viernes, 1 de mayo de 2020

El primer amor


      La plaza del pueblo había sufrido bastantes cambios respecto a lo que Agustín Loarre recordaba de su primera juventud. Era normal, habían transcurrido casi sesenta años, toda una vida, y sin embargo los recuerdos estaban todavía ahí, vívidos en su memoria. El antiguo Spar era ahora una sucursal bancaria, el abrevadero ya no ocupaba el centro de la plaza y en su lugar lucía  un flamante kiosko de música con árboles a su alrededor. Lo que más le llamó la atención fue la fila de chalés adosados a la entrada del pueblo, la gran cantidad de coches,  y las cuatro relucientes banderas que ondeaban en el balcón del ayuntamiento: la local, la de la comunidad autónoma, la española y la de la Unión Europea.
       Tras aparcar junto a la casa rural donde se hospedaría, hizo un recorrido a pie por las calles, ahora todas asfaltadas. Las fachadas de las casas en nada se parecían a las de antaño. Muchas habían sido reformadas con materiales de mejor calidad y apenas se veían ya las de adobe que él recordaba en su infancia. Las puertas y el enrejado de los balcones igualmente habían sufrido una gran transformación como dando paso a la  modernidad de los nuevos tiempos. Consultó su reloj, eran las siete de la tarde y quería aprovechar todavía las horas de luz. Siguió andando hasta su antigua casa en un cruce de calles  pero se llevó una gran decepción. Había sido derribada y ahora el solar lo ocupaba un moderno edificio de dos plantas. Tampoco estaba ya la fuente de un caño que él recordaba cerca de su casa, donde solía jugar con sus amigos a ver quién lanzaba el agua más lejos tapando el caño con la mano. 
        Después se dirigió a la Iglesia. Apenas una decena de personas, la mayoría mujeres, asistían a misa. Se sentó en uno de los últimos bancos. El cura era de tez morena y acento sudamericano, pero él no prestaba atención a lo que decía, tan sólo recordaba las muchas veces que había estado allí; las misas en latín, el sermón desde el púlpito, el humo de las velas, los hombres y mujeres en bancos separados, el cura oficiando de espaldas al público. No se dio cuenta de que la misa había terminado hasta que sintió las miradas de las mujeres que salían. Se levantó y fue a la sacristía.
        —Buenas tardes padre —dijo en voz baja para no asustarle.
        El cura se dio la vuelta y le miró con la desconfianza que produce un extraño.
       —Hola. ¿Puedo ayudarle en algo?
       —Mi nombre es Agustín Loarre. Yo nací en este pueblo y viví aquí mi infancia hasta los doce años. Luego a mi padre lo trasladaron. Fui monaguillo en esta parroquia y he estado recordando esos años que ahora me parecen de otra vida.
       El cura terminó de quitarse el ropaje del ceremonial. Su aspecto no se diferenciaba mucho de cualquiera que pasara por la calle. Lucía una barba bien cuidada, pantalones vaqueros y un polo de imitación, de esos que venden en los mercadillos por diez euros. Le calculó unos cuarenta años.
       —Sí, han cambiado mucho las cosas. Para empezar, ya no hay monaguillos ni apenas feligreses. Es una dura prueba pero estamos en uno de esos ciclos de la Historia. Tal vez la Iglesia no ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos, sin embargo la gente sigue buscando respuestas.
       —¿Respuestas a qué? —preguntó por curiosidad. 
       —Pues a su insatisfacción personal. Al permanente vacío en que se encuentra.
       Agustín no deseaba entrar en un debate filosófico ni moral. Contempló los muebles y armarios. En una de las paredes había varias fotografías enmarcadas. Se acercó a contemplarlas. 
       —Son los sacerdotes titulares de esta parroquia durante los últimos cincuenta años —le dijo el cura. 
       —No está el que yo conocí. Se llamaba Jerónimo Villanueva.
       —No me suena, pero si tiene tanto interés puedo consultar el libro de actas parroquiales.
       —No gracias. En realidad lo que me produce ilusión es volver a subir al campanario.
       El cura hizo un elocuente gesto con la cabeza indicando lo poco que le agradaba la petición.
       —No lo recomendamos. Hace años hubo desprendimientos y por motivos de seguridad se desaconseja la subida. Además hay algún tramo de escalera en no muy buen estado. Tan sólo los técnicos del Patronato de Monumentos son los que suben  cada cierto tiempo para evaluar el estado de la torre.
