La propuesta que le hicieron aquella tarde no le dejaba dormir. Jonathan Mendoza la repasaba una y otra vez sin decidir aún su respuesta, sin duda era una apuesta arriesgada pero necesitaba el dinero. Treinta mil euros era una cantidad lo suficientemente atractiva como para dejarla escapar. El encargo: matar y deshacerse del cadáver de alguien a quien no conocía. El objetivo era un conocido disidente marroquí acusado de haber intentado asesinar a Mohamed VI. Los servicios secretos marroquíes no se atrevían a ejecutarlo ellos mismos debido al conflicto diplomático que se podría desatar con España. La ventaja de recurrir a Jonathan radicaba en que como narcotraficante y atracador era uno más de los delincuentes que operaban en el país. Había pasado cuatro años en la cárcel por el último atraco a un banco. El escaso botín no fue obstáculo para que el implacable juez los condenara por herida de bala a uno de los rehenes a causa de la torpeza de su compinche. El juez les dijo que ese tiempo en la sombra les ayudarían a reflexionar. Y lo hizo. Se juró no volver más a pisar la cárcel. Sentía rabia por todos los días que había permanecido encerrado. La cárcel nunca redimía, los hacía a todos peores.
Antes de frecuentar las malas compañías había trabajado en la construcción, manejaba la retroexcavadora y su retribución no era mala, pero nada se podía comparar con el dinero que le proporcionaría formar parte de una red bien implantada en la capital.
Jonathan no era el expresidiario al uso de mirada torva y huidiza enseñando tatuajes. Vivía en Usera, un barrio de calles estrechas donde los bazares y restaurantes chinos formaban parte del paisaje urbano. El los despreciaba a todos alegando que de unos años a esta parte habían invadido su barrio de toda la vida. Bajo su aparente frialdad se escondía un carácter duro cuya única debilidad era ver a su madre con la salud quebradiza. Su padre había desaparecido al poco de nacer y ella tuvo que hacerse cargo de él y de sus cuatro hermanos limpiando suelos y demás trabajos ocasionales que se le presentaran. Ahora la artrosis no la dejaba descansar y requería los cuidados de alguien con carácter casi permanente.
Tumbado en la cama daba vueltas una y otra vez al encargo. Él no era un asesino. Matar a alguien sin un motivo personal era algo que le repugnaba. Estaba preparado para cualquier cosa, pero esa era una frontera que le costaba cruzar. Al día siguiente contactó con Vasile, un ex militar búlgaro o macedonio que había conocido en la cárcel. Un tipo sin escrúpulos capaz de cualquier cosa. Acordaron en un paraje solitario sin cámaras de vigilancia ni testigos que Vasile lo mataría y él lo haría desaparecer. La respuesta de Vasile fue de manual de mercenario; antes de aceptar un encargo siempre acostumbraba a preguntar dónde, cuándo y sobre todo, cuánto. Recibió una fotografía y la dirección. El botín se repartiría a medias.
La víspera de la fecha fijada para la operación la televisión dio la noticia. Un ciudadano marroquí de cincuenta años se había arrojado desde el séptimo piso de su domicilio falleciendo en el acto. La foto no dejaba lugar a dudas. Jonathan quedó abatido al saber la noticia. Alguien se había ahorrado treinta mil euros.
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