sábado, 14 de diciembre de 2019

La ruleta rusa



      La doctora Salas es la  Jefa de cirugía ortopédica y traumatología en el Hospital Gregorio Marañón y cuenta con más de veinte años de experiencia en el cargo. Hoy viernes es un día tranquilo debido a que muchos madrileños han optado por aprovechar el largo fin de semana de puente en busca de tranquilidad en las playas o en sus lugares de residencia. 
     Casi al final de su jornada recibe el aviso de que acaba de ingresar en urgencias un hombre de cincuenta y cinco años víctima de un accidente de tráfico, en el que los bomberos han tardado más de una hora en rescatarlo del amasijo de hierros. Rápidamente llama a todo su equipo quirúrgico para que se traslade al quirófano. El paciente  sufre politraumatismos severos en extremidades inferiores y en el tórax que necesitan una intervención rápida. Ha perdido mucha sangre y ordena una transfusión urgente. Luego, durante más de cuatro horas lucha por salvar su vida operando en ambas piernas debido a los destrozos en huesos y resto de tejidos. Tras entubarlo y estabilizarlo manda al responsable del siguiente turno que le mantenga informada de su evolución.
     Cansada y agotada se dirige a su casa. Son las once de la noche de una jornada que debería haber sido tranquila pero en esa profesión nunca se sabe y en todo momento has de estar preparada para cualquier emergencia. Se da una ducha y come algo aunque sin apetito. Poco antes de acostarse mira en su tablet las últimas noticias y una de ellas le llama poderosamente la atención: “Un kamikaze de 55 años que circulaba en dirección contraria durante 16 kilómetros ha provocado un brutal impacto contra otro coche a consecuencia del cual han fallecido el conductor de 25 años y su novia de 23. El kamikaze ha ingresado con heridas graves en el Gregorio Marañón”. La doctora Salas tiene sólidas creencias cristianas pero tras leer la noticia algo se le remueve por dentro y apenas consigue dormir. Es consciente de que ha cometido un error de manual; antes de acostarse deben evitarse las bebidas estimulantes, las películas violentas y las noticas impactantes.
     Nada más levantarse llama por teléfono. Le responden que el paciente se encuentra estacionario dentro de la gravedad. Tras desayunar y estudiar detalladamente la situación se dirige al hospital, donde mantiene una larga entrevista con Salcedo, el médico forense amigo suyo. Son momentos críticos, también para ella, que vive una constante zozobra interior.
      Finalizada la entrevista se encamina hacia la habitación donde se encuentra el paciente para comprobar por sí misma su estado. Un policía monta guardia a la puerta, ella se identifica y le deja pasar. Minutos más tarde sale del hospital y se dirige a su coche con pasos ágiles y decididos. Coge el teléfono y marca el número de su parroquia. Desea confesarse. Sabe que el Padre Carmelo siempre tiene un momento para ella.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Personas con un don

    Admito que el título pueda parecer algo confuso y que  lleva a engaño. No, no me estoy refiriendo a gente principal cuyo nombre va precedido por un tratamiento como se hacía antiguamente.  Hablo de personas que poseen un talento especial para las cosas. Suele ser algo innato, viene de serie, y los afortunados se puede decir que nacen con un pan debajo del brazo, pues lo que para el resto de los mortales supone un esfuerzo considerable, para ellos apenas significa un mero entretenimiento. Los hay en todos los campos y disciplinas aunque los casos más conocidos son los referidos al ajedrez, a las matemáticas, a la música o a los idiomas.
    Otros teóricos opinan en cambio que el talento no es algo con el que nacemos sino que se adquiere tras un esfuerzo y una adecuada metodología. Sea como fuere y soslayando el debate en torno a esta cuestión, está claro que admiramos a esas personas por su capacidad intuitiva a la vez que por la facilidad para hacer aparentemente fácil lo difícil.
    Mi padre era un gran dibujante y tenía una rara habilidad para plasmar sobre el papel escenas de la vida cotidiana, retratos, caricaturas o también temas taurinos, su gran afición. Sus dibujos no partían de la imitación o de la copia sino de su propia imaginación, no faltando el dominio de recursos como la perspectiva, el contorno, las sombras, etc. A su afición por el dibujo habría que añadir también sus trabajos como rotulista y algún que otro cartel promocionando cualquier evento. Nunca tuvo la oportunidad de asistir a ninguna escuela de Artes y Oficios, entre otras cosas porque con quince años tuvo que ponerse a trabajar, pero esa carencia la suplía con ese don y ese talento y habilidad que comentaba al principio. Jamás dio importancia a lo que hacía, considerándolo un mero pasatiempo sin más, regalando la mayoría de las veces sus trabajos a amigos y conocidos. Por eso no es de extrañar que la mayor parte de dibujos y caricaturas desaparecieran en alguno de los traslados y cambios de domicilio. Tan solo unos pocos se han  podido recuperar y salvar del olvido.


     
    Hoy traigo aquí uno de ellos en el que se aprecia el estilo personal, la ironía y el fino humor que le caracterizaba. La composición que hace me parece algo genial. El aizkolari (intuyo que a consecuencia de la media botella que se ha ventilado), se dispone a romper la cuba de vino ante la sorpresa de la pareja de extranjeros atentos a inmortalizar con su cámara el momento, mientras el aldeano mira de reojo las piernas de la rubia minifaldera. Ese dibujo es un reflejo bastante fiel  de la época; eran los primeros turistas, admirábamos su libertad, era fácil identificarlos por su  indumentaria y seguramente nosotros les resultábamos exóticos y primitivos. Calculo que ese dibujo lo hizo  a mediados de los años sesenta y lo guardo como si fuera un tesoro. Hoy, sus dibujos y retratos hubieran dado para una exposición a la vez que  para entender un tiempo y una época. Preservar lo que fuimos es la forma de no caer en el olvido.
    Sí, mi padre tenía ese don. Cada vez que veo en las zonas turísticas a alguien sentado frente a un caballete haciendo un dibujo o una caricatura, no puedo por menos que acordarme de él. Por cierto, no lo he dicho. Se llamaba Víctor Balda.

El hombre del sombrero panamá

       La mañana amaneció soleada el día que iban a enterrar a Aurelio Arteta, fallecido después de una enfermedad que le fue diagnosticada meses antes, cuando ya estaba haciendo planes de cara a su pronta jubilación. Por expresa voluntad suya la ceremonia quedó reducida a una breve intervención  en el cementerio por parte de un familiar próximo, el cual glosó la figura de Aurelio con sentidas palabras, que aunque no mitigaron el dolor, sí al menos llevaron un poco de consuelo a su viuda e hijos, así como a los numerosos familiares y amigos allí presentes que no pudieron contener las lágrimas.  
       La claridad de la mañana se vio interrumpida por la aparición de nubes negras sobre el horizonte, que poco a poco se fueron extendiendo hasta cubrir el cielo casi en su totalidad. En esos momentos una persona que hasta entonces había permanecido en un discreto segundo lugar se acercó y depositó una rosa encima del féretro. Era un hombre alto, bien trajeado y con un elegante sombrero panamá. La escena, tan normal en momentos y escenarios como este, dejaba sin embargo una importante duda: ninguno de los allí presentes sabía quién era el desconocido. Justo en el instante en que los operarios comenzaron a descender el ataúd, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, primero de manera aislada, y luego de forma ininterrumpida y cada vez con más fuerza. Pronto, todos corrieron a refugiarse en una capilla con un pequeño altar situado a sus espaldas. Desde allí contemplaban al hombre que seguía impasible con la vista clavada en el féretro,  ajeno a cuanto sucedía a su alrededor. Los familiares y parientes comenzaron a preguntarse quién era aquel individuo que de manera tan estoica como absurda desafiaba semejante aguacero. Las opiniones se dividían entre quienes pensaban que aquella persona no estaba muy en sus cabales y los que creían que se había equivocado de entierro.
    Nadie podía imaginar sin embargo que, muchos años atrás, aquel  señor tan impecablemente trajeado y con un elegante sombrero blanco panamá, había sido el primer gran amor de su vida.