domingo, 25 de octubre de 2020

Miedos infantiles

 

     Nos piden en el Taller de Escritura Creativa al que asisto,  que escribamos  algún relato de miedo  que hayamos vivido durante la infancia. Parto de la evidencia de que  contarlo no es lo mismo que vivirlo. Hoy estos episodios darían risa, pero situándonos en el tiempo y las circunstancias en que los viví, puedo asegurar que no me parecieron ninguna broma. Dos son los sucesos que me marcaron y que ahora quiero referir.

     Cuando yo tenía tres años mis padres me llevaron de paseo una tarde de domingo de primavera. Durante el recorrido pasamos por la estación de ferrocarril. Observar el trasiego de gente siempre era un buen motivo de distracción en un tiempo en el que las opciones de ocio, sobre todo en un entorno rural, eran más bien escasas. En el momento en  que llegamos, la megafonía anunció la llegada de un tren expreso. Conforme se acercaba aquella máquina que rugía, mis temores se fueron acrecentando. Minutos más tarde el tren se detuvo en la estación. Ver el humo, las chispas que salían de la panza de la locomotora de vapor  y los resoplidos de ésta me produjeron un espanto que todavía hoy recuerdo. Apreté a correr para escapar de aquella visión y cuando mi padre me alcanzó me tomó en brazos tratando de tranquilizarme. Miré al maquinista y al fogonero. Llevaban un pañuelo en la cabeza y tenían la cara tiznada de carbón, lo cual aumentaba mi temor y por supuesto, también mi berrinche . Mi padre me dijo: "Llámales cara sucia".

     —Cara sucia.

     —Así no. Más fuerte.

     —!!Cara suciaaa!! —grité sin poder contener las lágrimas agarrado fuertemente a su cuello. En esos momentos el largo pitido de la locomotora anunciando la salida atronó la estación y a mí casi me dejó sin aliento. Recuerdo que empecé a patalear obligando a mis padres a salir de allí.

     Hace unos meses, por motivos de trabajo, tuve que volver a esa localidad y me acerqué un momento a la estación. Hacía muchos años que llevaba abandonada  y los raíles estaban levantados. El  silencio era lo único que se escuchaba, pero los ecos de aquel episodio de la infancia volvieron de nuevo a mi mente. En uno de los huecos de la pared un enjambre de avispas se había adueñado del lugar.

     El segundo episodio lo viví durante mi etapa de internado en un colegio religioso. Yo entonces tenía diez  u once años. Durante los tres días de ejercicios espirituales, el silencio y el recogimiento eran normas de absoluto cumplimiento. El predicador solía ser una persona avezada y experta en influenciar al auditorio. Aquel día tocaba el tema del pecado y del infierno. La historia es la siguiente: Dos chicos adolescentes aprovecharon el domingo para ir al baile (una actividad un tanto pecaminosa por aquel entonces). Ya de madrugada, agotados, volvieron a sus casas. Uno de ellos, aunque muy cansado, rezó sus oraciones rápidamente y acto seguido se acostó. El otro se acostó directamente. Al amanecer, éste apareció muerto en su cama (a todo esto imaginad el énfasis, los silencios y la teatralidad del predicador mientras lo contaba, y nuestros demudados rostros escuchándole). Pues bien, al día siguiente mientras se desarrollaba el funeral de cuerpo presente en una iglesia afligida  por el temor, en mitad de la ceremonia el féretro se abrió con estrépito ante el espanto de todos e incorporándose el muerto y con voz de ultratumba se le oyó: "No recéis por mí, ya estoy condenado". 

     Más que una historia de miedo, aquello lo viví como terror psicológico que me costó un tiempo superar. Eran los años del nacionalcatolicismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario