viernes, 17 de abril de 2020

A propósito del coronavirus


    En tiempos convulsos como los actuales escribir es una forma de terapia, algo que me hace olvidar por unos instantes el mal trago de sentir la casa como una cárcel que me aprieta y ahoga por tratar de evitar a un enemigo que por otra parte resulta invisible. En estas  y otras cavilaciones andaba yo cuando veía desde mi terraza al  vecino de enfrente pasear junto a su perro todas las mañanas más o menos a la misma hora. Hasta aquí todo perfectamente normal si no fuera porque en dos ocasiones le pillé haciéndose el distraído mientras su perro dejaba una buena mierda en la acera. Tras mirar a un lado y a otro y no ver a nadie, continuó su paseo tranquilamente como si nada hubiera sucedido. 
     Estos actos incívicos es algo que no puedo aguantar. En ocasiones el tratar de reprochar estas conductas supone llegar a enfrentamientos y es que donde no hay educación ni respeto cualquier cosa puede suceder. En cierta ocasión observé a una señora cuyo perro se estaba ciscando tranquilamente en un jardín comunitario sin que ella posteriormente  hiciera nada. Le afeé la conducta y la señora en cuestión me respondió con total  tranquilidad que ella "pagaba sus  impuestos". La estupidez no conoce género. Conste que no tengo especial animadversión hacia los perros pero sí contra algunos dueños. Tampoco soy muy entendido en la materia. Solamente conozco algunas razas: pastor alemán, rottweiler, mastín, galgo y poco más. Los demás son simplemente perros.
     Bueno pues a lo que iba. Resulta que ese vecino (del que ignoro su nombre), tiene su terraza frente a la mía. Por las tardes le observo tomar el sol o leer un libro, disfrutando de la  primavera los días que se prestan a ello. Otras  veces acaricia a su perro y juega con él. Pero lo verdaderamente curioso es que minutos antes de las ocho de la tarde (cuando la gente salimos a la terraza a aplaudir el esfuerzo y trabajo de tantos profesionales), cierra la terraza y se mete en casa. La primera vez lo interpreté como mera casualidad o debido a alguna urgencia. Me quedé con la duda y los días posteriores le estuve observando para ver cuál era su proceder. Sé que no es muy edificante espiar a los vecinos y en cierto modo me avergüenza reconocerlo, pero la curiosidad me pudo. Todas las tardes poco antes de las ocho se metía en casa. Ningún día salía a aplaudir al balcón.
      Uno de los días del confinamiento algunos medios invitaron a la ciudadanía a través de las redes sociales a una cacerolada de protesta contra el gobierno por la manera de gestionar la pandemia del coronavirus. Espié a través de la ventana y cuál es mi sorpresa cuando veo a mi vecino aporreando la sartén con gran entusiasmo. Conste que no le culpo por eso. Me pareció que estaba en su derecho a criticar al Gobierno. Pero negar ese pequeño gesto de aplaudir y agradecer el esfuerzo y el trabajo del personal sanitario y de otros profesionales me pareció difícil de justificar.
      Desde entonces aborrecí a mi vecino. Además de incívico, insolidario.

