martes, 2 de mayo de 2023

En el bar

 

       Sentado en el taburete alto de la barra de un bar, mientras me tomo la cerveza que he pedido, contemplo el ir y venir del camarero y también de la clientela que entra y sale. Mientras la consumo despacio, observo que en la otra esquina de la barra hay un señor tomándose un combinado. Es más o menos de mi edad, pelo canoso, bien trajeado y parece como absorto en sus pensamientos. Sin saber por qué me invade un sentimiento de cercanía hacia esa persona y le pido al camarero que me cobre su consumición. Me pregunto si a través de la neurociencia seremos capaces algún día de conocer los pensamientos del otro, pero solo de pensarlo  me entran escalofríos. Tal vez sea la próxima revolución, quién sabe en qué estadio estaremos dentro de cincuenta o cien años. Hace algún tiempo entrevistaron a un señor de Menorca que murió con ciento catorce años, en la que afirmaba  que el mayor invento que había conocido en su vida había sido la luz eléctrica. Hoy en día ese invento lo tenemos tan naturalizado que no le damos la menor importancia.

     —¿Nos conocemos? —pregunta el desconocido viniendo a mi encuentro cuando el camarero le indica que le he invitado.

     Le respondo que no, que todo se debe a un arranque de generosidad que me surge de vez en cuando. Nos presentamos, dándonos la mano. Se llama Facundo.

     —Ya no quedan nombres como el suyo —le digo para romper el hielo.

     —No, ahora les ponen nombres raros. Yo tengo dos nietos, uno se llama Tarik y el otro Akira.

     Me cuenta que es psiquiatra, que trabaja en un despacho cercano y que cuando termina su jornada laboral a veces se toma un gin-tonic para relajarse del estrés acumulado. Quiere saber a qué me dedico. Como no quiero que me analice y halle en mí algún trastorno mental que desconozco,  le digo simplemente que soy un jubilado activo que busca estar en paz conmigo mismo y con los demás.

     —Tiene suerte. A mi consulta vienen todos los días tipos con patologías que debo ayudar a superar —me cuenta mientras pide al camarero que reponga nuestras bebidas.

     —¿Qué tipo de patologías?

     —De todo. Gente que ya no comprende el mundo en el que vive, la tendencia a la soledad  o cómo encarar la vejez y el final de la vida, trastornos de conducta, de comportamiento, depresiones. En fin, todo un catálogo de desdichas, pero elegí esta carrera, una disciplina en la que no afloran los rasgos positivos ni la buena energía. La verdad, es bastante agotador escuchar todos los días los problemas de los demás. De todo ello  intento liberarme yendo los fines de semana al monte o viendo comedias en el cine.

     El tal Facundo me produce una grata impresión a primera vista. Me siento a gusto de haber forzado el encuentro. Beber en compañía es mejor que hacerlo solo, nos ayuda a socializar y a sacar lo mejor de nosotros mismos. Sigue hablando.

     —Siempre trato de comprender el por qué de los comportamientos de los demás pero no siempre lo consigo. Por ejemplo me cuesta entender ver al personal con el pelo naranja, azul o morado. Usted lo ve normal? —me pregunta.

     —No sé, es la libertad de cada uno. No hacen daño a nadie —respondo.

     —Pero va contra la naturaleza. Si yo me tiñera el pelo de azul o llevara tatuajes en brazos y cuello ¿la gente acudiría a mi consulta? Pensarían que soy un mamarracho e inspiraría menos confianza.

     —Pues entonces haga como yo, jubílese y disfrute de la vida. Así no tendrá que escuchar problemas de otros y ganará en salud.

     —Me encantaría pero no puedo, he avalado el préstamo de mis hijos y debo seguir trabajando. Ah, cómo le envidio. La vida es para disfrutarla y sin embargo se nos va entre lloros y lamentaciones.

     Se produce un silencio porque ninguno de los dos sabe cómo encauzar el diálogo. Por un momento me arrepiento de haber entablado conversación con un extraño. Me lo suele repetir siempre mi mujer, no te metas donde no te llaman. También mi abuela paterna cuando en mi adolescencia me decía que tenía poco fundamento —fundamento gutxi, decía—Nadie está libre de prejuicios, mi acompañante psiquiatra tampoco, porque los prejuicios no entienden de formación ni de clase social. Me doy cuenta de que ahora él es mi paciente y que no tengo ninguna receta ni respuesta que darle. Como veo que hemos llegado a un punto muerto y que la conversación no da para más, miro el reloj, apuro mi bebida y me invento la excusa de que he quedado con mi hijo para ver una obra de teatro.

 

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