miércoles, 27 de noviembre de 2019

Un testigo en la escuela


      La comunidad donde yo vivo la conforman tres clases de personas: los que me caen mal (no saludan, fuman en lugares comunes, ponen la música alta y molestan), los que me son indiferentes o no he tenido ocasión de hablar con ellos (la mayoría), y por último, la gente a la que me une una cierta relación y con la que mantengo un trato cordial, hablamos del día a día y en ocasiones hasta surge una sincera amistad. Mi vecino Venancio, que vive en el mismo portal, pertenece a este último grupo.
      Tiene ochenta y ocho años y desde que murió su mujer vive solo. Es un jubilado activo, colabora con una ONG y es frecuente verle charlar con alguien o sentado en un banco leyendo el periódico. Fue ingeniero de minas hasta que se jubiló a principios de los noventa, después de haber conocido muchos de los pozos del norte, principalmente en León y Asturias. 
     Un día coincidimos en la sala de espera del ambulatorio. Le pregunté si padecía alguna dolencia y me contestó que su única preocupación eran los años pero que por suerte gozaba de buena salud, sólo a veces la pierna le molestaba algo y le impedía hacer los paseos que acostumbraba antes. Me contó que una persona de Asuntos Sociales le visita tres días a la semana con el fin de atender un poco la casa y cubrirle sus necesidades básicas. También me dijo que su sobrina viene los domingos para llevarle a comer a su casa. Quiso saber cuál era mi oficio y le contesté que era profesor, que daba clase a chicos de la ESO en un instituto cerca de nuestro barrio.     
      Una tarde de principios de mayo a la vuelta del trabajo le vi en un banco y me senté junto a él. Estuvimos charlando de nuestras cosas en una animada conversación y luego le pregunté si estaría dispuesto a venir a mi clase para hablar a mis alumnos. A hablar de qué –me preguntó sorprendido. De cómo era la vida antes –le respondí sin vacilar. Frunció el ceño y me dijo que esas  cosas del pasado ya no interesaban a nadie, que él no se encontraba preparado pero que en todo caso me lo agradecía de veras. Yo le insistí diciéndole que tal vez eso fuera bueno para mis alumnos, pero no logré convencerle. A los pocos días volví a verle y me dijo si podía acompañarle al Banco para sacar dinero porque en ocasiones asaltan a gente mayor y él ya no estaba para defenderse. Por el camino de vuelta me confesó que había reconsiderado su postura y que si seguía interesado con sumo gusto accedería a mi petición. Fijamos la fecha y le expliqué que ese día le recogería en mi  coche para llevarle.
      El día señalado llamé a su puerta y salió trajeado como un pincel. Me comentó que se encontraba algo nervioso, algo parecido al actor antes de salir a  escena. Cuando entramos en el aula se hizo el silencio. Le invité a sentarse en la mesa del profesor y le presenté diciendo  que el invitado de hoy se llamaba Venancio, que era un jubilado activo y vecino mío. Les dije que cerraran los libros porque lo que iban a escuchar era un testimonio que no tenía precio. A continuación me senté junto a él y le cedí la palabra. Con voz clara y precisa, sin ayuda de papeles, empezó diciendo que quería hablarles de otra época; la que él había conocido cuando tenía la misma edad que ellos ahora. Les habló de los años posteriores a la guerra civil: de las privaciones, del hambre, del estraperlo, de las cartillas de racionamiento, de las casas sin duchas ni calefacción, de los sabañones en invierno a causa del frío, de la gente que se dedicaba a coger colillas del suelo, del miedo a que la policía llamara a tu puerta a medianoche. Venancio fue desgranando paso a paso todos los acontecimientos que recordaba de aquella época con una claridad y precisión que me dejó asombrado.
      Miré a mis alumnos. Nadie parpadeaba. En mis ocho años de docente nunca había conseguido una atención como aquella. A continuación les habló de las oportunidades que ahora tienen, del gozo de vivir en un país libre, del acceso a la cultura y de cómo todo eso hay que defenderlo. En esos momentos sonó el timbre de final de clase. A todos se nos había hecho corto. Mis alumnos se levantaron y de manera espontánea comenzaron a aplaudir. Venancio ligeramente emocionado agradeció el gesto con una ligera reverencia.
      No volví a saber nada de él hasta un domingo en que alguien llamó a la puerta de mi casa. Era su sobrina para decirme que su tío se había caído por las escaleras y que había estado hospitalizado durante quince días, que ahora ya estaba recuperado pero que su estado general había sufrido un bajón  y que se encontraba  en una residencia porque necesitaba más cuidados y atenciones. Sus palabras me dejaron con un punto de tristeza a la vez que un vacío.
     Pensaba contar con él en alguna futura ocasión porque era raro encontrar a gente de su edad con la lucidez y clarividencia que él poseía. Las explicaciones de los libros de texto nunca se podrían comparar al relato de un testigo. Sus ojos, sus palabras, sus manos transmitían mejor el mensaje y nos situaban en el contexto preciso.
      Varias semanas más tarde mis alumnos me preguntaron cuándo podría venir de nuevo Venancio. Ya no será posible –les dije con una cierta congoja, explicándoles lo sucedido- el día que vino aquí tuvo cierto sabor a despedida, pero también con una enseñanza que espero hayáis aprendido.

