Al levantarse por la mañana se miró en el espejo y contempló detenidamente esos pequeños cambios que el paso de los años han ido dejando en el rostro. Aparentaba esa edad indeterminada propia de las mujeres cuando el maquillaje obra el milagro de disimular la palidez de la piel que con el tiempo va perdiendo brillo y tersura. A pesar de todo lucía una espléndida figura para alguien que ya había rebasado de largo los sesenta, sabedora de que pese a su edad todavía los hombres se volvían tras cruzarse con ella. Siempre había cuidado la imagen. Eso le hacía sentirse segura.
No se podía quejar. La naturaleza había sido generosa con su cuerpo pero algo en su forma de ver el mundo había cambiado desde el día en que contempló por televisión un reportaje sobre las terribles condiciones de vida de las mujeres que huían de la guerra en un campo de refugiados de Sudán. Desde entonces dejó de soñar con esa cirugía facial que le diera la eterna juventud, ni trataba de paliar la aparición de arrugas, ni tampoco probar las cremas antiedad que la publicidad vendía como milagroso para estar siempre relucientes y bellas. Se dio cuenta de que todo respondía a un autoengaño, a un patrón de conducta cuyo único fin consistía en olvidar el curso de la vida. Durante demasiado tiempo había creído en ese ideal de belleza. En adelante deseaba ser libre de verdad renunciando a ese absurdo mundo de apariencia y falsedad.
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