domingo, 4 de diciembre de 2022

De vuelta a casa

      Es lunes, son las nueve de la noche y vuelvo a casa después de una jornada ajetreada de trabajo. Accedo al Metro y un chico joven me ofrece su asiento pero le doy las gracias y me quedo de pie. Poco después veo un asiento libre, lo he pensado mejor, todavía faltan once estaciones para mi destino y no es plan de ir por ahí haciéndome el gallito. Sentado en el Metro observo las caras y los ademanes del resto de viajeros que están frente a mí. Son vidas anónimas como la mía, casi con toda seguridad tendremos muchas cosas en común pero todos nos protegemos de los demás con nuestro silencio. En la mayoría de nosotros ha prendido el discurso del miedo, que dice que no hay que fiarse de nadie y que hay mucho loco que anda suelto. Ayer leí que la última discriminación en nuestro país (dejando aparte el color de la piel, la procedencia, la orientación sexual, etc), es la glotofobia, es decir, el prejuicio por el acento con el que hablas. Tal vez nuestro silencio provenga de ahí, para protegernos.

     Todos sin excepción miran las pantallas de sus móviles, un objeto casi imprescindible al que ya no somos capaces de renunciar. Yo también deseo hacerlo pero me resisto y pienso en otras cosas: el trabajo que me piden en la Universidad y que no sé por dónde empezar, aprender alguna receta nueva de cocina, devolver la llamada al amigo que me llamó. Me vence el sueño y debo hacer un esfuerzo para no quedarme dormido y pasarme de estación. Al rato sube un tipo con un violín e interpreta con mucho sentimiento el conocido tango Por una cabeza de Gardel. La mayoría de la gente permanece indiferente debido a que ya es demasiado recurrente pedir en el Metro pretextando mil razones y argumentos, pero yo agradezco su esfuerzo y le doy una moneda. Me caen bien los músicos callejeros, la diferencia con el resto es que al menos ellos no engañan a nadie. Me fijo en el moderno vagón en el que viajo, debe ser de última generación. Recuerdo los viejos vagones  de la época en que yo llegué a Madrid. Junto a los asientos había una placa metálica que decía: “asiento reservado para caballeros mutilados”. Las guerras siempre están presentes en las sociedades y dejan terribles y duraderas secuelas, todavía las vemos en nuestro país ochenta y tres años después de terminada.

     En la siguiente estación dos mujeres cargadas con bultos entran en el vagón, llevan largas chilabas y un pañuelo que les cubre la cabeza. A mi izquierda tres jóvenes que están de pie hacen comentarios despectivos hacia ellas en voz baja. Quién sabe, a lo mejor sus padres o abuelos también fueron emigrantes en Alemania, Suiza o Francia pero nada de eso les frena, se sienten fuertes; su argumento en estos casos es que entonces era diferente. Pienso para mis adentros que hemos ganado en bienestar económico pero ahora vivimos en una sociedad anestesiada y enferma: la apariencia y postureo es nuestra divisa. La siguiente estación es mi parada y me bajo. El tufo a xenofobia se me hacía irrespirable.

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