martes, 23 de junio de 2020

Adolescentes


      Adriana se sabe el centro de las miradas de sus compañeros de clase. A su belleza se une su carácter abierto y espontáneo que la hacen ser la admiración de ellos y la envidia más o menos disimulada de ellas. Estudia segundo de Bachillerato y ya está pensando en su ingreso en la Universidad aunque todavía no tiene muy claro qué carera elegir. Desde pequeña sus padres le han inculcado que debe ser responsable de sus acciones y en general son tolerantes con ella  respecto a horarios y esas cosas que inquietan cuando se tienen hijos en edad adolescente.
     Suele  recibir  en el móvil mensajes y bromas sobre todo  de Alex y Pablo, compañeros de clase, pero a ella quien de verdad le atrae es Diego, un tipo alto y atlético, que casualmente es de los pocos que no le rondan a su alrededor. A menudo piensa la manera de estar a solas con él y lo comenta con sus amigas Lucía y Raquel para saber su opinión.
     —Hija, deja algo para las demás —le responden con sorna. Además, ese chico no te va. Sólo piensa en los estudios. Debe ser un aburrimiento salir con él.
     El colegio está preparando el viaje de fin de curso a Roma. Quieren saber qué conocimientos tienen los alumnos  de la ciudad y qué lugares desean  visitar, pero de momento Adriana piensa más en la fiesta de su cumpleaños y a quién piensa invitar.
     —Tía, vas a flipar —le dice Lucía. Ayer casi sin querer miré en la mochila de Diego.
     —¿De verdad era sin querer?
     —Escucha. Tiene una agenda con los datos de todos nosotros: nombres, edades, dónde vivimos, aficiones... ¿no te parece algo raro?
     —¿Pone algo de mí?
     —Joder tía. ¿Sólo te preocupa eso? Esas cosas en el cine las hacen los psicópatas.
     Adriana no quiere darle más importancia al asunto pero en su interior piensa si su amiga no tendrá algo de razón. Intenta concentrarse en la preparación de la fiesta de  cumpleaños en el chalet que sus padres tienen en un pueblo cerca de Madrid. Ha invitado a quince compañeros, también a Diego aunque sus amigas creen que no acudirá porque es un tío raro que va a su aire.
     El día de la fiesta la previsión es de una jornada de mucho calor. Alex es el primero que llega en una Harley que conduce su primo Mario, algo mayor que él. Se lo presenta y una vez que están todos, después de recibir los regalos y las sorpresas, Adriana  invita al resto a refrescarse y tras un momento de vacilación la mayoría  acaban en la piscina. Las miradas y las risas se entremezclan con las bromas de los más atrevidos. Adriana se siente un tanto desilusionada porque Diego al final no ha acudido a la fiesta pero intenta disimular su decepción y propone que Lucía y Raquel se encarguen  de la música y que Pablo, Alex y Mario preparen la barbacoa. En ese momento y ante la sorpresa de todos aparece Diego de manera discreta con un ramo de flores. Adriana no lo dice pero es el regalo que más ilusión le ha hecho. Sus amigas se dan cuenta inmediatamente e intercambian  miradas de complicidad. 
     Después de la comida la fiesta continúa entre risas. El alcohol comienza a aflojar los sentidos y a liberar las voluntades de los más reticentes. Entre todos han alquilado un micro bus que les llevará de regreso a sus hogares  ya que era la condición que habían impuesto los padres de Adriana que, radiante, apaga las diecisiete velas, siente que la vida es una fiesta  que contagia alegría y  ganas de ser feliz. El reggaeton y el trap se hacen los dueños de la tarde mientras Alex y Mario consumen alguna sustancia fuera del alcance de las miradas indiscretas del resto, que se divierten chapoteando en la piscina.
      A media tarde, cuando el ambiente está lo suficientemente animado, Alex y Pablo proponen que jueguen a "verdad o reto", un juego de preguntas y respuestas en el que se ponen a prueba el humor, salen a relucir los requiebros, la fantasía y el atrevimiento de los participantes. Todos aceptan. El juego comienza con preguntas  inocentes pero poco a poco el nivel va subiendo. Se sortean las parejas que deberán permanecer durante un máximo de cinco minutos en una habitación. Cuando la pareja  Adriana y Mario  resulta  elegida al azar, se escuchan los primeros murmullos a su alrededor que pronto desaparecen porque Lucía sube el volumen del reggaeton. Han pasado casi los cinco minutos cuando Diego sale del baño y escucha gritos que provienen de la habitación de arriba. Abre la puerta sin llamar y les sorprende forcejeando en la cama con Adriana al borde del llanto. Diego  fulmina con la mirada a Mario diciéndole que se largue de casa. Aliviada por su presencia, se abraza a él y éste le tranquiliza con palabras cariñosas llenas de ternura que era lo que Adriana necesitaba, en vez del comportamiento zafio del bruto que le cayó en suerte. Ya más relajada, echa el pestillo a la puerta,  lentamente se va desnudando y busca la boca de él poniéndose de puntillas. Luego le quita la camisa a Diego y abraza su torso musculoso, pero le nota algo frío y distante sin entender cuál es el motivo. Ella sin embargo se siente feliz, era lo que siempre había deseado apareciendo por sorpresa en el momento oportuno. Los ecos de una Harley  que desaparece se escuchan entre el sonido del reggaeton. Luego Diego se separa y camina despacio hacia la ventana mirando un largo rato fijamente a un punto. Adriana siente curiosidad y acude  para saber cuál es el objeto de su interés. Los dos observan en silencio a Pablo que está sentado en el columpio con un vaso en la mano contemplando sonriente al resto del grupo. 
     Adriana, decepcionada, ahora lo comprende todo. El juego ha terminado  para ella.                                                                                                                                 

