Sentado en el taburete alto de la barra de un
bar, mientras me tomo la cerveza que he pedido, contemplo el ir y venir del
camarero y también de la clientela que entra y sale. Mientras la consumo
despacio, observo que en la otra esquina de la barra hay un señor tomándose un
combinado. Es más o menos de mi edad, pelo canoso, bien trajeado y parece como
absorto en sus pensamientos. Sin saber
por qué me invade un sentimiento de cercanía hacia esa persona y le pido al
camarero que me cobre su consumición. Me pregunto si a través de la
neurociencia seremos capaces algún día de conocer los pensamientos del otro,
pero solo de pensarlo me entran
escalofríos. Tal vez sea la próxima revolución, quién sabe en qué estadio
estaremos dentro de cincuenta o cien años. Hace algún tiempo entrevistaron a un
señor de Menorca que murió con ciento catorce años, en la que afirmaba que el mayor invento que había conocido en su
vida había sido la luz eléctrica. Hoy en día ese invento lo tenemos tan
naturalizado que no le damos la menor importancia.
—¿Nos
conocemos? —pregunta el desconocido viniendo a mi encuentro cuando el camarero
le indica que le he invitado.
Le
respondo que no, que todo se debe a un arranque de generosidad que me surge de
vez en cuando. Nos presentamos, dándonos la mano. Se llama Facundo.
—Ya no
quedan nombres como el suyo —le digo para romper el hielo.
—No,
ahora les ponen nombres raros. Yo tengo dos nietos, uno se llama Tarik y el
otro Akira.
Me
cuenta que es psiquiatra, que trabaja en un despacho cercano y que cuando
termina su jornada laboral a veces se toma un gin-tonic para relajarse del
estrés acumulado. Quiere saber a qué me dedico. Como no quiero que me analice y
halle en mí algún trastorno mental que desconozco, le digo simplemente que soy un jubilado
activo que busca estar en paz conmigo mismo y con los demás.
—Tiene
suerte. A mi consulta vienen todos los días tipos con patologías que debo
ayudar a superar —me cuenta mientras pide al camarero que reponga nuestras
bebidas.
—¿Qué
tipo de patologías?
—De
todo. Gente que ya no comprende el mundo en el que vive, la tendencia a la
soledad o cómo encarar la vejez y el
final de la vida, trastornos de conducta, de comportamiento, depresiones. En
fin, todo un catálogo de desdichas, pero elegí esta carrera, una disciplina en
la que no afloran los rasgos positivos ni la buena energía. La verdad, es
bastante agotador escuchar todos los días los problemas de los demás. De todo
ello intento liberarme yendo los fines
de semana al monte o viendo comedias en el cine.
El tal
Facundo me produce una grata impresión a primera vista. Me siento a gusto de
haber forzado el encuentro. Beber en compañía es mejor que hacerlo solo, nos
ayuda a socializar y a sacar lo mejor de nosotros mismos. Sigue hablando.
—Siempre trato de comprender el por qué de los comportamientos de los
demás pero no siempre lo consigo. Por ejemplo me cuesta entender ver al
personal con el pelo naranja, azul o morado. Usted lo ve normal? —me pregunta.
—No
sé, es la libertad de cada uno. No hacen daño a nadie —respondo.
—Pero
va contra la naturaleza. Si yo me tiñera el pelo de azul o llevara tatuajes en
brazos y cuello ¿la gente acudiría a mi consulta? Pensarían que soy un
mamarracho e inspiraría menos confianza.
—Pues
entonces haga como yo, jubílese y disfrute de la vida. Así no tendrá que
escuchar problemas de otros y ganará en salud.
—Me
encantaría pero no puedo, he avalado el préstamo de mis hijos y debo seguir
trabajando. Ah, cómo le envidio. La vida es para disfrutarla y sin embargo se
nos va entre lloros y lamentaciones.
Se
produce un silencio porque ninguno de los dos sabe cómo encauzar el diálogo.
Por un momento me arrepiento de haber entablado conversación con un extraño. Me
lo suele repetir siempre mi mujer, no te metas donde no te llaman. También mi
abuela paterna cuando en mi adolescencia me decía que tenía poco fundamento
—fundamento gutxi, decía—Nadie está
libre de prejuicios, mi acompañante psiquiatra tampoco, porque los prejuicios
no entienden de formación ni de clase social. Me doy cuenta de que ahora él es
mi paciente y que no tengo ninguna receta ni respuesta que darle. Como veo que
hemos llegado a un punto muerto y que la conversación no da para más, miro el
reloj, apuro mi bebida y me invento la excusa de que he quedado con mi hijo
para ver una obra de teatro.
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