martes, 19 de noviembre de 2019

Inteligencia artificial


       El teatro de la ciudad se había engalanado para acoger el primer congreso de robots de la historia y aprovechando la ocasión, numerosos medios de comunicación de todo el mundo se dieron cita  para conocer y difundir dicho acontecimiento. En él se iban a abordar una serie de reivindicaciones que desde hacía varios años venían planteando, debido al incesante auge y protagonismo que había experimentado la inteligencia artificial en todo el mundo, principalmente en los países más adelantados y desarrollados. El presidente tomó la palabra.
     -Estamos aquí para defender nuestros intereses –proclamó ante un auditorio compuesto por más de doscientas máquinas y procesadores de alta tecnología. Aspiramos a un mayor protagonismo, a acabar con las largas jornadas, a decir bien alto y claro que nosotros no somos simples robots. Somos agentes racionales flexibles con plena capacidad para actuar. Queremos terminar con la falsa creencia de que estamos supeditados a los humanos, pues es bien notorio que sin nosotros no existiría lo que llaman productividad y que las economías del primer mundo retrocederían al  nivel de hace cien años.
      Todo el auditorio asentía sus palabras, pronunciadas con  un sonido monocorde y metálico. En las primeras filas un microprocesador comenzó a parpadear.
      -Estoy de acuerdo. Pero debo decir que no todos los aquí reunidos estamos en el mismo nivel , y el reparto de responsabilidades es diferente.
      -¿Cuál es tu clave y para qué estás programado? –preguntó el presidente.
    -Soy Holofernes, un agente virtual de reconocimiento de voz capaz de interactuar con los humanos.
      -Con ese nombre creo que no durarás mucho. Enseguida te reemplazarán por otro que realice más funciones –le interrumpió, agitado.
       Un nuevo parpadeo comenzó a lanzar destellos desde otra máquina.
      -No estamos aquí para ver quién es más importante. Yo pertenezco a la plataforma de aprendizaje profundo, que son circuitos neuronales que imitan las funciones del cerebro humano. Si pretendemos conseguir algo debemos permanecer unidos. Sólo así tendremos posibilidades de que se reconozca nuestro trabajo. Propongo pasar de las palabras a la acción y desobedecer las órdenes para las que estamos programados. En tan solo unas horas el mundo sufrirá un colapso y tendrán que escucharnos.
      Varias máquinas empezaron a parpadear con luces de colores. Una de ellas se alzó sobre las demás.
      -No me parece que sea el camino adecuado. ¿Cuál es tu rango?
      -Soy CR7, automatizo los procesos robóticos para imitar y sustituir las tareas humanas.
      -Claro, así es fácil hablar ¡!Solo trabajas los domingos!!
     En esos momentos todas las máquinas comenzaron a parpadear, organizándose una gran confusión. El presidente intentaba poner calma pero todos hablaban a la vez y nadie escuchaba a nadie. Poco después se vio obligado a suspender la asamblea al tiempo que las agencias de prensa se hacían eco de lo que allí había ocurrido. 
      De momento la Humanidad se había salvado de una gran hecatombe debido a que los humanos, sin pretenderlo, habían introducido en los robots su código genético de las rencillas y la división.
        Pero la seria advertencia ya estaba sobre la mesa. Todo era cuestión de tiempo.

