jueves, 30 de marzo de 2023

Una semana cualquiera

 

     LUNES. Cuando en mi casa se acuestan todos por la noche, aprovecho para ver una serie. Le elegida ofrece un cóctel canalla pero sugerente: marginación, droga, delincuencia, corrupción, etc. Me entretiene, pero analizando un poco el contenido se le ven las costuras: El personaje mafioso es poco creíble, la policía es incompetente hasta decir basta, quien controla el trapicheo de la droga y quien forma la banda para hacerse con el control del barrio es una adolescente. En fin, ya sé que las series está de moda pero por favor, un poco de rigor, no todo vale. Sólo hay un actor  que lo borda, es el macarra jefe de un garito donde se vende droga y que tiene un gorila guardaespaldas. El actor que hace de mafioso es conocido por su papel en comedias, es poco creíble y además carece de recursos para hacer verosímil su personaje. Dieciséis capítulos de una hora cada uno. Siempre preferí las historias cortas aunque bien contadas a esas series interminables que se alargan tanto que al final cansan. Ejemplo “Cuéntame cómo pasó”.

     MARTES.  Desde hace unas semanas estamos preparando los siguientes conciertos de la Banda de Música de cara a la temporada de primavera y verano. Resulta que Julio, saxo barítono, en el ensayo de hoy se ha dejado una de las partituras en casa. Además es reincidente.

     —Estaba convencido de que la incluí con el resto —trata de justificarse. El director ya le conoce de otras veces.

     —El martes que viene la traes, pero no te dejes el instrumento.

Hay carcajada general excepto de Julio, claro.

MIÉRCOLES. La profesora de Antropología pregunta en clase si determinadas culturas son superiores a otras, por ejemplo si la cultura europea es superior a las de ciertas tribus que habitan en el Amazonas. Sin entrar a juzgarlas moralmente le respondemos que sí, que la nuestra es más avanzada en desarrollo, en ciencia, en tecnología, etc. Nos contesta si se puede llamar avanzada a una sociedad basada en el despilfarro y devoradora de los recursos naturales, que pone en peligro la salud del propio planeta y que encima, almacena armas nucleares capaces de eliminar todo vestigio de vida. Al final nos plantea una pregunta inquietante. El alto nivel de desarrollo de una cultura y sus formas de vida, ¿lleva aparejado también mayor grado de destrucción?

JUEVES. Se ha estropeado el lavavajillas y aparentemente es una avería sencilla pero como soy un inútil para las reparaciones, mi mujer ha optado por llamar al técnico. Al día siguiente aparece y le echa un vistazo. Le pregunto por la avería.

     —Es algo sencillo. Se trata de cambiar una pieza. Bajo al coche a buscarla.

Espero diez, quince, veinte minutos. ¿Dónde habrá aparcado este tío? O es una treta para alargar el tiempo? Al final aparece, es de los que llevan el boli en la oreja. En cinco minutos la cambia y lo deja arreglado por lo que confío en que no me dé el sablazo. Le pregunto el precio. Cincuenta y siete euros. Pensaba darle algo de propina pero me lo pienso mejor.

VIERNES. Al poco de levantarme recibo un mensaje por wasap de un número desconocido.

     —Hola cariño. No te puedes imaginar quién soy. Todos los días me acuerdo de ti.

Intento hacer memoria, pero nada.

     —Pues la verdad, no caigo.

Después de unos segundos vuelve a la carga.

     —Me gustaría que nos viéramos de nuevo. Te echo mucho de menos.

Normalmente intento ser educado y no utilizo expresiones malsonantes pero esta vez lo tuve claro y no pude contenerme.

     —Anda vete a cagar, gilipollas.

Y al momento bloqueé su número.

SABADO. Acudo con mi mujer y mis hijos a conocer el Parque Europa en Torrejón de Ardoz, un gran parque con lago, tirolinas y otras distracciones. Cuenta también con una reproducción de los edificios europeos más emblemáticos: la Torre de Londres, los molinos holandeses, la Puerta de Brandeburgo, la Torre de Belén de Lisboa, etc. Cuando estoy bajo la torre Eiffel una chica joven se acerca y dice que se me va a declarar y que al final debo decir “oui”. Inmediatamente pienso que está loca o que se trata de una apuesta. Acto seguido se pone de rodillas, me toma la mano y me suelta una parrafada en francés. Cuando termina le doy el consabido “oui” y compruebo que alguien ha estado grabando toda la escena.

DOMINGO. Me voy con mi mujer y unos amigos de excursión a Segovia. Elegimos el tren, es menos contaminante y en media hora nos plantamos allí. Visitamos la casa-museo de don Antonio Machado, un hombre misterioso y tímido  que nos dejó un legado maravilloso. Cuando estoy deprimido y confuso siempre le leo. Luego nos acercamos al Alcázar, que tiene apariencia de cuento de hadas y de ahí nos fuimos a dar buena cuenta de un cochinillo asado que nos estaba esperando. Damos una vuelta por la ciudad, las Bandas de cornetas y tambores ensayan para la Semana Santa. Entre comentarios y risas ya estamos de vuelta en Madrid. El domingo se va, otra semana comienza.

