lunes, 16 de marzo de 2020

Unos huéspedes incómodos



     La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida... dice la letra de una conocida canción del panameño Rubén Blades. Y nada hay más cierto que esa sencilla frase como muy bien pude comprobar en la última visita a Pamplona, mi ciudad natal. Fue gracias a la invitación a un familiar próximo a quien no veía hacía muchos años y sobre todo a la larguísima sobremesa de seis horas que siguió a una comida repleta de historias, recuerdos, fotografías familiares antiguas y anécdotas (esas sobremesas que invitan a la relajación, donde la conversación salta de un tema a otro), como pude enterarme  de un suceso ignorado durante más de ochenta años y que ahora me parece que por su interés, es digno de contar.
     Nos remontamos a principios de julio de 1936. Pamplona se prepara para los Sanfermines, que ese año tendrán lugar entre los días siete y doce. La ciudad vive en  un clima de agitación social y política. La violencia generalizada en el país y los rumores de conspiración hace que un presentimiento sombrío flote en el ambiente y en la calle. No obstante, muchos visitantes van llegando a la ciudad, en parte atraídos por la publicación diez años antes de Fiesta, la novela de Hemingway donde relata  la historia de cinco amigos que viajan de París a Pamplona para conocerla.
     Sucedió que por aquellas fechas a una tía mía (que fallecería joven, cuatro años después), que trabajaba en un despacho de abogados le preguntaron si conocía alguna pensión céntrica. La razón, que en unos días llegarían dos personas desde Burgos con la intención  de disfrutar de las fiestas. Al parecer se trataba de la última opción puesto que todos los hoteles  de la ciudad estaban al completo. Mi tía les indicó que en su casa disponían de una habitación doble y que si había acuerdo en el precio no habría ningún problema. Mi abuelo paterno había fallecido el año anterior y el dinero hacía falta en casa. Mi abuela dio el visto bueno y el asunto quedó zanjado. Todo habría sucedido con total normalidad si no fuera porque uno de los días al hacer la limpieza de la habitación  se encontraron en la mesilla una pistola, lo cual desató todas las alarmas, pero mi abuela al final impuso su criterio de optar por ver, oír y callar.
     Por desgracia, la identidad de aquellos huéspedes es algo que  nunca sabremos puesto que todos los testigos ya han fallecido, pero la sospecha más que fundada es que se trataba de jefes militares o falangistas que habían viajado desde Burgos, cuartel general de los sublevados, con el propósito de coordinarse o recibir instrucciones del General Mola, gobernador militar de Pamplona, Jefe de los Ejércitos del Norte y principal ideólogo del alzamiento. El plan ya estaba en marcha desde hacía meses y solo faltaba ultimar los preparativos del golpe, quién sabe, tal vez la fecha. El verdadero motivo de acudir a un domicilio particular no era otro que el de  evitar que sus nombres figuraran en la recepción de los hoteles. 
     Treinta años más tarde, cuando a mi padre le trasladaron de destino residimos en esa misma casa por espacio de cuatro años. La habitación que ocuparon aquellos dos hombres fue la mía durante mi etapa adolescente.
     

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