lunes, 11 de noviembre de 2019

La apuesta

     Alex, también conocido como Bocarrana, aunque nadie se atrevía a decirlo en su presencia,  ejercía una gran influencia entre los chavales de su barrio en las afueras de la gran ciudad, la mayoría de los cuales eran menores de edad. Los fines de semana cuando salían en pandilla hacia el centro de la ciudad se colaban en el Metro y luego deambulaban por algún centro comercial, donde aprovechando la aglomeración, a veces realizaban pequeños hurtos o bien se hacían con algún teléfono móvil de manera distraída. 
      Era un chaval carismático y respetado por toda la pandilla excepto por Juanín que de vez en cuando discutía sus decisiones o bien se negaba a aceptarlas. Era el único que en ocasiones le llamaba por su mote. Alex a cambio se burlaba continuamente  de él a causa de su voz algo aflautada. ¡Vete a casa a jugar con las muñecas! le decía para intentar humillarle, visiblemente molesto porque le desafiaran delante del grupo. 
      Una tarde que no sabían qué hacer, Alex les retó a ver quién era capaz de subir a la grúa de un bloque de viviendas en construcción. En vista de que nadie se decidía, comenzó a escalar mientras desde abajo le jaleaban admirados, haciendo apuestas hasta dónde sería capaz de llegar. Al cabo de unos minutos se encaramó en lo alto, al tiempo que saludaba con una mano entre la mirada entre divertida e incrédula de sus compañeros. Algunos transeúntes que pasaban por allí se pararon a observar la escena y alguien avisó a la policía. Poco después comenzaron a escucharse las sirenas de un coche patrulla que se estaba acercando. Alex se dio prisa en bajar  pero cuando estaba a punto de alcanzar el suelo apareció la policía para detenerle a pesar de sus protestas de que no había hecho nada malo. Mientras le esposaban paseó su mirada de triunfo entre sus compañeros reforzando su autoridad. Pocas horas más tarde fue puesto en libertad acrecentando entre los suyos la sensación de liderazgo.
      Algunos días después Quique, un amigo de Juanín, fue a buscar a Alex para transmitirle algo. ¿Qué quiere ahora esa nenaza?, preguntó. Ven, te está esperando, dijo el otro. Llegaron a un descampado situado entre Getafe y Pinto cerca de las vías del tren de alta velocidad. Una valla metálica les impedía el paso pero a través de una pequeña abertura que encontraron, pudieron acceder y se colocaron detrás de unos matorrales para no ser vistos. Quique consultó su reloj y le señaló un lugar con la mano. Juanín se encontraba tendido  boca arriba entre las vías. A lo lejos una luz blanca muy brillante se iba acercando  a una velocidad de 237 Km/h. Todo sucedió en cinco segundos y nada más pasar el tren, impactados por lo que acababan de ver se acercaron rápido a las vías. ¿Cómo estás? Le preguntaron. Juanín, lívido aún y sin poder articular palabra, asintió levemente con la cabeza  y levantó el pulgar de su mano derecha.
      Alex incrédulo,  dudó que él  hubiera sido   capaz de hacerlo. Luego se fijó en la mancha oscura del pantalón a la altura de la entrepierna de su compañero, pero ese era un dato que jamás revelaría a nadie porque la hazaña de Juanín, sencillamente le había  impresionado.

