lunes, 27 de diciembre de 2021

Cosas de la edad

      Me estoy haciendo mayor, lo reconozco. Lo sé, no ya por las naturales evidencias físicas y estéticas (arrugas, manchas en la piel, etc.), sino por determinados tics y reacciones ante diferentes situaciones que antes no me pasaban y ahora sí. Lo percibo de manera clara  cuando veo salir a mi hijo a las once de la noche los fines de semana para acudir a una fiesta y a la pregunta de si no le da pereza salir a esas horas, responderme con una sonrisa. O  esos consejos que me dirigen en casa para que tenga cuidado al comer el jamón con el fin de que no me atragante, y la insistencia en que parta trozos pequeños de carne y mastique bien. Es cierto que la percepción de las cosas es diferente cuando eres joven a cuando llegas a la edad madura. Ya Chejov en algunos de sus cuentos se refiere a los personajes sexagenarios como ancianos. Sin llegar a esa afirmación puedo decir que me tengo por mayor pero no tanto. Siendo chaval recuerdo la risa que nos producía el cabreo de los viejos cuando estando sentados en el banco pasaba cerca una motocicleta petardeando y haciendo un ruido infernal. Con la edad se acrecienta la mala leche, de la misma forma que disminuye la paciencia y el aguante. Ahora me pasa algo parecido pero sufriéndolo yo, por eso sé que me estoy haciendo viejuno.

     Llevo mal los comportamientos antisociales e incívicos y de esos los hay a porrillo, por ejemplo contemplando el espectáculo del día después de un macrobotellón. No hay derecho a dejar toda la porquería en la calle ahí tirada e irse tranquilamente a sus casas. Y mejor no hablar de lo que se ve en localidades turísticas como Magaluf que abochornan la sensibilidad de cualquiera. Me pasa algo parecido con el vandalismo y los destrozos del mobiliario urbano en nuestras ciudades. Cajeros, cabinas, contenedores de basura, papeleras, escaparates, todo vale con tal de pasarse una juerga por todo lo alto. Deberían pagarlo los padres por consentidores, pero al final lo pagamos todos. Y no digamos nada de los conductores que provocan accidentes, muchos de ellos mortales, cuadruplicando o más la tasa de alcohol o bajo los efectos de estupefacientes. Eso sin contar los que se dan a la fuga. Una sentencia que los  condenara a picar piedra en una cantera no estaría mal.

     De siempre he sido aficionado al fútbol. Recuerdo haber ido al campo cogido de la mano de mi papá, como canta Sabina en una de sus canciones, cuando todavía la palabra hooligan no la conocíamos, ni los aficionados portaban camisetas ni bufandas de sus clubes. Ahora hay mejores instalaciones deportivas y accesos para minusválidos, los terrenos de juego parecen alfombras, pero me da grima y vergüenza ajena ver a esos grupos de hinchas violentos que jalean gritos racistas y homófobos en los estadios. Por higiene moral debería prohibírseles la entrada. Hay mucha gente que ignora conceptos básicos como por ejemplo tolerancia, educación, respeto, ciudadanía. Me refiero a muchos dueños de perros que aprovechan la oscuridad o se hacen los despistados cuando sus perros dejan sus mierdas por las aceras. O los vecinos que ponen la música a todo trapo y se "olvidan" de que hay personas que viven a su lado. La lista es innumerable y no sigo por no resultar pesado y aburrido.

     Prometo que otro día dedicaré este espacio para enumerar actitudes y mensajes en positivo que también los hay y muchos; lo que ocurre es que son noticias silenciosas, no ocupan titulares de prensa ni abren los informativos porque dicen que una buena noticia no es noticia. Será por eso o porque nos va más el barro y el ruido, el caso es que acabamos hablando de los temas de siempre. O acaso será la Navidad que nos vuelve más susceptibles y sensibleros, eso y la percepción de que otro año más ha pasado. En fin, ya lo dije al principio, me estoy haciendo mayor.

