Hay una pesadilla que se repite de manera recurrente en mis sueños. Un asteroide de gran tamaño impacta de manera brutal contra la Tierra, a consecuencia del cual ésta se desvía de su órbita para adentrarse por el espacio interestelar siguiendo un rumbo errático. La luz solar se va haciendo cada vez más débil, las estaciones desaparecen, la comunidad científica es incapaz de ofrecer una respuesta que calme a los ciudadanos y la incertidumbre y el pánico se adueñan de la población. Comienzan los asaltos a supermercados y el pillaje, ya no hay ley que ampare a nadie. En el ánimo de todos está el fin que se acerca. Escucho voces y golpes en la puerta de gente que pretende entrar en mi casa mientras trato de buscar con desesperación el rifle que no tengo. En ese momento me despierto y tranquilizo. Luego, ya más aliviado, me levanto y voy a la cocina a beber un vaso de agua. Son las tres y media de la madrugada. Vuelvo a la cama pero no consigo conciliar el sueño. Doy vueltas y al final opto por levantarme y coger de la estantería el libro que dejé ayer casi a punto de terminar faltando una docena de páginas porque el sueño me vencía.
Me siento frente a la mesa de mi habitación y comienzo a leer. El guion da un giro inesperado que me atrapa y la trama se complica en medio del suspense y la intriga. Paso las hojas con creciente interés, el libro es un tocho de mil quinientas páginas pero lo he devorado en apenas diez días. Cuando paso la siguiente página observo con incredulidad que está en blanco, así todas hasta el final. En un primer momento pienso que es debido a un error en el proceso de impresión pero me alarmo al comprobar que todas las páginas del libro están ahora en blanco. Me levanto para dejar el libro en la estantería y tropiezo con algo que hay en el suelo. Son todas las frases y palabras del libro que se han desprendido y ahora cubren el suelo y se van amontonando encima de sillas y también de la cama. Cojo otros libros de la estantería y todos están en blanco. El montón de palabras no deja de crecer, ya me llega por las rodillas y tengo dificultades para moverme. Con mucho esfuerzo consigo llegar a la puerta y trato de abrirla. Es inútil, apenas consigo abrir unos milímetros. Jamás pensé que las palabras pesaran tanto. En mi candidez imaginaba que serían algo parecido a la nieve cuando cae; algo en apariencia tan liviano que apenas se nota pero que sin embargo cuando se acumula es capaz de romper las ramas de los árboles y hundir tejados bajo su peso.
Miro a mi alrededor. Ahí se amontonan de cualquier manera y en completo desorden verbos, preposiciones, adverbios, conjunciones, oraciones subordinadas, adjetivos, pronombres. Mi situación empieza a ser desesperada; el montón de palabras me llega ya a los hombros y no veo la manera de hallar una solución a mi problema. Ahora comprendo que las palabras —tanto habladas como escritas— nunca son inocuas; son capaces de expresar la belleza y los mejores sentimientos pero también pueden llegar a herir e incluso matar. Nunca hubiera pensado que la vida me depararía un final así. Aparentemente las palabras bailan en el aire cuando las pronuncias, al igual que las notas musicales. Pero eso es en apariencia, porque siempre llevan una carga emocional que las acompaña. Algo se me mete en el oído y me molesta: es una vocal que se ha desprendido de su palabra. La angustia me atenaza y me falta el aire. Ya apenas puedo respirar bajo el peso de centenares de miles de palabras que casi cubren toda la habitación, pero en un último esfuerzo garabateo con el dedo en el cristal empañado de la ventana un S.O.S. que espero sea mi salvación.
En ese momento abrí los ojos debido a la desagradable sensación de frío que me embargaba. Me había quedado dormido sentado frente al libro que acababa de leer de Stephen King.
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