domingo, 6 de septiembre de 2020

La felicidad era eso

      Los seres humanos, con pequeñas diferencias dependiendo del sitio en el que nos ha tocado vivir, solemos repetir patrones de conducta bastante similares a lo largo de nuestras vidas. En sociedades más avanzadas y de consumo como la nuestra,  esas similitudes son todavía más claras. Todos nos formamos y preparamos para la vida: Aspiramos a un trabajo bien remunerado, vivir en un entorno agradable, adquirir a poder ser una segunda residencia, viajar, conocer mundo y otras culturas, que nuestros hijos vayan a un buen colegio, que aprendan idiomas, etc, etc. Yo también he participado en esa rueda, pero hubo una época en mi vida en que elegí vivir de diferente manera.
     A los veinte años fui a vivir a una comuna. Era un tanto peculiar, con fuertes raíces religiosas que pronto derivaron hacia un compromiso social y político. Eran los últimos meses de 1975 y Franco agonizaba. El alquiler de la casa con un pequeño patio costaba 4500 pesetas (27 euros) mensuales, el billete de Metro 6 ptas (0,03 céntimos), el cine 100 ptas (0,60 euros) y el precio por comer en un buen restaurante 2000 ptas (12 euros). La Gran Vía se llamaba Avenida José Antonio y la actual calle Príncipe de Vergara era General Mola. Los periódicos que se leían entonces en Madrid eran: Informaciones, ABC, Pueblo, Ya, El Alcázar y Arriba. El diario El País todavía no había nacido. Éramos siete compañeros y en casa lo compartíamos  todo: limpieza, compra, cocina... también  el dinero. Nunca hubo problemas entre nosotros. Expresamente renunciamos a la televisión porque hubiera limitado mucho nuestro ritmo asambleario, todo se discutía y se aprobaba por mayoría. Así vivimos los años de la Transición, una época de esperanza y de sueños que luego en parte se vieron truncados. Acudíamos a las manifestaciones por la amnistía y las libertades, por la legalización de los partidos de izquierda, etc en unos años en los que algunos cayeron víctimas de los grupos armados de ultraderecha entonces todavía fuertes. Luego, en junio de 1977 vinieron las primeras elecciones democráticas después de casi cuarenta años. Era algo histórico y todo lo  vivimos con la ilusión de que algo nuevo estaba a punto de nacer  y de que todo iba a cambiar para siempre.
     Fuimos unos románticos idealistas cuando había que serlo. Creíamos en la utopía, en una sociedad mejor, más justa e igualitaria. El dinero apenas tenía valor para nosotros. Al menos  en dos ocasiones dimos dinero a un vecino taxista  que atravesaba apuros económicos. Trabajábamos en el sector de limpieza, en el de transportes y en el de electrodomésticos , alguno estudiaba una carrera pero eso no significaba discriminación alguna por el hecho de que no aportara. Nuestra casa siempre estaba abierta a quien quisiera charlar o conocernos. La generosidad era lo que definió a aquel grupo y también el compromiso social en un barrio obrero necesitado de infraestructuras sanitarias, deportivas y culturales. Los aledaños de nuestra casa estaban sin asfaltar y en invierno había que sortear el barro  que se formaba con las lluvias. Tuvimos la suerte de conocer gente especial que nos ayudaron a consolidar nuestro proyecto. Discutíamos y reflexionábamos mucho, siempre con el propósito de reforzar los objetivos que nos habíamos marcado. En las fiestas y cumpleaños siempre se cantaba, no importaba que desafinásemos. Lo importante era la celebración. Es una costumbre que se va perdiendo. Luego inventaron el karaoke. A nuestros vecinos les llamaba la atención y les chocaba nuestra forma de vida sobre todo cuando nos veían en la cola para la compra en la carnicería o pescadería. Por aquel entonces ir a la compra todavía era tarea exclusiva de la mujer. Era normal que nos dejaran colarnos saltándonos la vez. Nuestros padres fueron en alguna ocasión a visitarnos, a ver cómo nos apañábamos; respetaban nuestra opción pero creo que nos tomaban por una panda de locos y nos pronosticaban un corto futuro. Pero la experiencia duró siete años. Poco antes del final uno de los compañeros se marchó a Panamá llevado por su compromiso. Todavía sigue allí, organizando cooperativas de campesinos que luchan por un desarrollo sostenible. 

     No caeré en la tentación de decir que todo fue estupendo y maravilloso. Entre nosotros también hubo discrepancias y algunos momentos de tensión, entre otras cosas, porque en un determinado periodo  llegamos a ser nueve personas. Ahora echo la vista atrás y lo valoro posiblemente como  los mejores años  de mi vida. Es más, miro en mi entorno cercano y apenas encuentro experiencias parecidas.

     La casa donde vivimos ya no existe, la derribaron para hacer un colegio. Quiero pensar que tal vez nuestra lucha sirvió para algo, al menos eso es lo que pretendimos. En 1983 echamos el cierre. Cada uno buscó su camino, nos casamos y vinieron los hijos pero eso no significó un adiós porque el recuerdo de aquella experiencia, los años vividos y la amistad siguen plenamente vigentes entre nosotros. En la actualidad todas las semanas nos seguimos viendo para intercambiar opiniones, charlar acerca de nuestras vidas y proyectos en torno a unos vinos y  cervezas. No hace falta que diga sus nombres. Ellos saben de quiénes estoy hablando.


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