Nada más llegar de su país lo primero que hizo Itzayana fue buscar el medio de ganarse la vida. Venía acompañada de su hijo Walter de seis años, pues de esa manera, según le dijeron, sería más fácil conseguir el permiso de residencia. Luego, a través de un contacto fiable le aseguraron que si tenía paciencia con las personas mayores conseguiría un trabajo enseguida. Así fue y a los quince días le ofrecieron un empleo para cuidar a un viejecito llamado Nuño, el cual, a su avanzada edad se unía el de una movilidad reducida debido a la progresiva esclerosis. Dotado de un carácter fuerte y enérgico, las más de las veces se encontraba malhumorado a causa de sus achaques y enfermedad que le hacían cada día más dependiente. Un intento de suicidio debido a su negativa a ir a una residencia puso en alerta a su hijo de la necesidad de que una persona estuviera siempre a su cuidado. Cuando se la presentaron lo primero que quiso saber fue el significado de su nombre. Ella le contestó que era de origen maya como muchos de los nombres de su país. Los días que se encontraba receptivo y de mejor talante preguntaba a Itzayana que le hablara de su país y a qué se dedicaba su marido. De su país le habló mucho pero de su marido no tenía mucho que contar; apenas se quedó embarazada él despareció pero ella no quiso abortar. Tampoco nadie en su familia se lo hubieran permitido. Lo más duro del trabajo de Itzayana era a la hora de asearle y bañarle. A la exigencia física se unía el pudor de verle desnudo: el cuerpo decrépito, el sexo diminuto, las carnes ajadas, el malhumor perenne de la persona que conscientemente se siente dependiente y al mismo tiempo es incapaz de asumirlo. Ella trataba de superarlo imaginando que se trataba de un familiar suyo. De esta manera cualquier sacrificio bien merecía la pena. Cierto día el viejo quiso propasarse alargando el brazo y tocando su trasero como haciéndose el distraído, pero ella fue tajante en su negativa, eso no don Nuño -le dijo- porque claro, una aunque humilde, tiene su honra y su decencia. El echaba pestes, como si la culpable de su deterioro fuera la persona que le cuidaba. Raro era el día que Itzayana lo encontraba de buen humor o con una sonrisa en su rostro, pero todo lo asumía con entereza.
Un día, mientras limpiaba la casa encontró un billete de cien euros en el suelo. Era la primera vez que los veía pero se lo devolvió en ese mismo instante antes de que él hiciese conjeturas. Era demasiado evidente de que lo había dejado allí para tentarla y comprobar su reacción. A partir de entonces algo cambió en su actitud ante ella. El malhumor persistía pero de manera más suavizada, pequeños gestos que Itzayana percibió como un cambio en su proceder. Un nuevo ictus que le impedía hablar con claridad motivó el empeoramiento de su quebrada salud teniendo que comunicarse con mucho esfuerzo y buenas dosis de paciencia. La casa de Nuño era grande y espaciosa, ubicada en el centro de la ciudad. Para ella, acostumbrada a viviendas humildes aquello no dejaba de ser un palacio, aunque éste fuera su lugar de trabajo. Todos los días le sacaba de paseo a pesar de su negativa a que vieran sus vecinos la decrepitud en que se había convertido. No importaba, ella se aplicaba con diligencia y esmero la recomendación de los médicos para que tomara el sol y el aire.
Durante dos años Itzayana cuidó de él lo mejor que pudo pero en el último mes empezó a notar que se encontraba más nervioso y alterado de lo normal, apenas hablaba, encerrado en su mutismo. Pensó que se trataba de una de sus cada vez más frecuentes depresiones, pero lo que la inquietó de verdad fue cuando le comunicó que al día siguiente sería su hijo el que le llevara al médico y que por tanto la mañana la tendría libre. Preocupada, no pudo dormir bien aquella noche. Un par de días después mientras le preparaba el desayuno en en la cocina, Nuño le pidió que dejara sus quehaceres y se sentara en la mesa. Nerviosa, al punto obedeció. Ayer fui al Notario. He dispuesto que a mi muerte esta casa sea tuya. Mi hijo ya lo sabe. Itzayana no estaba preparada para esa declaración. Bajó la cabeza y al momento dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
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