miércoles, 18 de enero de 2023

La casa con jardín

 

     Era una tarde plomiza de esas de verano, en la que cualquier movimiento físico supone un esfuerzo considerable. El comisario Flores leía tranquilamente la prensa  en su despacho, dotado con aire acondicionado, cuando tres golpes secos sonaron en la puerta. Un hombre de unos ochenta años, visiblemente alterado, bien vestido y afeitado se presentó ante él.

     —Verá comisario, mi nombre es Rafael Ariza y vengo a denunciar la desaparición de mi esposa. Sufre de Alzheimer y temo que algo grave le haya pasado.

     El comisario escuchó atentamente el resto de la declaración. Quiso saber las rutinas diarias de su esposa, las actividades que tenía y personas con las que se relacionaba. La experiencia le decía que las primeras setenta y dos horas eran claves en las desapariciones. Rápidamente inició el protocolo de búsqueda alertando al resto de comisarías de la zona. El hombre se encontraba abatido, próximo al llanto, no tenía hijos y tampoco sabía a quién recurrir. Al día siguiente recibió en su domicilio la visita del comisario, que esta vez iba acompañado del inspector Rojas. Era una casa con un jardín extremadamente cuidado y un pequeño invernadero, aspecto éste que no pasó desapercibido para los agentes.

     —Es mi única distracción. Aquí paso la mayor parte de mi tiempo —les comentó con gesto preocupado.

     Pasaron al interior de la casa y el comisario quiso saber  si su esposa llevaba algún tipo de diario que les pudiera conducir a alguna pista. Le respondió que sí y subieron a la habitación. Mientras el comisario ojeaba el diario, Rafael Ariza siguió por la ventana los pasos del inspector que merodeaba por el jardín fumando un cigarrillo mientras examinaba concienzudamente el terreno. Luego lo tiró al suelo y lo apagó con el pie. El diario de la esposa contenía abundantes anotaciones que el comisario apuntó en su agenda. Momentos después el comisario y el inspector salieron de casa asegurándole que se pondría en contacto con él en cuanto tuviera alguna información. Ariza les acompañó hasta la puerta  y nada más despedirse lo primero que hizo fue ponerse los guantes. Nada le incomodaba más que la falta de respeto y el poco tacto de la gente. Recogió la colilla del suelo y la tiró al cubo de la basura.

     Todos lo días antes de la rutina del cuidado del jardín telefoneaba al comisario por si hubiera alguna novedad pero la respuesta siempre era negativa. Diez días después el comisario le telefoneó para darle la noticia: los restos de una persona mayor, que coincidían con los de su mujer, habían aparecido en un paraje junto al río y era preciso que reconociera el cadáver. Acudieron al Instituto Anatómico Forense y un médico les acompañó hasta la sala frigorífica donde destaparon el cuerpo. Entre lágrimas y sollozos Rafael Ariza afirmó levemente con la cabeza, luego manifestó al comisario  que el deseo de su esposa siempre fue el que la incineraran.

     Una vez cumplimentados los protocolos llegó a su casa  y se sentó abatido y cansado en la mecedora ubicada junto al porche, donde repasó todo lo acontecido  durante las últimas semanas. Ahora sentía el peso de la soledad y eso le laceraba el alma más que cualquier otra cosa. Su mirada se posó luego en una esquina del jardín, el lugar donde había enterrado el cadáver de su esposa después de asesinarla. Su cuidado y constantes atenciones eran una carga demasiado pesada para él.

    

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