Sin duda todos hemos conocido o bien leído, a alguien cuya vida y peripecias bien podría ser calificada como de película por cuanto tienen de encanto, emoción, acción, suspense y un montón de sensaciones que las hacen especialmente atractivas a nuestros ojos. A su lado, sentimos que nuestras vidas son corrientes, del montón, sin ninguna connotación que las haga singulares a la vista de los demás. A mí personalmente siempre me fascinó la vida del irlandés Ernest Shackleton.
A los dieciséis años se enroló en la marina mercante y a los veinte llegó a oficial. Fue aventurero y explorador, amante de la naturaleza salvaje, cuya obsesión era la Antártida y más concretamente llegar al Polo Sur. Con veinte años ya había atravesado cinco veces el Cabo de Hornos enfrentándose a la violencia del mar, el viento y las corrientes, también en el Cabo de Buena Esperanza donde estuvo a punto de perecer una noche de tormenta en que los vientos eran tan fuertes que los mástiles fueron cayendo a cubierta uno tras otro. Buen conversador, amante de la lectura y la poesía. Una vez convertido en oficial, su camarote siempre estaba atiborrado de libros a los que dedicaba horas y horas para asombro de sus compañeros. De carácter siempre optimista, bromista, dicharachero y un buen contador de las aventuras vividas en sus viajes, que relataba a un público boquiabierto. Cuenta la leyenda que puso un anuncio en The Times para un viaje a la Antártida que decía: “Se buscan hombres para un viaje arriesgado. Sueldo bajo, frío extremo. Peligro constante. No es seguro volver con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito”. Después de cada viaje daba conferencias en las principales ciudades europeas donde relataba sus experiencias a un público ávido por conocer. Su nombre ha pasado a la Historia por ser uno de los mejores exploradores de la Antártida, el continente helado, hace más de cien años. Sin embargo le faltaron ciento ochenta kilómetros para llegar al Polo Sur debido a que se lo impidieron las durísimas condiciones meteorológicas que tuvieron que soportar, además de encontrarse agotados y casi sin víveres. Pasaron cuatro meses de invierno en la Antártida durante los cuales no vieron la luz del sol, siempre oculto bajo el horizonte. Cuatro meses de oscuridad total puede volver loca a la persona más templada, soportando además crueles condiciones meteorológicas. En los tiempos actuales tal reto es perfectamente asumible pero entonces no había internet, ni televisión, ni móviles, ni radio, ni prensa (bueno, prensa sí había pero a la Antártida no llegaba).
Aquella experiencia no hizo mella en su ánimo y, años más tarde, tras buscar financiación y elegir a los miembros de su tripulación, volvió a intentarlo de nuevo. Esta vez el objetivo era mucho más ambicioso; atravesar todo el continente antártico, unos 3000 kilómetros sobre la superficie helada, objetivo que no pudieron cumplir. Su barco, el mítico Endurance, caería abatido por el abrazo mortal de los bloques de hielo que lo rodearon aplastándolo como si fuera una cáscara de nuez, obligando a la tripulación a buscar un improvisado refugio en una isla. Eso requirió toda la fortaleza de Shackleton para salvar a todos los suyos y, reuniendo a cuatro personas de su máxima confianza subieron a un bote de siete metros de eslora para adentrarse en un mar con tormentas y vientos huracanados con el fin de llegar a otra isla a 1300 km de distancia donde faenaban buques balleneros y pedir ayuda. Durante la travesía era tal la furia de las tormentas que se veían incapaces de achicar el agua que entraba en el bote, obligando a relevarse a causa del agotamiento con temperaturas de veinte grados bajo cero. Agotados y al borde de la hipotermia llegaron por fin a la isla con un aspecto tan lamentable que los confundieron con vagabundos. Pese a no haber logrado ser el primero en la carrera al Polo Sur ni pasar a la posteridad con la fama de Robert Scott o Amundsen, su gran mérito consistió en salvaguardar siempre la vida de sus hombres cada vez que iniciaba una nueva aventura en la Antártida con temperaturas de 45 grados bajo cero y temporales de hasta 200 km por hora que podían durar tres o cuatro días. Su propio carácter, alegre y optimista resultó la mejor vacuna contra la depresión. Nadie de sus expediciones recordaría haberle visto preocupado ni aún en los peores momentos “No hemos perdido ni una sola vida, y eso que hemos pasado por el infierno”, afirmó a la vuelta de uno de sus viajes.
Shackleton presintió su propia muerte en las últimas líneas que escribió en su cuaderno de bitácora la noche que sufrió el infarto; “En la creciente oscuridad del crepúsculo vi una estrella solitaria cernirse como una joya sobre la bahía”. Sus restos reposan en una sencilla tumba en las islas Georgias del Sur, cerca de la Antártida, un lugar inhóspito con una clima espantoso, pero donde se sintió libre y feliz.
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