miércoles, 10 de junio de 2020

Sin noticias del pasado

     Hoy toca comida familiar en casa de los Rodríguez. La excusa es el cumpleaños del abuelo Juan y por ese motivo han reunido a sus hijas, yernos y a Luis, el nieto de ocho años. La prodigiosa memoria que disfrutaba Juan hasta hace unos años ha ido desapareciendo y una espesa niebla se ha adueñado de su cerebro en los últimos tiempos. Apenas participa ya en las conversaciones porque la mayor parte del tiempo se encuentra sumido en el silencio en medio de un laberinto del que le resulta difícil salir. Tan sólo  en algunos períodos cortos de lucidez es capaz de seguir alguna conversación que no requiera demasiado desarrollo argumental.
     Su familia es consciente de su estado y procura dejarle solo con sus pensamientos mientras ellos pasan de un tema a otro durante la larga sobremesa. Dora, su mujer, observa con gesto impotente su mirada vacía, ajeno a las conversaciones que se suceden sobre la situación política, Cataluña y los diversos casos de corrupción. Luego ella y sus hijas se lamentan  de que después de toda una vida de trabajo no pueda disfrutar de su jubilación porque una enfermedad silenciosa ha hecho mella en él y ahora apenas es capaz de reconocer a quienes tiene a su lado. Para todos es una situación difícil, sobre todo para Dora que sabe con cuánta ilusión esperaba ese momento para dedicarse a su pasión favorita: las maquetas de barcos, que con tanto cariño y paciencia se entregaba a su construcción. Un majestuoso galeón español del S. XVII de más de un metro de largo está situado en un lugar preferencial del salón. A menudo lo contempla con indisimulado orgullo, invirtió más de tres años en construirlo pero sabe que el  esfuerzo mereció la pena. Para él es el objeto de más valor de la casa, hasta hubo un anticuario que estuvo dispuesto a comprarlo a buen precio, pero él siempre se negó diciendo que un padre nunca abandona ni se desentiende de sus hijos.
     Su nieto Luis se le queda mirando porque no comprende cuál es esa misteriosa enfermedad que le mantiene ajeno a lo que sucede a su alrededor y a día de hoy todavía nadie se lo  ha explicado suficientemente. El abuelo a veces le sonríe y le hace alguna carantoña pero hoy, después de soplar las velas varias veces y recibir los aplausos y los regalos de su familia parece que algo se ha reactivado en su cerebro. En un momento dado le hace gestos a su nieto para que se acerque.
      —Dime. ¿Tienes muchos amigos? 
      —Uff tengo mazo —le contesta su nieto de inmediato.
      — ¿Y eso son muchos o pocos?
      —Todos los de mi clase y los del equipo de fútbol. ¿Y tú tienes amigos?
      —Uno —le responde lacónicamente.
     La breve conversación se interrumpe porque Juan se ha desconectado de la realidad y su cerebro ha vuelto a ese estado de oscuridad en el que pasa la mayor parte del tiempo.
     Han pasado ya siete años desde entonces y Luis vuelve del cementerio junto a su madre  donde acaban de incinerar al abuelo.  En casa ambos luchan por disimular las lágrimas a pesar de que hacía ya mucho tiempo que dejaron de comunicarse con él, pero Luis siempre escondió una duda en su interior y ahora cree que es el momento de plantearla.
      —Mamá. ¿Quién era ese amigo del abuelo?
      La pregunta devuelve sin pretenderlo a la madre  a su infancia y a un periodo difícil en el que era mejor no preguntar según qué cosas porque ello abría  heridas que tardaban mucho tiempo en cicatrizar. Se sienta junto a él y por fin le cuenta lo que durante tantos años ha callado.
      —Tu abuelo ha muerto dos veces. Sí, has oído bien y me explico. Cuando era joven le acusaron del atraco a una joyería que él no había cometido. Fue a parar a la cárcel y allí conoció a un comunista, el cual le enseñó a leer y escribir. Le contó cómo era su vida en la clandestinidad, los malos tratos y torturas que había sufrido a causa de sus ideas. Quedó muy impresionado por su historia e hicieron una gran amistad. Al cabo de dos años se demostró su inocencia deteniendo la policía al verdadero culpable pero el daño ya se lo habían hecho. Rehízo su vida, se puso a trabajar y tres años después su amigo comunista alcanzó también la libertad. Cuando tu abuelo se casó invitó a su amigo a la  boda.  Le recuerdo viniendo a nuestra casa para visitar a mi padre. Juntos comentaban historias que habían vivido en prisión, una época triste pero que sirvió para unirlos y sobrellevar aquella experriencia tan amarga. 
    En su última visita, tu abuelo ya no le reconoció. Decía que quién era ese señor, que se fuera, que él no quería comprar nada. Esa fue la primera vez que murió.