lunes, 13 de abril de 2020

Las sombras de la noche


         Carlos Sandoval acababa de cenar y se estaba preparando para su turno de vigilante en el garaje donde trabajaba. Tras meter en el lavavajillas los platos y cubiertos oyó que su hijo de cinco años le llamaba, al principio débilmente pero luego de manera más persistente. 
    —Papá, no puedo dormir. Me persiguen los fantasmas.
    —Son imaginaciones tuyas. Los fantasmas no existen —dijo tratando de tranquilizarle.
    —¿Y tú por qué los sabes?
     Vaya con el niño. Ahora empezaba con los porqués. No tuvo más remedio que contarle otro cuento para que se olvidara de la pesadilla. Le contó el de Pinocho que era el que más le gustaba. Al fin parecía que se había dormido. Con mucho sigilo se levantó de la cama y andando de puntillas ya estaba a punto de salir.
     —Quédate conmigo, no te vayas.
     —No puedo. He de ir a trabajar. Mamá se quedará contigo.
     Normalmente solía ir andando, un trayecto de una media hora. Era el único ejercicio que hacía a lo largo del día, pero hoy, entre la lluvia y el haber salido tarde de casa, iba muy pillado de tiempo y optó por coger el metro. Mariano, el compañero al que debía relevar allí estaba, nervioso,  esperando. Tras intercambiar las frases de rigor se despidieron hasta el día siguiente. La noche era de tormenta y había viento huracanado. Nada más entrar conectó el  radiador de su pequeña oficina. Eran los últimos días de noviembre y el frío ya se hacía sentir. Salió para hacer una primera ronda. Siempre había algún propietario despistado que se dejaba la ventanilla bajada o de vez en cuando aparecía alguna cartera o llaves por el suelo. 
      Cuando terminó se metió de nuevo en el cuarto que hacía las veces de oficina. La lluvia había cesado algo pero el ulular del viento se dejaba sentir cada vez con más fuerza. Nunca le habían gustado las tormentas. Encendió la radio portátil y se dispuso a leer el periódico que su compañero había dejado sobre la mesa. Luego lo intentó con el  crucigrama. Las horas pasaban lentamente y era preciso distraerse. Tras acabar el crucigrama consultó su reloj. Las dos cuarenta. Era el momento de hacer otra ronda. Todo estaba en calma, el último coche había entrado a medianoche. El primero en salir sería sobre las cinco, cuyo propietario  trabajaba en el servicio de limpieza. De nuevo comenzó a llover, oía el ruido del agua por las bajantes de las tuberías. Cuando iba por mitad de la ronda, un rayo que debió de caer cerca dejó el garaje a oscuras. El estruendo le hizo temblar. Las luces de emergencia tampoco funcionaban. Sandoval echó una maldición: la linterna se la había dejado en la oficina. Tendría que ir palpando en la pared y todavía quedaba un buen trecho, pero  por suerte conocía bien el garaje. Minutos más tarde, cuando estaba a punto de llegar, oyó el ruido de una puerta de coche cuando se cierra. Se quedó paralizado. Era muy extraño, los propietarios siempre le saludaban al entrar. Sintió cómo se le aceleraba el ritmo cardíaco. Entró como pudo en la oficina y abriendo el cajón cogió la linterna y un gran destornillador. Esperó unos segundos. Nada. Poco después le pareció escuchar la conversación de dos personas que discutían en voz baja. ¿Y si el apagón lo hubieran provocado ellos? Recordó las pesadillas de su hijo, pero esta vez él no estaba soñando. El foco de luz que proyectaba era lo suficientemente potente pero las sombras de aquel lugar las sintió como una amenaza real y cercana. Llevaba la linterna en la mano izquierda y apretando fuertemente, el destornillador en la derecha. De pronto el parking le pareció un entorno hostil y arriesgado  del que debía escapar. Con pasos rápidos volvió a la oficina. Las instrucciones eran claras: Ningún vehículo podía salir si no disponía del correspondiente mando o llave de apertura. Llamaría a la policía. Le pagaban por vigilar el parking, no por arriesgar absurdamente su vida.
     Cogió el móvil que estaba sobre la mesa y marcó el 091.
     —Buenas noches. Le llamo desde el garaje situado en la calle...
     En ese momento sintió un objeto duro en su nuca. Se volvió rápidamente y observó a dos encapuchados con una semiautomática provista de silenciador apuntando directamente a su cabeza. Tras arrebatarle el móvil el más alto se dirigió a él.
     —Tranquilo, no te vamos a hacer nada. Solo queremos que nos des la llave de apertura de la puerta —le dijo con frialdad. Luego le amordazaron y le ataron las manos detrás de la silla.
     Dos minutos más tarde un monovolumen blanco de la marca BMW pasó por delante. El reloj de la pared marcaba las tres y  treinta y cinco. Casi con toda seguridad, tras los primeros rayos de sol el coche habría cruzado ya la frontera.

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