 

 

 

viernes, 3 de marzo de 2023

Una muerte para recordar

 

     Hablar hoy de la muerte es un tema casi tabú, algo que nos asusta y nos da miedo en esta sociedad del bienestar en la que vivimos. Así, para referirnos a ella preferimos utilizar eufemismos como “fulanito se ha ido, ya no está con nosotros” o bien, “menganito nos ha dejado”, que indican una carga más llevadera porque la palabra muerte nos provoca rechazo. Aparentar ser siempre joven, lucir buen tipo y apariencia física se han convertido en algo más que una tendencia, es casi una necesidad en la que todos o casi todos estamos inmersos queramos admitirlo o no, porque si algo tiene  la sociedad de consumo es que nos iguala en la mayoría de nuestros gustos, en nuestras apetencias y aspiraciones (véase si no nuestra dependencia  de los móviles, la irrupción de los retoques estéticos, bótox, tratamientos faciales, la proliferación de gimnasios, el furor de los tatuajes o, de unos años a esta parte esa desmedida afición por las mascotas).

     Pues bien, en el Club de Lectura que organiza la biblioteca “Luis Martín Santos” de mi barrio, el profesor nos cuenta que en épocas de crisis (y nosotros estamos en una de ellas), las sociedades necesitan referentes que les puedan guiar hacia un futuro esperanzador y, a continuación, nos pide que citemos los nombres de personas con un final trágico que a nuestro juicio han contribuido a cambiar el rumbo de la Historia. Salen a relucir los nombres de Luther King, Ghandi, Lumumba, Che Guevara, Miguel Servet, Savonarola, Monseñor Romero, Chico Mendes y algunos otros que ahora no recuerdo. Para mis compañeros de clase, a éstos habría que añadir también otros nombres relevantes que han dejado un gran legado artístico y cultural: John Lennon, García Lorca, Antonio Machado, Passolini,  Anna Politkoskaya, Robert Capa, Víctor Jara, y así un largo etcétera.

     Es mi turno y cito a Jan Palach. Se produce un silencio porque no es un nombre que haya trascendido y la mayoría no lo conoce. Les explico que era un joven estudiante de Filosofía de la universidad de Praga que se opuso a la invasión de su país  por parte de los tanques soviéticos en 1968. Por aquel entonces el gobierno checo intentó unas tímidas reformas en lo que se llamó la “Primavera de Praga” hacia un socialismo con rostro humano, reformas que fueron aplastadas con mano de hierro por los dirigentes soviéticos. Jan Palach pertenecía a un comando estudiantil que se oponía a la presencia de tropas rusas en su ciudad y pensaban que había que dar una respuesta contundente a la invasión. El día señalado, en una céntrica plaza de una ciudad rodeada de tanques, se roció de gasolina  y acto seguido se prendió fuego. Tres días después falleció en el hospital a causa de las gravísimas quemaduras que afectaron al ochenta y cinco por ciento de su cuerpo. A partir de aquel día las movilizaciones fueron gigantescas contra la presencia de tropas extranjeras en su país. Yo era entonces adolescente y la noticia me impactó. Los periódicos en general se referían a él como un suicida. Hoy reconocemos que fue un héroe y un mártir. La Real Academia ha modificado recientemente el concepto de mártir. Ahora hay dos acepciones casi iguales. Una es “persona que padece muerte en defensa de su religión”, y la otra “persona que muere o sufre grandes padecimientos en defensa de sus creencias o convicciones”.

     Más allá de la acción en sí, me pregunto cómo habría afrontado la situación la noche previa a su inmolación y, cuando salió por última vez de casa, de qué manera se habría despedido de sus padres y hermanos. Todos los personajes citados más arriba sabían el peligro que corrían pero ninguno tenía la fecha marcada. Un atentado contra ellos era una probabilidad, pero solo eso. Jan Palach en cambio ya había tomado una determinación, de ahí la grandeza de su decisión que al mismo tiempo sobrecoge y nos produce espanto nada más pensarlo. Hace tres o cuatro años estuve en Praga y no pude por menos que acercarme al lugar, en la plaza Wenceslao. Allí, un pequeño túmulo en forma de cruz de bronce recuerda el sitio donde se inmoló con veinte años en defensa de la libertad de su país. No fue el único, hubo más casos de estudiantes que le imitaron, hasta el punto de que las autoridades checas tuvieron que pedir a la población joven, que renunciaran a ese tipo de protesta. Desde entonces numerosas plazas y calles de la República Checa y de Europa llevan su nombre, así como un asteroide descubierto en julio de 1969.

     El gesto de Jan Palach fue entonces y sigue siendo ahora, el grito contra el afán expansionista de todos los gobiernos que apuestan por la guerra como medio para solucionar los conflictos.