lunes, 10 de agosto de 2020

De comilonas y tragantúas

      De un tiempo a esta parte los programas de televisión referidos a la cocina han atraído a una audiencia deseosa de saber y aprender, desde las recetas más tradicionales hasta las más vanguardistas. Las escuelas de hostelería se catapultan ahora como salidas para un empleo de prestigio y socialmente reconocido.      

      La buena mesa, el arte de comer, la pitanza, etc han dejado una abundante muestra en la literatura y las artes a lo largo de la historia. Ya Petronio en su obra El Satiricón, nos muestra la afición de las clases altas del Imperio Romano por los excesos en la mesa, y también el cinismo e inmoralidad del círculo más próximo de quienes detentaban el poder. 

     Aunque en general tenemos la idea de que los banquetes en la Edad Media eran festejos toscos, con gente comiendo con las manos enormes trozos de carne sobre la madera desnuda, lo cierto es que un banquete del siglo XV se aleja por completo de esa idea, pues contenía los mismos ingredientes de lujo, ostentación y detalles en el menú que en la propia ropa de los asistentes. Las mesas estaban ocupadas por un rígido protocolo, la realeza a un lado y los nobles al otro. Los trozos de carne debían ser pequeños, que se pudieran tomar con solo tres dedos, que es lo que exigían los buenos modales. Los trinchadores los colocaban en pequeñas fuentes que podían ser individuales o compartidas por dos invitados.

     Ya en la actualidad, mi ilustre paisano José María Iribarren en su libro Batiburrillo navarro da cuenta de algunos estómagos formidables, capaces de verdaderas hazañas en torno a una mesa bien surtida de viandas.  Cita en el libro que a finales del s. XIX pasó por Pamplona en Sanfermines el famoso escritor, periodista, médico y gastrónomo José Castro y Serrano, el cual, en un artículo habla irónicamente de lo que comen en nuestra tierra. Cito textualmente: “Al desayuno chocolate con profusión de adherentes, más parecido a almuerzo que a desayuno. A las diez la ley que es una friolera: un huevecillo frito, una magra, cualquier cosa; a las dos gran comida que se compone por lo menos de sopa, dos cocidos, tres o cuatro principios, ensalada, dulces y postres. Por la tarde merienda; refresco al anochecer  y por la noche de nueve a diez una cena semejante a la comida, es decir, formal. Dícese que los alimentos son flojos y, en efecto lo son: buena vaca, ricas truchas, lechón y cordero asados; excelentes embutidos de puro lomo, pollos y pavo, pasteles y empanadas, sabrosos quesos y natillas, frutas brotando miel, todo flojo y sencillo; todo de una frugalidad abrumadora”.

    En Zalacaín el aventurero, Pío Baroja, acordándose de las visitas con su madre a las fiestas de Larumbe cuando era niño, también describe las fiestas pantagruélicas de los pueblos navarros:

    “El pueblo celebraba sus fiestas, que en Navarra se llaman “mecetas”, y la gente comía constantemente desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche sin parar. El desayuno se mezclaba con el segundo desayuno de las once; éste con la comida, la comida con la merienda, y la merienda con la cena”.

      Siguiendo con Iribarren, cuenta que en un banquete celebrado en un pueblo de la montaña navarra, un amigo suyo tuvo ocasión de ver a un ejemplar notable. Era un hombre panzudo, cara sonrosada, de anchas mandíbulas. Embestía contra las viandas y les roía los zancajos a los corderos con tan sañudo encarnizamiento, que su amigo apenas comió por ver comer a este voraz insigne. Se atizó tantos platos y en tan inmensas cantidades que más de uno temió que diese un reventón o que se atragantase de alimento. Cuando al final del ágape, quedó ahíto de comestible, su informante le dijo:

     —Estará usted hasta la nuez.

     —No lo crea —le respondió.

     Y le hizo esta bárbara confesión:

     —Por comer, comería aún más; lo que pasa es que me se cansan las varillas (las mandíbulas).

     Hace escasas semanas  visité un conocido restaurante madrileño famoso por su cocina de autor, llamada también cocina creativa. La imaginación, la mezcla de ingredientes, el esmero y la calidad en su elaboración, la exquisitez en la presentación son factores que representan este tipo de cocina. También el léxico un tanto prolijo  y sofisticado del nombre de sus platos. Vean si no el menú degustación tipo delicatesen que nos ofrecieron en el referido restaurante:

     1º Tartar de atún rojo Balfegó con ajoblanco de raifort y perlas de yuzu.

     2º Mini verduritas de temporada con emulsión de apionabo.

     3º Arroz meloso trufado de setas y emulsión de trufa.

     4º Sam de merluza Orly con mayonesa de café, lima y hierbas aromáticas.

     5º Cochinillo del chef con puré de castañas y tamarindo.

     6º Postre del chef: espuma de coco con limón y helado de yogurt.

     El estilo y el contraste entre ambas propuestas queda bien patente en la carta de presentación. A mí, que no soy de mucho comer, me agradó la propuesta y la elaboración de los platos, pero acordándome de nuestro amigo montañés dudo mucho que  saliera satisfecho de la visita a este establecimiento.


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