Otto Bormann tenía
diecinueve años cuando se enroló en la red de Ferrocarriles estatales de
Alemania donde trabajó desde 1941 hasta 1943, año en que fue abatido por las
Waffen-SS tras una operación especial de asalto a un tren en marcha. Durante dos
años fue ayudante de maquinista transportando prisioneros judíos desde
diferentes puntos de Alemania y Francia hasta Auschwitz en los llamados trenes
de la muerte. No le fue fácil acceder a ese oficio puesto que todos los aspirantes a trabajar en los
convoyes que trasladaban a prisioneros judíos a los diferentes campos debían
pertenecer al partido nazi. En su caso hicieron una excepción porque el titular
en su puesto cayó enfermo y lo que pensaron que era algo coyuntural se fue
alargando casi hasta el final de la guerra.
Muchos días al
acabar la jornada, Otto se emborrachaba con el fin de olvidar el maltrato y las
vejaciones que sufrían los prisioneros. Olvidar era la palabra, pero no era
tarea fácil sustraerse a la brutalidad unida a la impotencia que veía a diario
cuando paraba el tren al final de su viaje. El maquinista jefe, Klaus Schmidt,
una vez llegados a su destino, procuraba no dejarle demasiado tiempo libre y
rápidamente lo tenía ocupado en tareas de mantenimiento de la locomotora:
comprobar los inyectores de aire, engrasar los cilindros, en invierno llenar
los areneros, mirar los niveles de aceite, llenar el depósito de agua, etc. Sin
duda, tenía órdenes expresas de tenerle muy vigilado.
Una mañana,
estando en tareas de mantenimiento lejos de la vista de su jefe, vio una cara
conocida entre el numeroso grupo de prisioneros que bajaba de los vagones. Se
trataba de Erika, la bella profesora de música que le había dado clases años
atrás en Düsseldorf. Vivía sola, su familia había emigrado a EEUU y ella les
prometió que se uniría a ellos en cuanto pudiera. Otto desconocía su origen
judío, significarse esos años equivalía a una deportación segura, él tenía
entonces quince años y nunca se atrevió a decirle que estaba enamorado de ella.
La vio sola, desvalida, cerrando el grupo, camino de su triste final después de
un viaje de más de mil kilómetros en condiciones penosas.
Eran los últimos prisioneros
y ya apenas quedaban guardias en el andén. Casi sin tiempo para pensar y
aprovechando que su jefe no estaba presente, Otto accionó el silbato de la
locomotora para atraer su atención. Ella le miró reconociéndole al instante.
—Erika, sube.
Rápido!!! —fue la orden al tiempo que accionaba la palanca de contravapor para
dar marcha atrás.
Dos soldados que
custodiaban el convoy se dieron cuenta de la maniobra una vez que el tren se
puso lentamente en marcha.
Erika no lo dudó y
corrió hacia la locomotora. Su suerte ya estaba echada de antemano. ¿Qué podía
perder? Otto la ayudó a subir.
Achtung!! Achtung!! A continuación se oyeron
una lluvia de disparos producidos por los centinelas.
—Es una
locura—dijo ella—nos matarán.
—Tu destino será
el mío —le respondió Otto.
Entonces Erika lo
comprendió todo; Aquellas miradas, aquellos pequeños detalles para con ella.
Ambos se abrazaron.
El Jefe de
estación más próximo ya estaba sobre aviso. A los pocos minutos una compañía de
las SS ocupó la estación y mandaron el
tren a una vía muerta para hacerlo descarrilar. Los guardias se encargarían de
que no hubiera supervivientes. Las órdenes que venían de arriba eran tajantes:
no debía haber testigos que explicaran las actividades dentro del campo, ni
tampoco el destino final de los prisioneros.