Hace ya bastantes años, cuando el fenómeno migratorio comenzó a afectar directamente a España, vi un anuncio en el periódico que me llamó la atención. La Cruz Roja necesitaba voluntarios que dominaran el francés para labores de apoyo en Salvamento Marítimo durante los meses de Julio y Agosto. Tenía entonces veintisiete años y un espíritu romántico que me empujaba a cambiar el mundo. Rellené la instancia, pasé una prueba y al cabo de tres semanas me llamaron para realizar un curso básico de aprendizaje en Algeciras, centro de operaciones que abarcaba toda la zona del Estrecho. Yo formaba parte de un grupo compuesto por enfermeras, médicos, psicólogos y hasta una matrona. Ya el primer día que nos hicimos a la mar para participar en un rescate, me impactaron las condiciones en que llegaban a suelo español las aproximadamente setenta personas a bordo de una barcaza: hipotermia, calados hasta los huesos y sin poder mantenerse en pie después de un viaje de ocho horas sin apenas espacio para moverse.
El quinto día nos comunicaron que debíamos salir con urgencia para socorrer a una embarcación que se encontraba a la deriva a unas dos millas de la costa. Era al atardecer y apenas había luz natural. En unos minutos subimos a la lancha mantas y víveres en medio de un gran nerviosismo pues éramos conscientes de que el retraso de unos minutos podía significar la diferencia entre la vida o la muerte. Cuando llegamos, la barcaza estaba a punto de naufragar debido a que todos querían abandonarla al mismo tiempo en medio de una gran confusión. Los primeros en subir fue una joven pareja con un bebé de pocos meses en brazos de su madre, entre escenas de alivio y también de llanto por todo lo que habían sufrido. Mientras repartíamos agua y mantas, observé que todos saludaban al padre del bebé con muestras de agradecimiento y palmadas en la espalda. Llevado por mi curiosidad quise saber el motivo y me dirigí a él antes de que pasaran el control policial para su identificación. Me dijo que se llamaba Malik, que era camerunés, pero una vez que vio a los policías uniformados cambió su actitud y se mostró receloso a seguir hablando conmigo. Traté de tranquilizarle diciéndole que estábamos allí para ayudarles, que comprendíamos las razones para abandonar sus países en busca de un futuro y que nuestra tarea era que estuviesen lo mejor atendidos.
No sé si mis palabras lograron convencerle pero al menos logré que siguiera hablando tras asegurarle que no era ni periodista ni policía y que todo lo que contara quedaría entre nosotros. Comenzó entonces a relatar la odisea de su viaje. Había salido de su país hacía dos meses, pagado a varios guías hasta alcanzar la costa marroquí y luego al patrón de la patera. En total cuatro mil euros reunidos entre todos sus parientes. Antes de partir, un amigo le dijo que se hiciera con un arma. La travesía fue larga y difícil, llena de sobresaltos. En Malí una noche quisieron violar a su mujer, cosa que impidió apuntando con su pistola en la nuca al agresor. Nunca un consejo le fue tan valioso. Ya en el Estrecho, el patrón de la embarcación, tras divisar de cerca la costa española les conminó a abandonar la embarcación amenazándoles con dar la vuelta si no lo hacían. Él se le enfrentó diciendo que ellos habían pagado para hacer la travesía completa, en vista de lo cual el patrón comenzó a maniobrar para dar la vuelta. Presa de desesperación, Malik sacó entonces su pistola, le disparó tres veces y le hizo caer al agua mortalmente herido. Nadie hizo nada por socorrerle pero la embarcación quedó a la deriva a merced de las olas durante dos horas. Luego, cuando observó que se acercaba la patrulla de salvamento tiró la pistola al mar.
Comprendí entonces su miedo a la policía, pero era poco probable que nadie le denunciase. Todos hubieran apretado el gatillo para librarse de alguien que comerciaba con ellos como si fueran mercancía. El Estrecho se había cobrado una nueva víctima pero esta vez nadie lamentó su muerte
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