Era una tarde plomiza de esas de verano,
en la que cualquier movimiento físico supone un esfuerzo considerable. El comisario Flores leía tranquilamente
la prensa en su despacho, dotado con aire
acondicionado, cuando tres golpes secos sonaron en la puerta. Un hombre de unos
ochenta años, visiblemente alterado, bien vestido y afeitado se presentó ante
él.
—Verá comisario, mi nombre es Rafael Ariza
y vengo a denunciar la desaparición de mi esposa. Sufre de Alzheimer y temo que
algo grave le haya pasado.
El comisario escuchó atentamente el resto
de la declaración. Quiso saber las rutinas diarias de su esposa, las
actividades que tenía y personas con las que se relacionaba. La experiencia le
decía que las primeras setenta y dos horas eran claves en las desapariciones.
Rápidamente inició el protocolo de búsqueda alertando al resto de comisarías de
la zona. El hombre se encontraba abatido, próximo al llanto, no tenía hijos y
tampoco sabía a quién recurrir. Al día siguiente recibió en su domicilio la
visita del comisario, que esta vez iba acompañado del inspector Rojas. Era una
casa con un jardín extremadamente cuidado y un pequeño invernadero, aspecto
éste que no pasó desapercibido para los agentes.
—Es mi única distracción. Aquí paso la
mayor parte de mi tiempo —les comentó con gesto preocupado.
Pasaron al interior de la casa y el
comisario quiso saber si su esposa
llevaba algún tipo de diario que les pudiera conducir a alguna pista. Le
respondió que sí y subieron a la habitación. Mientras el comisario ojeaba el diario,
Rafael Ariza siguió por la ventana los pasos del inspector que merodeaba por el
jardín fumando un cigarrillo mientras examinaba concienzudamente el terreno. Luego
lo tiró al suelo y lo apagó con el pie. El diario de la esposa contenía
abundantes anotaciones que el comisario apuntó en su agenda. Momentos después
el comisario y el inspector salieron de casa asegurándole que se pondría en
contacto con él en cuanto tuviera alguna información. Ariza les acompañó hasta
la puerta y nada más despedirse lo
primero que hizo fue ponerse los guantes. Nada le incomodaba más que la falta
de respeto y el poco tacto de la gente. Recogió la colilla del suelo y la tiró
al cubo de la basura.
Todos lo días antes de la rutina del
cuidado del jardín telefoneaba al comisario por si hubiera alguna novedad pero
la respuesta siempre era negativa. Diez días después el comisario le telefoneó
para darle la noticia: los restos de una persona mayor, que coincidían con los
de su mujer, habían aparecido en un paraje junto al río y era preciso que reconociera
el cadáver. Acudieron al Instituto Anatómico Forense y un médico les acompañó
hasta la sala frigorífica donde destaparon el cuerpo. Entre lágrimas y sollozos
Rafael Ariza afirmó levemente con la cabeza, luego manifestó al comisario que el deseo de su esposa siempre fue el que
la incineraran.
Una vez cumplimentados los protocolos
llegó a su casa y se sentó abatido y
cansado en la mecedora ubicada junto al porche, donde repasó todo lo acontecido durante las últimas semanas. Ahora sentía el
peso de la soledad y eso le laceraba el alma más que cualquier otra cosa. Su
mirada se posó luego en una esquina del jardín, el lugar donde había enterrado
el cadáver de su esposa después de asesinarla. Su cuidado y constantes atenciones
eran una carga demasiado pesada para él.
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