La comunidad donde yo vivo la conforman tres clases de personas: los que me caen mal (no saludan, fuman en lugares comunes, ponen la música alta y molestan), los que me son indiferentes o no he tenido ocasión de hablar con ellos (la mayoría), y por último, la gente a la que me une una cierta relación y con la que mantengo un trato cordial, hablamos del día a día y en ocasiones hasta surge una sincera amistad. Mi vecino Venancio, que vive en el mismo portal, pertenece a este último grupo.
Tiene ochenta y ocho años y desde que murió su mujer vive solo. Es un jubilado activo, colabora con una ONG y es frecuente verle charlar con alguien o sentado en un banco leyendo el periódico. Fue ingeniero de minas hasta que se jubiló a principios de los noventa, después de haber conocido muchos de los pozos del norte, principalmente en León y Asturias.
Un día coincidimos en la sala de espera del ambulatorio. Le pregunté si padecía alguna dolencia y me contestó que su única preocupación eran los años pero que por suerte gozaba de buena salud, sólo a veces la pierna le molestaba algo y le impedía hacer los paseos que acostumbraba antes. Me contó que una persona de Asuntos Sociales le visita tres días a la semana con el fin de atender un poco la casa y cubrirle sus necesidades básicas. También me dijo que su sobrina viene los domingos para llevarle a comer a su casa. Quiso saber cuál era mi oficio y le contesté que era profesor, que daba clase a chicos de la ESO en un instituto cerca de nuestro barrio.
Una tarde de principios de mayo a la vuelta del trabajo le vi en un banco y me senté junto a él. Estuvimos charlando de nuestras cosas en una animada conversación y luego le pregunté si estaría dispuesto a venir a mi clase para hablar a mis alumnos. A hablar de qué –me preguntó sorprendido. De cómo era la vida antes –le respondí sin vacilar. Frunció el ceño y me dijo que esas cosas del pasado ya no interesaban a nadie, que él no se encontraba preparado pero que en todo caso me lo agradecía de veras. Yo le insistí diciéndole que tal vez eso fuera bueno para mis alumnos, pero no logré convencerle. A los pocos días volví a verle y me dijo si podía acompañarle al Banco para sacar dinero porque en ocasiones asaltan a gente mayor y él ya no estaba para defenderse. Por el camino de vuelta me confesó que había reconsiderado su postura y que si seguía interesado con sumo gusto accedería a mi petición. Fijamos la fecha y le expliqué que ese día le recogería en mi coche para llevarle.
El día señalado llamé a su puerta y salió trajeado como un pincel. Me comentó que se encontraba algo nervioso, algo parecido al actor antes de salir a escena. Cuando entramos en el aula se hizo el silencio. Le invité a sentarse en la mesa del profesor y le presenté diciendo que el invitado de hoy se llamaba Venancio, que era un jubilado activo y vecino mío. Les dije que cerraran los libros porque lo que iban a escuchar era un testimonio que no tenía precio. A continuación me senté junto a él y le cedí la palabra. Con voz clara y precisa, sin ayuda de papeles, empezó diciendo que quería hablarles de otra época; la que él había conocido cuando tenía la misma edad que ellos ahora. Les habló de los años posteriores a la guerra civil: de las privaciones, del hambre, del estraperlo, de las cartillas de racionamiento, de las casas sin duchas ni calefacción, de los sabañones en invierno a causa del frío, de la gente que se dedicaba a coger colillas del suelo, del miedo a que la policía llamara a tu puerta a medianoche. Venancio fue desgranando paso a paso todos los acontecimientos que recordaba de aquella época con una claridad y precisión que me dejó asombrado.
Miré a mis alumnos. Nadie parpadeaba. En mis ocho años de docente nunca había conseguido una atención como aquella. A continuación les habló de las oportunidades que ahora tienen, del gozo de vivir en un país libre, del acceso a la cultura y de cómo todo eso hay que defenderlo. En esos momentos sonó el timbre de final de clase. A todos se nos había hecho corto. Mis alumnos se levantaron y de manera espontánea comenzaron a aplaudir. Venancio ligeramente emocionado agradeció el gesto con una ligera reverencia.
No volví a saber nada de él hasta un domingo en que alguien llamó a la puerta de mi casa. Era su sobrina para decirme que su tío se había caído por las escaleras y que había estado hospitalizado durante quince días, que ahora ya estaba recuperado pero que su estado general había sufrido un bajón y que se encontraba en una residencia porque necesitaba más cuidados y atenciones. Sus palabras me dejaron con un punto de tristeza a la vez que un vacío.
Pensaba contar con él en alguna futura ocasión porque era raro encontrar a gente de su edad con la lucidez y clarividencia que él poseía. Las explicaciones de los libros de texto nunca se podrían comparar al relato de un testigo. Sus ojos, sus palabras, sus manos transmitían mejor el mensaje y nos situaban en el contexto preciso.
Varias semanas más tarde mis alumnos me preguntaron cuándo podría venir de nuevo Venancio. Ya no será posible –les dije con una cierta congoja, explicándoles lo sucedido- el día que vino aquí tuvo cierto sabor a despedida, pero también con una enseñanza que espero hayáis aprendido.