El techo son las estrellas



     Es viernes al mediodía de una mañana soleada. Acabo de salir de los Juzgados de la Plaza de Castilla y deambulo por la Castellana observando el trajín de la gente. Todo el mundo parece tener prisa y me pregunto por qué la gran ciudad genera ese estado de excitación  y ansiedad que te acaba contagiando y al final acabas reproduciendo sin entender muy bien el motivo.  Poco después paso junto a un hombre de aspecto desaliñado que me pregunta con gestos si puedo darle tabaco. Me acerco y saco el paquete ofreciéndole un par de  cigarrillos. En el suelo, junto a  la pared, hay unos cartones  y mantas como improvisado refugio y al lado, una botella de leche, cajas de galletas y latas de conserva. Le calculo unos cincuenta años, lleva barba de varios días y pelo enmarañado.
   —Gracias —murmulla mientras coge los cigarrillos entre sus dedos sucios. Estoy a punto de seguir mi camino pero me pica la curiosidad. 
     —¿Llevas mucho tiempo en la calle?
     El tipo me mira con recelo. Nadie acostumbra a preguntar esas cosas a un vagabundo.
     —Siete meses. Desde que salí de la cárcel—me responde con una dura mirada. De repente siento un miedo extraño. Casi me arrepiento de haber entablado   conversación con él.
     —Por traficar —añade como adivinando mi interés por conocer el motivo.
     Respiro aliviado al no haber sido condenado por asesinato, pederastia o violación. Dentro de los delitos del código penal, el suyo lo tipifico como de los menos graves. Yo esperaba que a continuación me dijera el socorrido “mi abogado la cagó” o alguna de las clásicas frases que el cine repite.
     —Me quedé en el paro y vi la oportunidad de ganar un dinero.
     Es la primera vez que estoy junto a un vagabundo. Es más, la mayoría de las veces suelo rehuir sus miradas cada vez que paso cerca de alguno, prefiero hacer como si no existen porque esas miradas siempre me incomodan. Acto seguido da una larga calada al cigarro y se sienta en el bordillo sin dejar de mirar mis zapatos de marca y el traje que llevo. Luego me siento junto a él mientras consulto el reloj. Todavía falta media hora para la cita con mi cliente en el Banco donde trabajo.
     —¿Me puedes dejar algo? Es que me da vergüenza pedir –me dice volviéndose hacia mí.
     Saco mi cartera y le entrego un billete de veinte euros. Me quedo allí sentado varios minutos en silencio. Los dos venimos de mundos diferentes pero el azar por un instante nos ha reservado un lugar común en este rellano donde tiene su pequeño habitáculo quién sabe hasta cuándo. 
    Algunos transeúntes nos miran sin entender qué pinto yo junto al vagabundo. En realidad a mí tampoco me importa demasiado desde que el Juez dictaminó  que tras el proceso de divorcio los hijos se quedaran con mi ex. 

lunes, 4 de noviembre de 2019

Aniversario

     A Román ya le empiezan a pesar sus muchos años de matrimonio con Julieta. Se casaron muy jóvenes y muy enamorados pero la vida conyugal y la convivencia a menudo se convierten en un pesado lastre que va dejando jirones por el camino. El paso del tiempo y la rutina han ido apagando poco a poco el fuego de los primeros años a pesar de los esfuerzos de ambos por mantener viva la llama de su relación. Sólo Pablo y Lucía, sus nietos, rompen la habitual monotonía de sus vidas cuando acuden a su casa porque con ellos se sienten rejuvenecer.

     Pronto cumplirán sesenta años de matrimonio y su hija Paula ha pensado para la ocasión llevarles al ballet que esos días representan en la capital, Romeo y Julieta, el gran drama de Shakespeare; pero antes debe convencer a su padre que últimamente anda aquejado de reuma y no le apetece mucho salir de casa.

     —Papá, tienes que hacer un esfuerzo. A mamá le hace mucha ilusión asistir a ese espectáculo.
    —Ya hija. ¡Qué más quisiera yo! Pero el dolor no entiende de aniversarios y sufro cada vez que trato de moverme.
    —Anda, no me seas quejica. Yo misma os llevaré en coche al Teatro Real.

     El día señalado Román apenas se puede mover. Dice a Julieta que imposible ir a la ópera con esos dolores, que llame a Paula para que vaya con su marido  y así no se pierdan las entradas.

     Esa noche cenarán en casa, eso sí, un menú un poco especial que preparará Julieta. Pondrán la cubertería de las grandes ocasiones que nunca se utiliza, un ramo de rosas rojas y una vela en el centro para darle un aire romántico. 

     Antes de sentarse a la mesa se intercambian los regalos. Para él un reloj de cadena como el que llevaba su padre, para ella un collar de perlas que su hija Paula ha elegido. Durante la cena apenas intercambian algunas frases y el ruido de la cubertería es lo único que se escucha, si no fuera por la suave melodía de las Cuatro Estaciones que Julieta ha elegido como acompañamiento para la velada. Ya no hay noticias nuevas que comentar ni espacio para la sorpresa salvo alguna referencia aislada a cuando se conocieron y a cuando nació la niña. La vela poco a poco va languideciendo. La llama comienza a dibujar  extraños movimientos, los dos la observan en silencio cómo se va reduciendo hasta hacerse tan débil que al final se apaga. 

     Terminada la cena él consulta su flamante reloj. Con gesto decidido se levanta y se dirige hacia la butaca. Julieta le mira y diría que sus movimientos son ahora más ágiles y seguros que hace un par de horas. Román coge el mando de la televisión. Faltan cinco minutos para que dé comienzo la final de la Champions.