A pesar de que ya llevaba varios años en España, Rachid seguía teniendo muy presente su condición de extranjero. Lo notaba en los gestos y en las miradas cuando iba en el Metro, en las conversaciones de los vecinos y en los comentarios del mercado de frutas donde trabajaba. La mayoría de la gente era amable con él, se sabía aceptado, pero algo le recordaba que era diferente; el lugar de procedencia y el color de su piel eran sospechosos allá donde fuera.
Aunque educado en la fe musulmana en una familia muy tradicional, Rachid hacía tiempo que casi había abandonado la práctica religiosa, en parte escandalizado por tanto horror cometido en nombre de Alá en varias ciudades europeas. Ahora su única preocupación era enviar dinero todos los meses para ayudar a sostener a sus padres y cinco hermanos en Marruecos.
En una fiesta celebrada en Lavapiés para conmemorar el fin del Ramadán conoció a Olivia, profesora de Literatura en un colegio público de Vallecas. La conversación rápidamente giró en torno a ciudades como Xauen, Fez y Marraqueh que ambos conocían y de lo cerca y a la vez tan lejos que se encontraban sus respectivos países. Rachid era bastante occidental en su estilo de vida para ser marroquí y Olivia demasiado libre de prejuicios para ser española. Los dos simpatizaron casi desde el principio; a Olivia le atrajo la alegría natural y las constantes bromas de Rachid y a éste la melena rubia y el movimiento de caderas de ella.
—¿Volverás a tu país? —le preguntó una tarde Olivia sentados en la terraza de un bar.
—Sí. Aquí a cada paso me recuerdan que soy extranjero. Estoy ahorrando para construir una casita y montar un negocio. Me gustaría que vinieras conmigo. Allí podrías dar clases de español.
Sus constantes encuentros fueron afianzando una relación cada vez más estrecha. Ella ya intuía que esa invitación tarde o temprano tendría que llegar. Veía en él un corazón sincero, todavía no contaminado por el resentimiento hacia una Europa que le cerraba las puertas.
—Me lo pensaré —dijo Olivia con una sonrisa.
—¿En serio? —respondió Rachid loco de contento sin acabar de creérselo.
Rachid se mostraba convencido de que esta vez no habría barreras ni fronteras y que al fin había encontrado a una persona libre de prejuicios que no miraba el color de su piel ni el país de procedencia. Tomó una mano de Olivia entre las suyas.
—Pero con dos condiciones —le advirtió Olivia.
—¿Cuáles? —preguntó expectante.
—Ni matrimonio, ni niños.
A Rachid le cambió el semblante cuando escuchó estas palabras.
—Pero... ¿Por qué? —dijo con voz lastimera.
—Quiero seguir siendo libre. Tengo veintiséis años y de momento no me planteo tener hijos.
Él sabía que sus padres nunca aceptarían ese sometimiento. ¡Una infiel y encima con exigencias! Pronto cumpliría los treinta en un país donde a esa edad muchos ya tenían familia numerosa. Lentamente retiró su mano de la de ella. Demasiadas barreras —pensó. Esta vez no eran físicas sino culturales.
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