Críspulo vive en un pequeño pueblo castellano-leonés. Con sesenta y siete años es el más joven de sus catorce vecinos y desde hace algún tiempo el alcalde pedáneo de una localidad que estuvo a punto de desaparecer bajo las aguas de un pantano, pero que, gracias a la fuerte oposición de sus vecinos y al apoyo de varios grupos ecologistas, el proyecto no siguió adelante. Aquel episodio no frenó las ganas de emigrar de sus habitantes y desde entonces la despoblación ha sido lenta pero inexorable y la máxima preocupación ahora de su alcalde es detener esa sangría y ver la manera de revitalizar su pueblo. Ideas tiene muchas pero rechaza varias que le proponen y que le parecen inviables e importadas de fuera, como por ejemplo organizar una caravana de mujeres. Sus ideas van más bien dirigidas a aprovechar la riqueza paisajística y forestal de la zona y sobre todo a conseguir que jóvenes familias se instalen en el pueblo, para lo cual está dispuesto a poner a su disposición las casas del maestro y del cura, actualmente vacías, a cambio de un pequeño alquiler. El pueblo no es ni bonito ni feo pero se encuentra en un valle rodeado de pinares que antiguamente explotaba una importante industria resinera.
Un par de veces al mes Críspulo se acerca a la capital para realizar gestiones ante la Diputación Provincial encaminadas a conseguir fondos para reparar el tejado de la Iglesia, solicitar que la deficiente cobertura de telefonía móvil y la señal de internet lleguen sin problemas a sus hogares, y por último proponer una plaza de pastor, pues Eladio, que ha ejercido toda su vida, a sus ochenta y siete años ya no da para más. El pueblo cuenta también con una fragua junto a sus útiles y herramientas, hoy sin uso, que Críspulo pretende aprovechar.
Se acerca la Navidad y hoy debe ir de nuevo a la capital. Antes de montar en su coche se encuentra con Severiano, que con noventa y nueve años es el más viejo del pueblo. Todas las mañanas acude a su huerta, goza de una salud de hierro y apenas un par de veces en su vida se ha visto obligado a ir a la capital a visitar al médico. Vive con su hija de setenta y siete años que es la que le cuida y hace compañía. Severiano no sabe que Críspulo le anda preparando un homenaje con motivo de su centenario; ha contactado con un periodista del diario provincial para hacerle una entrevista que irá en la contraportada. Piensa que cualquier iniciativa es buena si sirve para que se hable del pueblo y anime a otros a residir en él.
A mediados de diciembre los pocos vecinos se despiertan con la gran noticia que va a transformar sus vidas: el alcalde les ha anunciado que dos familias rumanas van a venir para instalarse en el pueblo aprovechando las ventajas que les ofrecen. El día de Navidad Críspulo ha convocado a todos los vecinos en el salón del Ayuntamiento con el fin de dar la bienvenida a los recién llegados. Junto al árbol de Navidad hay una bandeja con turrón y mazapanes para que nada falte en un día tan especial. Cuando están todos reunidos, a una señal suya aparecen las dos familias entre los aplausos de sus convecinos. El nuevo pastor tiene tres niños de siete, cinco y cuatro años. Todos se los imaginan viendo corretear por las calles, una estampa ya casi olvidada para ellos. Gica, el herrero, es más joven. Tiene una niña de dos años y su mujer lleva en brazos a un bebé de apenas cuatro meses. Es un enamorado de la forja y piensa que puede sobrevivir con su taller anunciándose y vendiendo sus obras por internet. Con sencillas palabras, Críspulo les da la bienvenida en nombre de todos porque gracias a ellos el pueblo puede mirar al futuro con cierto optimismo. Tímidamente los niños se acercan a la bandeja de turrones mientras miran de reojo a sus padres esperando su aprobación. El bebé es el centro de atención y todos quieren verlo de cerca. Cuando le llega el turno Severiano no puede impedir que una lágrima asome a sus mejillas. Hace más de cuarenta años que no se veía a una criatura así en el pueblo.
Discretamente apartado a un lado de la sala, Críspulo observa con satisfacción las caras de felicidad de sus paisanos y ya anda dando vueltas a su cabeza la idea de montar una casa rural. De momento el censo ha pasado de catorce a veintitrés habitantes y aunque casi nadie ha comprado décimos de lotería, se puede decir que el pueblo ha sido agraciado con el premio Gordo de la Navidad.
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