Hablar hoy de la muerte
es un tema casi tabú, algo que nos asusta y nos da miedo en esta sociedad del
bienestar en la que vivimos. Así, para referirnos a ella preferimos utilizar
eufemismos como “fulanito se ha ido, ya no está con nosotros” o bien,
“menganito nos ha dejado”, que indican una carga más llevadera porque la
palabra muerte nos provoca rechazo. Aparentar ser siempre joven, lucir buen tipo
y apariencia física se han convertido en algo más que una tendencia, es casi
una necesidad en la que todos o casi todos estamos inmersos queramos admitirlo
o no, porque si algo tiene la sociedad
de consumo es que nos iguala en la mayoría de nuestros gustos, en nuestras
apetencias y aspiraciones (véase si no nuestra dependencia de los móviles, la irrupción de los retoques
estéticos, bótox, tratamientos faciales, la proliferación de gimnasios, el
furor de los tatuajes o, de unos años a esta parte esa desmedida afición por
las mascotas).
Pues bien, en el Club de Lectura que
organiza la biblioteca “Luis Martín Santos” de mi barrio, el profesor nos
cuenta que en épocas de crisis (y nosotros estamos en una de ellas), las
sociedades necesitan referentes que les puedan guiar hacia un futuro
esperanzador y, a continuación, nos pide que citemos los nombres de personas
con un final trágico que a nuestro juicio han contribuido a cambiar el rumbo de
la Historia. Salen a relucir los nombres de Luther King, Ghandi, Lumumba, Che
Guevara, Miguel Servet, Savonarola, Monseñor Romero, Chico Mendes y algunos
otros que ahora no recuerdo. Para mis compañeros de clase, a éstos habría que
añadir también otros nombres relevantes que han dejado un gran legado artístico
y cultural: John Lennon, García Lorca, Antonio Machado, Passolini, Anna Politkoskaya, Robert Capa, Víctor Jara,
y así un largo etcétera.
Es mi turno y cito a Jan Palach. Se
produce un silencio porque no es un nombre que haya trascendido y la mayoría no
lo conoce. Les explico que era un joven estudiante de Filosofía de la
universidad de Praga que se opuso a la invasión de su país por parte de los tanques soviéticos en 1968.
Por aquel entonces el gobierno checo intentó unas tímidas reformas en lo que se
llamó la “Primavera de Praga” hacia un socialismo con rostro humano, reformas
que fueron aplastadas con mano de hierro por los dirigentes soviéticos. Jan Palach
pertenecía a un comando estudiantil que se oponía a la presencia de tropas
rusas en su ciudad y pensaban que había que dar una respuesta contundente a la
invasión. El día señalado, en una céntrica plaza de una ciudad rodeada de
tanques, se roció de gasolina y acto
seguido se prendió fuego. Tres días después falleció en el hospital a causa de
las gravísimas quemaduras que afectaron al ochenta y cinco por ciento de su
cuerpo. A partir de aquel día las movilizaciones fueron gigantescas contra la
presencia de tropas extranjeras en su país. Yo era entonces adolescente y la
noticia me impactó. Los periódicos en general se referían a él como un suicida.
Hoy reconocemos que fue un héroe y un mártir. La Real Academia ha modificado
recientemente el concepto de mártir. Ahora hay dos acepciones casi iguales. Una
es “persona que padece muerte en defensa de su religión”, y la otra “persona
que muere o sufre grandes padecimientos en defensa de sus creencias o
convicciones”.
Más allá de la acción en sí, me pregunto
cómo habría afrontado la situación la noche previa a su inmolación y, cuando
salió por última vez de casa, de qué manera se habría despedido de sus padres y
hermanos. Todos los personajes citados más arriba sabían el peligro que corrían
pero ninguno tenía la fecha marcada. Un atentado contra ellos era una
probabilidad, pero solo eso. Jan Palach en cambio ya había tomado una
determinación, de ahí la grandeza de su decisión que al mismo tiempo sobrecoge
y nos produce espanto nada más pensarlo. Hace tres o cuatro años estuve en
Praga y no pude por menos que acercarme al lugar, en la plaza Wenceslao. Allí,
un pequeño túmulo en forma de cruz de bronce recuerda el sitio donde se inmoló
con veinte años en defensa de la libertad de su país. No fue el único, hubo más
casos de estudiantes que le imitaron, hasta el punto de que las autoridades
checas tuvieron que pedir a la población joven, que renunciaran a ese tipo de
protesta. Desde entonces numerosas plazas y calles de la República Checa y de
Europa llevan su nombre, así como un asteroide descubierto en julio de 1969.
El gesto de Jan Palach fue entonces y
sigue siendo ahora, el grito contra el afán expansionista de todos los
gobiernos que apuestan por la guerra como medio para solucionar los conflictos.
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