite, llenar el depósito de agua, etc. Sin duda, tenía órdenes expresas de tenerle muy vigilado.

     Una mañana, estando en tareas de mantenimiento lejos de la vista de su jefe, vio una cara conocida entre el numeroso grupo de prisioneros que bajaba de los vagones. Se trataba de Erika, la bella profesora de música que le había dado clases años atrás en Düsseldorf. Vivía sola, su familia había emigrado a EEUU y ella les prometió que se uniría a ellos en cuanto pudiera. Otto desconocía su origen judío, significarse esos años equivalía a una deportación segura, él tenía entonces quince años y nunca se atrevió a decirle que estaba enamorado de ella. La vio sola, desvalida, cerrando el grupo, camino de su triste final después de un viaje de más de mil kilómetros en condiciones penosas.

     Eran los últimos prisioneros y ya apenas quedaban guardias en el andén. Casi sin tiempo para pensar y aprovechando que su jefe no estaba presente, Otto accionó el silbato de la locomotora para atraer su atención. Ella le miró reconociéndole al instante.

     —Erika, sube. Rápido!!! —fue la orden al tiempo que accionaba la palanca de contravapor para dar marcha atrás.

      Dos soldados que custodiaban el convoy se dieron cuenta de la maniobra una vez que el tren se puso lentamente en marcha.

     Erika no lo dudó y corrió hacia la locomotora. Su suerte ya estaba echada de antemano. ¿Qué podía perder? Otto la ayudó a subir.

      Achtung!! Achtung!! A continuación se oyeron una lluvia de disparos producidos por los centinelas.

     —Es una locura—dijo ella—nos matarán.

     —Tu destino será el mío —le respondió Otto.

     Entonces Erika lo comprendió todo; Aquellas miradas, aquellos pequeños detalles para con ella. Ambos se abrazaron.

     El Jefe de estación más próximo ya estaba sobre aviso. A los pocos minutos una compañía de las SS ocupó la estación y  mandaron el tren a una vía muerta para hacerlo descarrilar. Los guardias se encargarían de que no hubiera supervivientes. Las órdenes que venían de arriba eran tajantes: no debía haber testigos que explicaran las actividades dentro del campo, ni tampoco el destino final de los prisioneros.

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