Todos tenemos secretos inconfesados que guardamos para nosotros mismos,
ya que de saberse harían palidecer hasta a nuestros amigos más íntimos. Los
tenemos guardados en lo más recóndito de nuestro ser porque nos avergüenza que
algún día se puedan desvelar. Si alguien os dijera que él no tiene nada que
ocultar no lo creáis, lo más probable es que su secreto lo tenga tan enterrado
que ni él mismo se haya dado cuenta. Eso que guardamos en la intimidad puede
versar sobre un tema moral, religioso, laboral, sexual, ideológico, fetichista
o cualquier otro aspecto que aborde el comportamiento del ser humano. Es algo
que actúa como una mancha en nuestro expediente y el simple hecho de
mencionarlo o que se divulgue nos bloquea, nos avergüenza y hemos de hacer un
gran esfuerzo para que no afloren desde lo más hondo de nuestro yo. Aristóteles
lo describió antes que nadie: “Somos dueños de nuestro silencio y esclavos
de nuestras palabras”.
En cada persona habita un ser
misterioso, alguien a quien a veces no comprendemos y que nos confunde, por eso
nuestras acciones son en algunos casos contradictorias y faltas de sentido. En
el fondo todos somos vulnerables, necesitamos una coraza protectora que nos
proporcione la seguridad de la que a menudo carecemos. Toda nuestra vida está
sujeta a un gran misterio. Venimos de la nada y vamos hacia la nada. ¿Existe
algo más absurdo que eso? Humanistas y filósofos han indagado sobre ello, y es
que algunas cosas no estamos preparados para comprenderlas.
Amigo lector,
amiga lectora, tú también tienes esos secretos. Reconócelo.
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