Es lunes, son las nueve de la noche y vuelvo a casa después de una jornada ajetreada de trabajo. Accedo al Metro y un chico joven me ofrece su asiento pero le doy las gracias y me quedo de pie. Poco después veo un asiento libre, lo he pensado mejor, todavía faltan once estaciones para mi destino y no es plan de ir por ahí haciéndome el gallito. Sentado en el Metro observo las caras y los ademanes del resto de viajeros que están frente a mí. Son vidas anónimas como la mía, casi con toda seguridad tendremos muchas cosas en común pero todos nos protegemos de los demás con nuestro silencio. En la mayoría de nosotros ha prendido el discurso del miedo, que dice que no hay que fiarse de nadie y que hay mucho loco que anda suelto. Ayer leí que la última discriminación en nuestro país (dejando aparte el color de la piel, la procedencia, la orientación sexual, etc), es la glotofobia, es decir, el prejuicio por el acento con el que hablas. Tal vez nuestro silencio provenga de ahí, para protegernos.
Todos sin excepción miran las pantallas de
sus móviles, un objeto casi imprescindible al que ya no somos capaces de
renunciar. Yo también deseo hacerlo pero me resisto y pienso en otras cosas: el
trabajo que me piden en la Universidad y que no sé por dónde empezar, aprender
alguna receta nueva de cocina, devolver la llamada al amigo que me llamó. Me
vence el sueño y debo hacer un esfuerzo para no quedarme dormido y pasarme de
estación. Al rato sube un tipo con un violín e interpreta con mucho sentimiento
el conocido tango Por una cabeza de Gardel. La mayoría de la
gente permanece indiferente debido a que ya es demasiado recurrente pedir en el
Metro pretextando mil razones y argumentos, pero yo agradezco su esfuerzo y le
doy una moneda. Me caen bien los músicos callejeros, la diferencia con el resto
es que al menos ellos no engañan a nadie. Me fijo en el moderno vagón en el que
viajo, debe ser de última generación. Recuerdo los viejos vagones de la época en que yo llegué a Madrid. Junto
a los asientos había una placa metálica que decía: “asiento reservado para
caballeros mutilados”. Las guerras siempre están presentes en las sociedades y
dejan terribles y duraderas secuelas, todavía las vemos en nuestro país ochenta
y tres años después de terminada.
En la siguiente estación dos mujeres
cargadas con bultos entran en el vagón, llevan largas chilabas y un pañuelo que
les cubre la cabeza. A mi izquierda tres jóvenes que están de pie hacen
comentarios despectivos hacia ellas en voz baja. Quién sabe, a lo mejor sus padres
o abuelos también fueron emigrantes en Alemania, Suiza o Francia pero nada de
eso les frena, se sienten fuertes; su argumento en estos casos es que entonces
era diferente. Pienso para mis adentros que hemos ganado en bienestar económico
pero ahora vivimos en una sociedad anestesiada y enferma: la apariencia y
postureo es nuestra divisa. La siguiente estación es mi parada y me bajo. El
tufo a xenofobia se me hacía irrespirable.
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