En la planta de
oncología del hospital Gregorio Marañón se halla el paciente Miguel Arazuri, el
cual se encuentra en tratamiento por un tumor en el colon. Tiene sesenta y cuatro
años, no es ni muy mayor ni tampoco joven. Una edad en la que uno piensa que
todavía le quedan bastantes años de vida, tiene planes para su próxima
jubilación pero la enfermedad nunca pregunta, simplemente aparece y punto.
Lleva varias semanas ingresado y está esperando el dictamen final de los
médicos y, aunque él es una persona optimista también se está preparando para
lo peor. Observa con atención a otros pacientes que se encuentran en la misma o
en parecidas circunstancias: cómo afrontan la enfermedad, las visitas que
reciben, cuál es el reflejo de sus caras. Piensa que hay una verdad evidente y
es que nunca estamos preparados para el viaje final que nos espera, porque la
muerte es una palabra que nadie queremos oír. Para referirnos a ella preferimos
utilizar eufemismos que resultan menos traumáticos como por ejemplo “fulanito
nos ha dejado” o bien “menganito se ha ido para un largo viaje”.
Por la planta del
hospital aparecen de vez en cuando gente ajena al servicio médico y personal de
enfermería o de limpieza. Se trata de personas voluntarias que ofrecen de
manera solidaria interpretación, canto, etc. dirigido a pacientes que se
encuentran hospitalizados. A veces también reciben la visita de algún
deportista famoso que charla un rato con los enfermos, firma camisetas o se
fotografía con ellos. Hoy lunes han recibido la visita de dos chicas jóvenes. Están
en una gran sala, en medio de la curiosidad y rodeadas de enfermos, médicos y
personal de enfermería, una ha colocado su teclado y la otra afina el violoncello.
Poco antes de dar comienzo, la pianista, Lucía, ha presentado a su compañera
Olga Kutnesova. Dice que pertenecen a la asociación Música en Vena,
una organización sin ánimo de lucro formada por músicos voluntarios, que
están allí para hacer olvidar por unos momentos el desconsuelo y la tristeza de
quienes sufren enfermedades. Asegura que la fuerza de la música consiste en
unir a las personas por encima de cualquier condición en un sentimiento de
humanidad que engloba a todos. Sus palabras son recibidas con aplausos por
parte de los enfermos y personal médico que se hallan presentes. Luego, y por
espacio de media hora interpretan sonatas de Bach, Brahms, Debussy, Chopin,
Mozart… Junto a los enfermos hay también familiares que les acompañan, muchos
de los cuales apenas pueden dominar sus emociones.
Para las
intérpretes es un momento muy especial porque es la primera vez que actúan en
un hospital y sienten esa comunión con el paciente que les escucha con respeto
y atención. El concierto acaba con una salva de aplausos por parte de los
asistentes. Luego se paran a hablar con los enfermos, se preocupan por su salud
y se fotografían con ellos. Cuando se acercan a Miguel éste les pregunta qué
obra han interpretado en último lugar. Olga le responde que la Serenata de
Schubert.
—Podríais tocarla
de nuevo?
—Por supuesto que
sí.
Cuando suenan los
primeros compases del violoncello, Miguel siente que es una música triste pero
al mismo tiempo de una gran belleza; piensa que tal vez el compositor se
inspiró en un momento parecido a éste o después de padecer un tiempo de
depresión. Hay un punto de melancolía en toda la obra. Luego siente que la
música fluye hasta elevarse casi hasta el cielo. Han sido apenas cinco minutos
pero Miguel se siente enormemente agradecido y cuando terminan besa las manos
de las intérpretes.
—¿Le ha gustado? —le
pregunta Olga.
—¿Qué si me ha
gustado? Pensé que eran dos ángeles las que tocaban —ha respondido visiblemente
emocionado.
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