       Agustín no se daba por vencido.
      —Se lo pido como un favor personal. He soñado muchas veces con este momento.
      El cura pareció valorar por un instante la situación y acto seguido le indicó que le acompañara.
      —Tenga cuidado, no quisiera que por mi culpa sufriera un accidente. Y no se demore demasiado, me esperan dentro de quince minutos.
      Agustín empezó a subir los escalones de la torre. Al principio, tal vez guiado por el nerviosismo y las prisas, lo hizo con demasiada alegría para su edad. Algunas zonas planteaban problemas en el firme de la escalera, lo cual le llevó a actuar con precaución y cuando llegó al final sintió que el pulso se le había acelerado, teniendo que parar para tomar aire. El lugar era más pequeño de lo que recordaba. Contempló las tres campanas que tantas veces había tocado y las magníficas vistas del pueblo que desde allí disfrutaba. Permaneció así durante varios minutos absorto en sus pensamientos y también descansando para que su corazón se recuperara del esfuerzo. Pero él no había subido allí solo para eso. Comenzó a buscar a su alrededor algo que tenía grabado en su memoria; no recordaba el sitio exacto pero estaba convencido de que aquel era el lugar donde había grabado su nombre. Ya casi había desistido, cuando en una de las esquinas vio escrito en letras mayúsculas, Azucena. La marca estaba hecha sobre ladrillo, seguramente con un clavo  o un objeto punzante. Repasó con el dedo la silueta de las letras en un ejercicio de nostalgia que no pudo reprimir. Recordaba vagamente a aquella chiquilla morena de grandes ojos verdes que iba con él a la escuela como su primer gran amor. Allí se separaban porque chicos y chicas iban a diferentes clases. A la salida la esperaba para volver juntos a sus casas, pero todo terminó el día que tuvo que abandonar el pueblo porque trasladaron a su padre y ya nunca se volvieron a ver. 
      Echó una última mirada a su alrededor, el pueblo se había extendido y ocupaba una mayor superficie. La silueta del castillo —visiblemente reformado—, se alzaba de manera majestuosa en lo alto de un promontorio y competía con el campanario de la iglesia por ver quién dominaba sobre quién. La zona de las huertas ahora la ocupaba el polígono industrial, la gente trabajaba en el sector servicios y el campo ya apenas empleaba a nadie.
      A pesar del esfuerzo realizado estaba satisfecho porque esa visita le había permitido reencontrarse con su pasado, un pasado feliz en la edad de la inocencia cuando uno todavía creía que todas las cosas eran posibles. Empezó a bajar las escaleras con mucha precaución. Ya casi al final  le comenzaron a doler las rodillas pero hizo un último esfuerzo  con el fin de que el cura no fuera testigo de sus problemas físicos.
      —¿Qué ha experimentado? —le preguntó nada más verle bajar.
      —Por un momento me sentí rejuvenecer —y luego añadió—. Disculpe si le he molestado.
      —No, al contrario. Confieso que es la primera vez que recibo la visita de alguien con tanto interés por subir al campanario.
      A continuación Agustín le preguntó dónde vivía Azucena, una amiga suya de la infancia. El cura le indicó la dirección y luego se despidieron. Había planeado el viaje para reencontrarse con su pasado y también con la intención de saber de ella. A menudo se preguntaba qué habría sido de su vida. La imaginaba casada, con hijos, tal vez abuela. Durante el trayecto sintió cómo a cada paso se le aceleraba el corazón. Pensaba que en la vida siempre hay momentos especiales y presintió que éste sería uno de ellos. Sus pasos le llevaron a la puerta de una casa de dos plantas con balcones adornados de geranios. Cuando estaba a punto de llamar al timbre  a última hora se arrepintió. Es posible que también ella sufriera de achaques o los males propios de la edad y que la decepción fuera mutua. Recordó que la magia de lo fugaz es lo que  verdaderamente perdura en los recuerdos de  una vida. Mejor así,  posiblemente ya se hubiera olvidado de él, y en ese caso se sintiera más ridículo todavía. 
      Mientras se alejaba prefirió recordar su imagen camino de la escuela con sus trenzas y aquellos bonitos ojos verdes y vivarachos, los mismos que le llevaron a escribir su nombre en la torre del campanario. 

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