miércoles, 22 de enero de 2020

La visita

      Cuando Manuel  tenía nueve años, un domingo del mes de mayo llamaron a la puerta de su casa. Sus padres se encontraban fuera y él se había quedado jugando con un amigo. El visitante era un extraño y su primera reacción fue pensar que se había equivocado, pero luego, con el paso del tiempo, dedujo que recibió instrucciones precisas sobre a qué puerta debía llamar. Por aquel entonces Manuel vivía en un pueblo y la casa disponía de un gran patio. El visitante enseguida se puso a jugar con ellos al balón. Parecía un tipo simpático. Una vez que  se cansaron, sacó de su cartera unos folios, un rotulador y se puso a dibujar con trazos rápidos personajes parecidos a las viñetas de los tebeos. Manuel y su amigo le contemplaban admirados. Hizo unos cuantos para cada uno y luego les pidió que se quedaran quietos. A los diez minutos les enseñó sus caricaturas: uno con unos dientes enormes y el otro con orejas de soplillo. Los dos reían sin parar.
     Cuando los  padres volvieron estuvieron hablando con él a solas en el salón comedor. A Manuel todo le pareció un tanto misterioso y extraño. Que él supiera no se trataba de ningún pariente cercano, tal vez algún amigo de ellos del que nunca le habían hablado. Poco después se despidió de la familia. 
     Desde entonces han pasado  muchos años y no volvió a saber de él hasta hace unos meses cuando le contaron que había fallecido. A raíz de aquel encuentro le internaron  en un colegio religioso. Muchas noches ha soñado con aquella visita que a la postre daría un nuevo rumbo a su vida.

viernes, 10 de enero de 2020

La primera victoria


        Mario, al que todos en el barrio le conocían como El Chingolo ya tenía un largo historial delictivo de pequeños hurtos el día que cumplió los catorce años, lo cual, unido al reiterado fracaso escolar, no hacía presagiar nada bueno acerca de su futuro  en la edad adulta. Siempre había sido un chaval difícil (al decir de su madre sólo travieso), pero durante su etapa adolescente su comportamiento derivó hacia un rechazo hacia todo lo que significara autoridad y disciplina. Su padre, harto ya de discusiones y de lidiar todos los días con él, le puso a trabajar cuando cumplió los quince años de peón de albañil a las órdenes de un capataz amigo suyo para ver la manera de doblegar aquel espíritu rebelde y de paso reportarle algún dinerillo. Todo fue bien los primeros días pero a la tercera semana una discusión trivial con un compañero terminó en una pelea a puñetazos. El capataz quiso intervenir pero también sufrió los insultos de Mario, en vista de lo cual al día siguiente le dieron el finiquito y a su padre el gran disgusto cuando se enteró de la noticia.
        La madre, angustiada por la situación y el negro porvenir de su hijo, contactó con  parientes y amigos en busca de una ayuda que acabara con la insoportable guerra que se vivía en casa. A los pocos días un familiar cercano le comentó que conocía a un psicólogo que trabajaba en reinserción social y le animó a que probara a realizar una terapia de grupo con gente que tuviera una problemática parecida a la suya. Se lo comentó a su hijo y éste, a quien la idea no le agradó en absoluto, aceptó a regañadientes por no darle un nuevo motivo de disgusto a su madre pero dejando claro que si no le gustaba no volvería a ninguna sesión posterior.
        El día señalado diez personas estaban sentadas en círculo. El psicólogo tomó la palabra.
        -Os invito a que habléis de lo que sentís ahora, porque este es un espacio de comunicación que persigue superar entre todos situaciones de angustia, miedo y pérdida de confianza. Podéis hacerlo con total libertad.
        Con caras de duda al principio, uno a uno fueron contando en intervenciones breves sus particulares experiencias. Mario permanecía en silencio, pero enseguida empezó a sentir aburrimiento preguntándose qué hacía allí, en medio de gente desconocida y escuchando problemas de otros. Bastante tenía con los suyos para que encima le agobiaran con historias por las que no sentía el menor interés. Se arrepintió de la decisión tomada y estaba a punto de levantarse cuando el moderador clavó sus ojos en él.
        -Mario, es tu turno. Te escuchamos lo que tengas que decirnos.
        Con gesto de fastidio se removió en su asiento, carraspeó ligeramente y segundos después dijo:
        -No tengo mucho que contar porque mi vida hasta ahora ha sido un fracaso y una mierda. Pero hace un mes conocí a una chica. Se llama Laura y con ella me siento bien. Es la única persona que me escucha y cuando estoy a su lado me olvido de todos los problemas, el tiempo se me pasa rápido y en el momento de despedirnos  lo único que hago es contar las horas para verla de nuevo.
        Cuando terminó, todos los ojos se posaron en él, escuchándose algunas risitas ahogadas con la mano y provocando en Mario una mezcla de vergüenza y rabia al ser consciente de que había hecho el ridículo. La sala se quedó en silencio y el moderador recorrió con la mirada a todos los presentes.
        -Ninguno de vosotros entendió el mensaje, pero sólo él ha sido capaz de hablar de sentimientos –dijo señalando con el dedo a Mario-, porque ocurre que cuando todo se derrumba a nuestro alrededor, la confianza en las personas es lo único que nos salva.
         Mario levantó la vista y lentamente paseó una mirada de orgullo entre sus compañeros. Era la primera vez en su vida que recibía el elogio de alguien, su primer triunfo. Mientras una extraña sensación recorría su cuerpo pensó que tal vez no estaría de más volver a la siguiente sesión.

