Mario, al que todos en el barrio le conocían como El Chingolo ya tenía un largo historial delictivo de pequeños hurtos el día que cumplió los catorce años, lo cual, unido al reiterado fracaso escolar, no hacía presagiar nada bueno acerca de su futuro en la edad adulta. Siempre había sido un chaval difícil (al decir de su madre sólo travieso), pero durante su etapa adolescente su comportamiento derivó hacia un rechazo hacia todo lo que significara autoridad y disciplina. Su padre, harto ya de discusiones y de lidiar todos los días con él, le puso a trabajar cuando cumplió los quince años de peón de albañil a las órdenes de un capataz amigo suyo para ver la manera de doblegar aquel espíritu rebelde y de paso reportarle algún dinerillo. Todo fue bien los primeros días pero a la tercera semana una discusión trivial con un compañero terminó en una pelea a puñetazos. El capataz quiso intervenir pero también sufrió los insultos de Mario, en vista de lo cual al día siguiente le dieron el finiquito y a su padre el gran disgusto cuando se enteró de la noticia.
La madre, angustiada por la situación y el negro porvenir de su hijo, contactó con parientes y amigos en busca de una ayuda que acabara con la insoportable guerra que se vivía en casa. A los pocos días un familiar cercano le comentó que conocía a un psicólogo que trabajaba en reinserción social y le animó a que probara a realizar una terapia de grupo con gente que tuviera una problemática parecida a la suya. Se lo comentó a su hijo y éste, a quien la idea no le agradó en absoluto, aceptó a regañadientes por no darle un nuevo motivo de disgusto a su madre pero dejando claro que si no le gustaba no volvería a ninguna sesión posterior.
El día señalado diez personas estaban sentadas en círculo. El psicólogo tomó la palabra.
-Os invito a que habléis de lo que sentís ahora, porque este es un espacio de comunicación que persigue superar entre todos situaciones de angustia, miedo y pérdida de confianza. Podéis hacerlo con total libertad.
Con caras de duda al principio, uno a uno fueron contando en intervenciones breves sus particulares experiencias. Mario permanecía en silencio, pero enseguida empezó a sentir aburrimiento preguntándose qué hacía allí, en medio de gente desconocida y escuchando problemas de otros. Bastante tenía con los suyos para que encima le agobiaran con historias por las que no sentía el menor interés. Se arrepintió de la decisión tomada y estaba a punto de levantarse cuando el moderador clavó sus ojos en él.
-Mario, es tu turno. Te escuchamos lo que tengas que decirnos.
Con gesto de fastidio se removió en su asiento, carraspeó ligeramente y segundos después dijo:
-No tengo mucho que contar porque mi vida hasta ahora ha sido un fracaso y una mierda. Pero hace un mes conocí a una chica. Se llama Laura y con ella me siento bien. Es la única persona que me escucha y cuando estoy a su lado me olvido de todos los problemas, el tiempo se me pasa rápido y en el momento de despedirnos lo único que hago es contar las horas para verla de nuevo.
Cuando terminó, todos los ojos se posaron en él, escuchándose algunas risitas ahogadas con la mano y provocando en Mario una mezcla de vergüenza y rabia al ser consciente de que había hecho el ridículo. La sala se quedó en silencio y el moderador recorrió con la mirada a todos los presentes.
-Ninguno de vosotros entendió el mensaje, pero sólo él ha sido capaz de hablar de sentimientos –dijo señalando con el dedo a Mario-, porque ocurre que cuando todo se derrumba a nuestro alrededor, la confianza en las personas es lo único que nos salva.
Mario levantó la vista y lentamente paseó una mirada de orgullo entre sus compañeros. Era la primera vez en su vida que recibía el elogio de alguien, su primer triunfo. Mientras una extraña sensación recorría su cuerpo pensó que tal vez no estaría de más volver a la siguiente sesión.
Muy bueno!
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