lunes, 22 de agosto de 2022

Ni lágrimas ni caras serias*

      Anoche soñé que asistía a mi propio funeral. Como la mayoría de los sueños, este también fue surrealista y un punto estrambótico pero me resisto a no contarlo. He de comenzar aclarando que ninguno de mis familiares más directos se encontraba allí, tal vez por un deseo inconsciente de evitarles un mal trago. Como de costumbre llegué tarde, pero lo que más me sorprendió fue que todos los asistentes estaban felices y contentos con una copa de cava en la mano, al tiempo que los camareros acudían solícitos cada vez que veían una copa vacía. El suelo se encontraba alfombrado de pétalos de rosa y por megafonía se escuchaban  canciones de Creedence Clearwater Revival. Extrañado, pregunté al responsable de protocolo si aquel era mi funeral, el cual me respondió con un inequívoco "por supuesto señor, todo está dispuesto" que ayudó a disipar mis dudas.

     Miré a todos los presentes, algunos llegados desde lugares lejanos. Saludé a unos y a otros. No faltaba ninguno de los que consideraba mis amigos más íntimos y cercanos. Las risas y el buen humor eran la tónica general en un ambiente en el que casi todo el mundo se conocía y sobraban las presentaciones; además, el buen tiempo favorecía que todo el mundo se sintiera relajado y tranquilo. En un momento aparecieron un violonchelista y una chica al violín, ambos muy trajeados, ella con un elegante vestido negro. Se hizo el silencio y al pronto comenzaron a sonar las primeras notas de Serenade de Schubert. Discretamente fui observando las caras de mis amigos, en ellas se reflejaba la emoción de la música, una hermosa melodía que invitaba a la serenidad y a la paz. Vi los ojos humedecidos de algunos de ellos, que inútilmente trataban de disimular. Me pregunté si era debido a la emoción o a los efectos del cava. Fueron escasamente cinco minutos pero fueron suficientes para llenar de magia el espacio en el que nos encontrábamos.  Cuando terminó su brillante actuación los músicos desaparecieron  y de nuevo los camareros hicieron acto de presencia y siguieron descorchando botellas, cosa que agradecí porque quería evitar que el acto luctuoso fuera el centro de aquella reunión de amigos. Momentos después alguien subió a un improvisado estrado y recitó con  hondo sentimiento poemas de Antonio Machado, de Gabriel Celaya, de Rimbaud. Traté de adivinar de quién habría partido la idea de organizar un funeral tan original y además tan de mi gusto, al tiempo que agradecía para mis adentros esa sensibilidad hacia la cultura.

      A esas alturas de la ceremonia, el personal ya estaba bastante entonado y algunos, con una curda impresionante, pero a mí, lejos de molestarme, lo consideré un acto de gratitud, de sincera amistad y de celebración de la vida. En un momento en que me dejaron solo hice un rápido balance de mi paso por la vida. En general había disfrutado, que es en resumen a lo que todos hemos venido. Siempre consideré como virtud darse cuenta de una retirada a tiempo, así que cuando creí que había  llegado el momento adecuado para mi despedida, me sentí en la obligación de subir al estrado para dar las gracias y también para brindar y desear larga y fructífera vida a todos los asistentes. En ese momento el jefe de los camareros viendo mi copa vacía exclamó:

     —Rápido, que alguien llene de cava la copa del finado.

     Alarmado porque el cava no es mi bebida preferida me dirigí a él en voz baja, casi en un susurro.

     —Cava no! Patxarán, patxarán.


*Dedicado a Txano Ansa Erice. In memoriam

sábado, 20 de agosto de 2022

Gente curiosa

      Por cosas del azar he leído en una revista que cayó en mis manos la nueva modalidad para conocer sitios sorprendentes. Resulta barato, no hay aglomeraciones ni tampoco debes preocuparte en hacer reservas porque en  general son sitios solitarios pero igualmente fascinantes para el viajero que se adentra a conocerlos. Se trata del turismo urbex (exploración urbana). Todos tienen en común que son parajes solitarios y abandonados como por ejemplo pueblos fantasma, ermitas o iglesias en ruinas, antiguas naves industriales, molinos, castillos, monasterios ya vacíos, puentes destruidos, viejos balnearios en desuso, estaciones de tren abandonadas, y así un largo etcétera. La falta del elemento humano  es su principal característica; sin embargo esa decrepitud y decadencia la hace irresistible a quienes sentimos que también hay belleza en las ruinas de lo que en otro tiempo fueron sitios habitados y llenos de vida. No todo el mundo está preparado para visitar estos lugares; a menudo el terreno se vuelve abrupto, la vegetación ha invadido el espacio, hace falta linterna y un resbalón o un mal paso nos pueden causar un accidente. Pero a cambio, obtener una buena fotografía de estos lugares es algo reconfortante. Ojo, no estoy hablando de esa absurda moda de hacerse selfis al lado de precipicios o similares donde literalmente uno se juega la vida. Lo desconocido, la aventura y un halo de misterio juegan un papel importante en este tipo de turismo cada vez más presente en las redes sociales. El paso inexorable del tiempo es el factor determinante de todos ellos. Nosotros estamos de paso pero las piedras ya estaban allí, y seguirán allí cuando nosotros ya no estemos, guardando secretos o contando historias a los que se acerquen (depende de la actitud o del grado de sensibilidad del visitante), de sus antiguos moradores, historias fascinantes contadas a la luz de un candil o en noches de tormenta cuando no había otra distracción que no fueran los relatos orales que se iban transmitiendo de padres a hijos. Son lugares donde uno se da verdaderamente cuenta de lo efímero de nuestras vidas. Conozco algunos de estos lugares y puedo asegurar que siguen transmitiendo el mismo poder evocador y la misma energía que cuando lo habitaban sus gentes. Hoy todos ofrecen la misma estampa de silencio y abandono, de entre los cuales destacaríamos, por ser de actualidad,  los numerosos pueblos deshabitados de la España interior.

     Una de las máximas de este turismo urbex es no compartir ubicaciones, tan solo con los exploradores de confianza por el afán de muchos en llevarse recuerdos, hacer grafitis, dejar basura, prender fuego, etc. En un caso que conozco, unos individuos estuvieron varios días cortando con una radial, la maquinaria de un molino para venderla al peso. Las dos reglas de oro de este turismo son: "no te lleves nada, solo fotos. No dejes nada, solo huellas". Quienes amamos la soledad no nos sentimos solos cuando visitamos estos lugares; muy al contrario, todavía nos llegan los ecos de la vida sencilla de sus antiguos moradores guiada únicamente por las estaciones y la siembra y recolección de sus campos, las privaciones para sacar adelante la numerosa prole o la pérdida de todo cuando venía una prolongada sequía o el granizo arruinaba sus cosechas. Vidas por otra parte respetuosas con la naturaleza y el entorno en el que vivían. Esas gentes nunca sospecharon que muchos años más tarde esos mismos lugares serían objeto de culto y de la curiosidad de otros humanos atraídos por el misterio y por la fascinación que ejerce entre nosotros lo desconocido.