lunes, 13 de abril de 2020

Las sombras de la noche


         Carlos Sandoval acababa de cenar y se estaba preparando para su turno de vigilante en el garaje donde trabajaba. Tras meter en el lavavajillas los platos y cubiertos oyó que su hijo de cinco años le llamaba, al principio débilmente pero luego de manera más persistente. 
    —Papá, no puedo dormir. Me persiguen los fantasmas.
    —Son imaginaciones tuyas. Los fantasmas no existen —dijo tratando de tranquilizarle.
    —¿Y tú por qué los sabes?
     Vaya con el niño. Ahora empezaba con los porqués. No tuvo más remedio que contarle otro cuento para que se olvidara de la pesadilla. Le contó el de Pinocho que era el que más le gustaba. Al fin parecía que se había dormido. Con mucho sigilo se levantó de la cama y andando de puntillas ya estaba a punto de salir.
     —Quédate conmigo, no te vayas.
     —No puedo. He de ir a trabajar. Mamá se quedará contigo.
     Normalmente solía ir andando, un trayecto de una media hora. Era el único ejercicio que hacía a lo largo del día, pero hoy, entre la lluvia y el haber salido tarde de casa, iba muy pillado de tiempo y optó por coger el metro. Mariano, el compañero al que debía relevar allí estaba, nervioso,  esperando. Tras intercambiar las frases de rigor se despidieron hasta el día siguiente. La noche era de tormenta y había viento huracanado. Nada más entrar conectó el  radiador de su pequeña oficina. Eran los últimos días de noviembre y el frío ya se hacía sentir. Salió para hacer una primera ronda. Siempre había algún propietario despistado que se dejaba la ventanilla bajada o de vez en cuando aparecía alguna cartera o llaves por el suelo. 
      Cuando terminó se metió de nuevo en el cuarto que hacía las veces de oficina. La lluvia había cesado algo pero el ulular del viento se dejaba sentir cada vez con más fuerza. Nunca le habían gustado las tormentas. Encendió la radio portátil y se dispuso a leer el periódico que su compañero había dejado sobre la mesa. Luego lo intentó con el  crucigrama. Las horas pasaban lentamente y era preciso distraerse. Tras acabar el crucigrama consultó su reloj. Las dos cuarenta. Era el momento de hacer otra ronda. Todo estaba en calma, el último coche había entrado a medianoche. El primero en salir sería sobre las cinco, cuyo propietario  trabajaba en el servicio de limpieza. De nuevo comenzó a llover, oía el ruido del agua por las bajantes de las tuberías. Cuando iba por mitad de la ronda, un rayo que debió de caer cerca dejó el garaje a oscuras. El estruendo le hizo temblar. Las luces de emergencia tampoco funcionaban. Sandoval echó una maldición: la linterna se la había dejado en la oficina. Tendría que ir palpando en la pared y todavía quedaba un buen trecho, pero  por suerte conocía bien el garaje. Minutos más tarde, cuando estaba a punto de llegar, oyó el ruido de una puerta de coche cuando se cierra. Se quedó paralizado. Era muy extraño, los propietarios siempre le saludaban al entrar. Sintió cómo se le aceleraba el ritmo cardíaco. Entró como pudo en la oficina y abriendo el cajón cogió la linterna y un gran destornillador. Esperó unos segundos. Nada. Poco después le pareció escuchar la conversación de dos personas que discutían en voz baja. ¿Y si el apagón lo hubieran provocado ellos? Recordó las pesadillas de su hijo, pero esta vez él no estaba soñando. El foco de luz que proyectaba era lo suficientemente potente pero las sombras de aquel lugar las sintió como una amenaza real y cercana. Llevaba la linterna en la mano izquierda y apretando fuertemente, el destornillador en la derecha. De pronto el parking le pareció un entorno hostil y arriesgado  del que debía escapar. Con pasos rápidos volvió a la oficina. Las instrucciones eran claras: Ningún vehículo podía salir si no disponía del correspondiente mando o llave de apertura. Llamaría a la policía. Le pagaban por vigilar el parking, no por arriesgar absurdamente su vida.
     Cogió el móvil que estaba sobre la mesa y marcó el 091.
     —Buenas noches. Le llamo desde el garaje situado en la calle...
     En ese momento sintió un objeto duro en su nuca. Se volvió rápidamente y observó a dos encapuchados con una semiautomática provista de silenciador apuntando directamente a su cabeza. Tras arrebatarle el móvil el más alto se dirigió a él.
     —Tranquilo, no te vamos a hacer nada. Solo queremos que nos des la llave de apertura de la puerta —le dijo con frialdad. Luego le amordazaron y le ataron las manos detrás de la silla.
     Dos minutos más tarde un monovolumen blanco de la marca BMW pasó por delante. El reloj de la pared marcaba las tres y  treinta y cinco. Casi con toda seguridad, tras los primeros rayos de sol el coche habría cruzado ya la frontera.

miércoles, 1 de abril de 2020

Youtubers


            Durante algún tiempo consideré que la brecha generacional de padres e hijos era algo  que con el tiempo se acortaría porque una nueva mentalidad iba emergiendo  con el fin de sustituir a la clásica figura autoritaria del padre dentro del ámbito familiar. Sin embargo, me asaltaban un montón de dudas una vez comprobada cuál era la realidad dentro de mi entorno. Lo pensaba el otro día mientras mi hijo se estaba duchando (siempre con agua fría para tonificar el cuerpo y de paso, según sus palabras,  para ahorrar energía), antes de desayunar. Poco antes de que saliera  de casa para ir a clase eché un vistazo a su habitación.
       —¿Otra vez sin hacer la cama? A ver si ordenas un poco tu cuarto que esto no es un hotel y aquí no tenemos servicio de limpieza.
       —Buff, ya me empiezas a rayar.
       —¡Pues haz las cosas! Que queréis que os lo den todo hecho.
       —No me tuestes más y deja que yo me organice –me respondió molesto. 
        —Una buena mili es lo que te hacía falta para que te enseñaran disciplina. Por cierto, hablando de otra cosa ¿qué tal estuvo el concierto de anoche?
        —Mazo bien. Estaba todo petao.
        —¿Quieres dejar de utilizar esas expresiones tan ridículas? Todo el mundo las repite. Igual que la gilipollez de: “eso no, lo siguiente”.
       —En tu época también repetías cosas que hacían los demás.
       —¿Por ejemplo?
       —Llevar el pelo largo y los pantalones campana.
        —Chaval, eso era contracultura. Y además luchábamos contra el régimen de Franco. Nos enfrentábamos a la policía. No como  vosotros, todo el día pendientes del móvil o Instagram. Y conste que no estoy en contra de las nuevas tecnologías ni soy un carcamal.
       —Papá, ya no se dice eso para referirse a uno que es un antiguo.
       —¿No? ¿Y cómo se dice?
       —Pollavieja.
       Me quedé unos instantes un tanto confundido y sin saber cómo reaccionar.
       —Joder, entre los blogueros, influencers, youtubers y millenials me tenéis hecho un lío.       
        —Pues esa es la realidad.  A ver si os recicláis. Vosotros sois el pasado y esto es el futuro.
       —Un futuro negro es lo que os espera como no  espabiléis –le respondí.
       —Claro. Es la herencia que nos habéis dejado. Un mundo de plásticos y deshechos.
       Mi hijo miró el reloj, cogió los libros y los metió en la mochila.
       —Bueno me voy, que llego tarde a clase.
       Cerró la puerta y me quedé un rato pensando en lo que habíamos hablado. Estaba claro que su mundo en nada se parecía al mío. La brecha generacional seguiría existiendo por más que yo hiciera esfuerzos en tratar de eliminarla.
       —Así que pollavieja. Qué jodío.