lunes, 6 de diciembre de 2021

En vilo en la carretera

          Ocurrió hace algunos años un sábado por la noche, lo recordaba bien. Ezequiel Cardoso venía de cumplir su turno como guardia de seguridad en una importante cadena de alimentación en Aranjuez. De vuelta a Madrid las luces de la ciudad se reflejaban al fondo, momento en el que una débil lluvia hizo su aparición.  Conducía relajado y tranquilo, escuchando música con el volumen de la radio más bien alto, como a él le gustaba. Hasta el  martes no le tocaba incorporarse al turno. Instantes después algo le sobresaltó: a lo lejos dos individuos en medio de la carretera le hacían señas para que parase. Pensó que algo grave estaba ocurriendo como para que  se jugaran la vida de esa manera. De inmediato puso el intermitente y paró en el arcén. En ese momento uno de ellos abrió el maletero y un tercero que apareció entonces introdujo un pesado bulto y cerró de golpe. Nada más parar ya se dio cuenta de que algo raro estaba ocurriendo y su impulso fue arrancar rápido y escapar pero uno de ellos se situó estratégicamente delante para impedir la maniobra. Todo estaba perfectamente calculado y la operación no duró más allá de quince segundos. Tres golpes en el techo y el imperativo "largo de aquí" no admitieron ninguna clase de réplica. Salió con el corazón desbocado y con la certeza de haber sido engañado como un incauto.

          La razón le decía que no debía seguir conduciendo sin saber lo que llevaba detrás. Le hizo caso. Paró en un apartado y con temblor de manos cogió la linterna que llevaba en la guantera. Luego abrió el maletero contemplando con horror el cadáver de un hombre con un tiro en la cabeza y manchas de sangre en la manta y en otras pertenencias. Su primera decisión fue acudir a  una comisaría y denunciar lo ocurrido pero poco después recapacitó. Tenía antecedentes penales por robo y estancia de un año en prisión y, aunque había rehecho su vida y ya se consideraba plenamente rehabilitado, se preguntaba hasta qué punto ellos creerían su versión. Cambió de estrategia y unos kilómetros más adelante se desvió hacia el polígono industrial de Pinto. Lo conocía bien, había trabajado allí varios años. Enfiló la calle principal, todo estaba desierto. Siguió avanzando hasta el final a la derecha donde había una empresa que se dedicaba al almacenaje de chatarra. Detrás no había mas que terrenos baldíos. Apagó el motor. Todo estaba en penumbra y solo se oía el silencio de la noche. Cuando estaba a punto de salir del vehículo vio los faros de un coche que se acercaba con una luz azul en la parte superior. Era la Guardia Civil en labores de vigilancia. Últimamente se habían producido varios robos en empresas de la zona los fines de semana. El coche se detuvo como a unos cincuenta metros del suyo. Al pronto se percató  de que un vehículo solitario siempre induce a sospechas. Empezó a ponerse nervioso. No disponía de ninguna coartada que justificara su presencia allí a esas horas. Con toda seguridad registrarían el coche, prefería no pensar en el momento en que abrieran el maletero, pero se tranquilizó algo cuando vio salir humo de la ventanilla. Se habían detenido para fumar un cigarrillo. Cinco minutos después reanudaron la marcha pero ya no se quedó tranquilo. Abandonó el lugar  y se dirigió hasta la estación de servicio más próxima donde compró una lata de cinco litros de gasolina. Antes de entrar tuvo la precaución  de aparcar el coche a cien metros de distancia y subir la capucha de la sudadera. No era buena idea dejar que las cámaras le grabasen. A continuación condujo hacia un descampado, la noche era cerrada y era lo que le convenía. Arrancó las matrículas y las metió en una mochila junto al uniforme de  trabajo. Luego, con un destornillador borró el número de bastidor del motor.

       Tras asegurarse de recoger todas sus pertenencias abrió el capó y el maletero, roció con gasolina todo el habitáculo procurando que ninguna gota le salpicara. Echó una última mirada. Lo sentía por el muerto. Tal vez no fue su deseo que lo incineraran pero no tenía demasiadas alternativas, y además le pareció más digno acabar así que abandonado junto a una tapia. ¿El coche? Ya se inventaría algo. Se lo robaron y no quisieron dejar huellas. Era viejo, cada dos por tres en el taller. Desde hacía tiempo quería desprenderse de él. 

      Con las primeras llamas se fue del lugar. Mientras caminaba miró la manecilla del reloj. Siempre tuvo la costumbre de comprobar la hora desde sus años de atracador.