miércoles, 10 de junio de 2020

Sin noticias del pasado

     Hoy toca comida familiar en casa de los Rodríguez. La excusa es el cumpleaños del abuelo Juan y por ese motivo han reunido a sus hijas, yernos y a Luis, el nieto de ocho años. La prodigiosa memoria que disfrutaba Juan hasta hace unos años ha ido desapareciendo y una espesa niebla se ha adueñado de su cerebro en los últimos tiempos. Apenas participa ya en las conversaciones porque la mayor parte del tiempo se encuentra sumido en el silencio en medio de un laberinto del que le resulta difícil salir. Tan sólo  en algunos períodos cortos de lucidez es capaz de seguir alguna conversación que no requiera demasiado desarrollo argumental.
     Su familia es consciente de su estado y procura dejarle solo con sus pensamientos mientras ellos pasan de un tema a otro durante la larga sobremesa. Dora, su mujer, observa con gesto impotente su mirada vacía, ajeno a las conversaciones que se suceden sobre la situación política, Cataluña y los diversos casos de corrupción. Luego ella y sus hijas se lamentan  de que después de toda una vida de trabajo no pueda disfrutar de su jubilación porque una enfermedad silenciosa ha hecho mella en él y ahora apenas es capaz de reconocer a quienes tiene a su lado. Para todos es una situación difícil, sobre todo para Dora que sabe con cuánta ilusión esperaba ese momento para dedicarse a su pasión favorita: las maquetas de barcos, que con tanto cariño y paciencia se entregaba a su construcción. Un majestuoso galeón español del S. XVII de más de un metro de largo está situado en un lugar preferencial del salón. A menudo lo contempla con indisimulado orgullo, invirtió más de tres años en construirlo pero sabe que el  esfuerzo mereció la pena. Para él es el objeto de más valor de la casa, hasta hubo un anticuario que estuvo dispuesto a comprarlo a buen precio, pero él siempre se negó diciendo que un padre nunca abandona ni se desentiende de sus hijos.
     Su nieto Luis se le queda mirando porque no comprende cuál es esa misteriosa enfermedad que le mantiene ajeno a lo que sucede a su alrededor y a día de hoy todavía nadie se lo  ha explicado suficientemente. El abuelo a veces le sonríe y le hace alguna carantoña pero hoy, después de soplar las velas varias veces y recibir los aplausos y los regalos de su familia parece que algo se ha reactivado en su cerebro. En un momento dado le hace gestos a su nieto para que se acerque.
      —Dime. ¿Tienes muchos amigos? 
      —Uff tengo mazo —le contesta su nieto de inmediato.
      — ¿Y eso son muchos o pocos?
      —Todos los de mi clase y los del equipo de fútbol. ¿Y tú tienes amigos?
      —Uno —le responde lacónicamente.
     La breve conversación se interrumpe porque Juan se ha desconectado de la realidad y su cerebro ha vuelto a ese estado de oscuridad en el que pasa la mayor parte del tiempo.
     Han pasado ya siete años desde entonces y Luis vuelve del cementerio junto a su madre  donde acaban de incinerar al abuelo.  En casa ambos luchan por disimular las lágrimas a pesar de que hacía ya mucho tiempo que dejaron de comunicarse con él, pero Luis siempre escondió una duda en su interior y ahora cree que es el momento de plantearla.
      —Mamá. ¿Quién era ese amigo del abuelo?
      La pregunta devuelve sin pretenderlo a la madre  a su infancia y a un periodo difícil en el que era mejor no preguntar según qué cosas porque ello abría  heridas que tardaban mucho tiempo en cicatrizar. Se sienta junto a él y por fin le cuenta lo que durante tantos años ha callado.
      —Tu abuelo ha muerto dos veces. Sí, has oído bien y me explico. Cuando era joven le acusaron del atraco a una joyería que él no había cometido. Fue a parar a la cárcel y allí conoció a un comunista, el cual le enseñó a leer y escribir. Le contó cómo era su vida en la clandestinidad, los malos tratos y torturas que había sufrido a causa de sus ideas. Quedó muy impresionado por su historia e hicieron una gran amistad. Al cabo de dos años se demostró su inocencia deteniendo la policía al verdadero culpable pero el daño ya se lo habían hecho. Rehízo su vida, se puso a trabajar y tres años después su amigo comunista alcanzó también la libertad. Cuando tu abuelo se casó invitó a su amigo a la  boda.  Le recuerdo viniendo a nuestra casa para visitar a mi padre. Juntos comentaban historias que habían vivido en prisión, una época triste pero que sirvió para unirlos y sobrellevar aquella experriencia tan amarga. 
    En su última visita, tu abuelo ya no le reconoció. Decía que quién era ese señor, que se fuera, que él no quería comprar nada. Esa fue la primera vez que murió. 

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