miércoles, 29 de julio de 2020

Catorce kilómetros


      Hace ya bastantes años, cuando el fenómeno migratorio comenzó a afectar directamente  a  España, vi un anuncio en el periódico que me llamó la atención. La Cruz Roja necesitaba voluntarios que dominaran el francés para labores de apoyo en Salvamento Marítimo durante los meses de Julio y Agosto. Tenía entonces veintisiete años y un espíritu romántico que me empujaba a cambiar el mundo. Rellené la  instancia, pasé una prueba y al cabo de tres semanas me llamaron para realizar un curso básico de aprendizaje en Algeciras, centro de operaciones que abarcaba toda la zona del Estrecho. Yo formaba parte de un grupo compuesto por enfermeras, médicos, psicólogos y hasta una matrona. Ya el primer día que nos hicimos a la mar para participar en un rescate, me impactaron las condiciones en que llegaban a suelo español las aproximadamente setenta personas a bordo de una barcaza: hipotermia, calados hasta los huesos y sin poder mantenerse en pie después de un viaje de ocho horas sin apenas espacio para moverse.
       El quinto día nos comunicaron que debíamos salir con urgencia para socorrer a una embarcación que se encontraba a la deriva a unas dos millas de la costa. Era al atardecer y apenas había luz natural. En unos minutos subimos a la lancha mantas y víveres en medio de un gran nerviosismo pues éramos conscientes de que el  retraso de unos minutos podía significar la diferencia entre la vida o la muerte. Cuando llegamos, la barcaza estaba a punto de naufragar debido a que todos querían abandonarla al mismo tiempo en medio de una gran confusión. Los primeros en subir fue una joven pareja con un bebé de pocos meses en brazos de su madre, entre escenas de alivio y también de llanto por todo lo que habían sufrido. Mientras repartíamos agua y mantas, observé que todos saludaban al padre del bebé con muestras de agradecimiento y palmadas en la espalda. Llevado por mi curiosidad quise saber el motivo y me dirigí a él antes de que pasaran el control policial para su identificación. Me dijo que se llamaba Malik, que era camerunés, pero una vez que vio a los policías uniformados cambió su actitud y se mostró receloso a seguir hablando conmigo. Traté de tranquilizarle diciéndole que estábamos allí para ayudarles, que comprendíamos las razones para abandonar sus países en busca de un futuro y que nuestra tarea era que estuviesen lo mejor atendidos. 
      No sé si mis palabras lograron convencerle pero al menos logré que siguiera hablando tras asegurarle que no era ni periodista ni policía y que  todo lo que contara quedaría entre nosotros. Comenzó entonces a relatar la odisea de su viaje. Había salido de su país hacía dos meses, pagado a varios guías hasta alcanzar la costa marroquí y luego al patrón de la patera. En total cuatro mil euros reunidos entre todos sus parientes. Antes de partir, un amigo le dijo que se hiciera con un arma. La travesía fue larga y difícil, llena de sobresaltos. En Malí una noche quisieron violar a su mujer, cosa que impidió apuntando con su pistola en la nuca al agresor. Nunca un consejo  le fue tan valioso. Ya en el Estrecho, el patrón de la embarcación, tras divisar de cerca la costa española les conminó a abandonar la embarcación amenazándoles con dar la vuelta si no lo hacían. Él se le enfrentó diciendo que ellos habían pagado para hacer la travesía completa, en vista de lo cual el patrón comenzó a maniobrar para dar la vuelta. Presa de desesperación, Malik sacó entonces su pistola, le disparó tres veces y le hizo caer al agua mortalmente herido. Nadie hizo nada por  socorrerle pero la embarcación quedó a la deriva a merced de las olas durante dos horas. Luego, cuando observó que se acercaba la patrulla de salvamento tiró la pistola al mar.
       Comprendí entonces su miedo a la policía, pero era poco probable que nadie le denunciase. Todos hubieran apretado el gatillo para librarse de alguien que comerciaba con ellos como si fueran mercancía. El Estrecho se había cobrado una nueva víctima pero esta vez nadie lamentó su muerte

lunes, 6 de julio de 2020

Dos minutos y treinta segundos


      Todo el mundo le había asegurado que durante aquellos días la diversión estaba garantizada, que tan  solo era cuestión de dejarse llevar por las calles y plazas del centro de la ciudad, un hervidero de gente en donde el blanco y el rojo eran los colores predominantes. Julián se encontraba  en Pamplona un 7 de Julio, una ciudad a rebosar. Había acudido con sus amigos dispuestos a pasar un fin de semana inolvidable, aunque a decir verdad, él iba más que nada a seguir las huellas de Hemingway, un personaje que siempre le había fascinado por su vida bohemia, su pasión por la caza y la pesca, amante del deporte (practicaba el rugby, natación, waterpolo, atletismo, boxeo) su espíritu aventurero y también por la etapa de  reportero de prensa  durante la guerra civil española. Julián quedó impresionado al saber que se había enfrentado a su familia por su deseo de viajar a Europa y combatir en la primera guerra mundial cuando todavía no había cumplido los dieciocho años. Conocedor de todas sus obras,  se preguntaba qué era lo que de verdad le había atraído de los Sanfermines para ser capaz de volver varias veces a Pamplona.
      A pesar de que no habían dormido la noche anterior y estaban cansados, todavía les quedaba un último  esfuerzo: correr el encierro. Julián deseaba vivir emociones fuertes, las mismas que Hemingway había sentido y supo dar a conocer al mundo las sensaciones de una fiesta única. En el momento en que sonó el cohete sintió cómo su corazón se aceleraba mientras sus amigos se daban ánimos esperando a los toros en la calle Estafeta. Poco a poco la carrera se fue acelerando y un minuto  más tarde la manada pasó junto a él como una exhalación. Trató de buscar a sus amigos pero éstos habían desaparecido en medio del tumulto. No importaba, pronto se reunirían en el lugar acordado para desayunar y comentar  experiencias.
      En ese momento miró hacia la izquierda y lo que vio le dejó sin aliento.  Un toro rezagado venía derecho hacia  él, se encontraba a dos metros de distancia y  no tenía  escapatoria posible porque se encontraba contra la pared. En medio del espanto se fijó en las impresionantes astas que coronaban su cabeza y en unos ojos que le miraban fijamente sin prestar atención a los pastores que con sus varas trataban de llevarse al animal. No existía un manual sobre cómo salir de ésta. Correr era su única alternativa pero el miedo le dejó paralizado.En medio del pánico quiso gritar pero de la garganta tan solo salió una especie de súplica. Se acordó de que también Hemingway había asumido el riesgo físico en varios momentos de su vida. Sin saber por qué, le vino a la mente la frase “vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver” y de repente le pareció absurda y ridícula porque nadie desea morir joven. Allí se encontraba , en una de las calles más famosas del mundo, a la vista de decenas de fotógrafos y cámaras que recogerían esos momentos de angustia. Confiaba   que en  su casa no vieran esas imágenes dramáticas. Cuando el animal se abalanzó sobre él, cerró los ojos porque no deseaba ver el final.  Lo último que recordaba eran los desgarradores gritos desde los balcones.