miércoles, 1 de enero de 2020

El Gordo de la Navidad


      Críspulo vive en un pequeño pueblo castellano-leonés. Con sesenta y siete años es el más joven de sus catorce vecinos y desde hace algún tiempo el alcalde pedáneo de una localidad que estuvo a punto de desaparecer bajo las aguas de un pantano, pero que, gracias a la fuerte oposición de sus vecinos y al apoyo de varios grupos ecologistas, el proyecto no siguió adelante. Aquel episodio no frenó las ganas de emigrar de sus habitantes y desde entonces la despoblación ha sido lenta pero inexorable y la máxima preocupación ahora de su alcalde es detener esa sangría y ver la manera de revitalizar su pueblo. Ideas tiene muchas pero rechaza varias que le proponen y que le parecen inviables e importadas de fuera, como por ejemplo organizar una caravana de mujeres. Sus ideas van más bien dirigidas a aprovechar la riqueza paisajística y forestal de la zona y sobre todo a conseguir que jóvenes familias se instalen en el pueblo, para lo cual está dispuesto a poner a su disposición las casas del maestro y del cura, actualmente vacías,  a cambio de un pequeño alquiler. El pueblo no es ni bonito ni feo pero se encuentra en un valle rodeado de pinares que antiguamente explotaba una importante industria resinera.
     Un par de veces al mes Críspulo se acerca a la capital para realizar gestiones ante la Diputación Provincial encaminadas a  conseguir fondos para reparar el tejado de la Iglesia, solicitar que la deficiente cobertura de telefonía móvil y la señal de internet lleguen sin problemas a sus hogares, y por último proponer una plaza de pastor, pues Eladio, que ha ejercido toda su vida, a sus ochenta y siete años ya no da para más. El pueblo cuenta también con una fragua junto a sus útiles y herramientas, hoy sin uso, que Críspulo pretende aprovechar.
     Se acerca la Navidad y hoy debe ir de nuevo a la capital. Antes de montar en su coche se encuentra con Severiano, que con noventa y nueve años es el más viejo del pueblo. Todas las mañanas acude a su huerta, goza de una salud de hierro y apenas un par de veces en su vida se ha visto obligado a ir a la capital a visitar al médico. Vive con su hija de setenta y siete años que es la que le cuida y hace compañía. Severiano no sabe que Críspulo le anda preparando un homenaje con motivo de su centenario; ha contactado con un periodista del diario provincial para hacerle una entrevista que irá en la contraportada. Piensa que cualquier iniciativa es buena si sirve para que se hable del pueblo y anime a otros a residir en él. 
      A mediados de diciembre  los pocos vecinos se despiertan con la gran noticia que va a transformar sus vidas: el alcalde les ha anunciado que dos familias rumanas  van a venir para instalarse en el pueblo aprovechando las ventajas que les ofrecen. El día de Navidad Críspulo ha convocado a todos los vecinos en el salón del Ayuntamiento con el fin de dar la bienvenida a los recién llegados. Junto al árbol de Navidad hay una bandeja con turrón y mazapanes para que nada falte en un día tan especial. Cuando están todos reunidos, a una señal suya aparecen las dos familias entre los aplausos de sus convecinos. El nuevo pastor tiene tres niños de siete, cinco y cuatro años. Todos se los imaginan viendo corretear por las calles, una estampa ya casi olvidada para ellos. Gica, el herrero, es más joven. Tiene una niña de dos años y su mujer lleva en brazos a un bebé de apenas cuatro meses. Es un enamorado de la forja y piensa que puede sobrevivir con su taller anunciándose y vendiendo sus obras por internet. Con sencillas palabras, Críspulo les da la bienvenida en nombre de todos porque gracias a ellos el pueblo puede mirar al futuro con cierto optimismo. Tímidamente los niños se acercan a la bandeja de turrones mientras miran de reojo a sus padres esperando su aprobación. El bebé es el centro de atención y todos quieren verlo de cerca. Cuando le llega el turno Severiano no puede impedir que una lágrima asome a sus mejillas. Hace más de cuarenta años que no se veía a una criatura así  en el pueblo.
     Discretamente apartado a un lado de la sala, Críspulo observa con satisfacción las caras de felicidad de sus paisanos y ya anda dando vueltas a su cabeza la idea de montar una casa rural. De momento el censo ha pasado de catorce a veintitrés habitantes y aunque casi nadie ha comprado  décimos de lotería, se puede decir que el pueblo ha sido agraciado con el premio Gordo de la Navidad.