Muchos años después, Lucas y Yolanda recordaban en la barra del bar su accidentado viaje a la Costa da Morte. Por aquel entonces eran dos jóvenes que se habían conocido en la Facultad, amantes de la naturaleza y de los destinos que no fueran invadidos por el turismo. Aunque hacía tiempo que venían planeando el viaje, no fue hasta bien entrada la primavera, con la llegada del buen tiempo, cuando al fin se decidieron. Lucas es un tipo dinámico y emprendedor, organizativo y minucioso en los detalles sobre todo a la hora de los preparativos de cualquier actividad que se proponga. Yolanda por el contrario es más improvisadora y espontánea. A menudo discuten por el afán de Lucas de pretender controlar todo.
Por fin deciden que el último viernes de Mayo se pondrán de camino. Para entonces Lucas ya se ha encargado de conocer la previsión del tiempo. También ha contactado con el ayuntamiento de Muxía por si hubiera prohibiciones a la hora de acampar. Le contestan que al no ser todavía temporada alta no hay restricciones, solo un control rutinario de los accesos a la zona. El día acordado Yolanda se presenta en casa de Lucas con el monovolumen que ha pedido a sus padres. Mira incrédula la cantidad de cosas que lleva su compañero: mochila, saco de dormir, tienda, herramientas, cocina de gas, frigo portátil, linterna, botiquín de primeros auxilios, cámara de fotos, trípode, machete, brújula...
—Oye, que sólo vamos para tres días.
—Ya, pero no me gusta ir mendigando favores.
A mitad de camino un inoportuno pinchazo les hace perder un tiempo precioso. Ninguno de los dos tiene experiencia en cambiar una rueda. Menos mal que el empleado de una gasolinera, viendo las mañas que se daba la pareja se apiadó de ellos. Tras varias horas de viaje, ya en la costa, un camino de tierra les condujo hasta la zona habilitada para acampar. El sitio era tranquilo, tan solo un par de tiendas y las risas de los acampados rompían el silencio del lugar. Aún tenían tiempo para admirar el entorno que se abría ante sus ojos: a su izquierda el acantilado donde se escuchaba el batir de la olas, a la derecha una pequeña playa con algunos bañistas y en el centro, como adentrándose en el mar, el majestuoso faro que se levantaba sobre una construcción rectangular, probablemente la vivienda donde antiguamente vivía el farero. Poco después de instalada la tienda, en el momento en que se disponen a cenar reciben la visita inesperada de la Guardia Civil. Uno de ellos tiene el distintivo de sargento en la bocamanga y es el que lleva la voz cantante. El otro escucha y observa todo con atención. El sargento, educado y de aspecto campechano, mientras les solicita la documentación les recuerda la prohibición de hacer fuego y quiere saber cuánto tiempo estarán acampados. Se trata sin más de un control rutinario, les dicen. Poco después de cenar comienza a llover. Es una lluvia suave pero persistente, lo cual les disuade de salir a dar una vuelta como tenían pensado y se acuestan. El cansancio del largo viaje les invita al sueño.
Horas más tarde Yolanda se despierta a causa de los ronquidos de su compañero. Le da con el codo y al momento se calla pero al rato vuelve de nuevo, ahora con más fuerza. Mira su reloj. Son las 5,40 y ha dejado de llover. Contempla la luz del faro y mide el tiempo que tarda entre un destello de luz y el siguiente. Cada veinte segundos. Lucas no para de roncar. Cuando hizo la lista de prepatativos, Yolanda olvidó incluir los tapones para los oídos y ahora lo lamenta. Cansada de dar vueltas decide salir con una manta y la cámara de fotos y se mete en el coche. Todavía es de noche pero ya comienza a clarear; ha consultado en internet y sabe que el el amanecer se producirá exactamente a las 6,57. El ruido de una embarcación que se aproxima le llama la atención. Picada por la curiosidad abandona el coche y se acerca al lugar. Segundos más tarde la lancha apaga el motor. Dos hombres descienden y cargan con unos fardos que introducen en un 4x4 que les espera en una pequeña playa. Yolanda saca su cámara equipada con zoom y dispara varias fotografías escondida detrás de un árbol. Luego, desde su escondite escucha una señal de ¡alto! y poco después un ruido seco. La lancha se hace de nuevo a la mar y el todoterreno desaparece. Todo se desarrolla con rapidez y en apenas unos minutos de nuevo vuelve la calma. Intrigada, se dirige al lugar y observa unas huellas que se esconden tras las rocas y un rastro de sangre. El corazón le late deprisa. Un hombre yace boca abajo, le da la vuelta para identificarlo y observa la cara del sargento que tiene una mueca espantosa. El tiro ha entrado por el cuello y salido por un oído. Ha sido arrastrado hasta allí para evitarlo a la vista. Instintivamente corre nerviosa y veloz hacia la tienda mientras escucha el graznido de las gaviotas que revolotean por la zona.
—!Despierta! Rápido, tenemos que irnos.
Lucas, dormido aún, no comprende el por qué esas prisas. Ve a Yolanda nerviosa, recogiendo las cosas y maldiciendo sin parar.
—¿Me puedes explicar a qué viene esto? —pregunta medio dormido y con cara de asombro.
—Ahora no tengo tiempo. Hay que largarse de este lugar.
Lucas no entiende ese cambio brusco de planes sin haberlo discutido antes con él. A veces le cuesta comprender las decisiones un tanto repentinas de su compañera. Se cruza de brazos desafiándole con la mirada.
—No pienso moverme si antes no me das una explicación.
—El sargento está muerto con un tiro en la cabeza a cien metros de aquí. ¿Ahora lo entiendes?
Se produce un largo silencio. Los dos tratan de pensar la mejor manera de salir de esa encrucijada en que se han visto involucrados sin quererlo. Lucas es el que tiene las ideas más claras y quien razona con mejores argumentos.
—Eso que propones es justo lo que no debemos hacer. Es posible que el ayudante del sargento anotara la matrícula del coche. Si huimos seríamos los primeros sospechosos. Vamos a acudir ahora mismo al cuartel a denunciar y ser nosotros quienes llevemos la iniciativa.
Efectuada la denuncia se iniciaron las primeras pesquisas. Las fotografías de Yolanda fueron determinantes y apuntaban al ayudante del sargento como principal sospechoso. Poco tiempo después fue arrestado y posteriormente expulsado de la Guardia Civil. En el juicio celebrado un año más tarde tuvieron que testificar, siendo condenado el sospechoso y los dos componentes de la lancha a ocho años de prisión por asesinato. La sentencia en un principio supuso un alivio para ellos, pero las conexiones de las mafias siempre resultaban intrincadas y semanas después Yolanda empezó a recibir amenazas de muerte. Sin duda, la matrícula de su coche dio la pista a sus perseguidores. Por ese tiempo le empezó a rondar la idea de cambiar de domicilio, incluso de ciudad, con el fin de extremar las medidas de seguridad, pero varios meses después volvió una cierta normalidad en medio de una tensa calma en su vida.
Un día, seis años más tarde, recibe una nerviosa llamada de Lucas comunicándole que los asesinos estaban de nuevo en la calle. De pronto todas las alarmas saltan de nuevo sin saber cuál es la opción que debe tomar. A los pocos días, poco antes de salir para el trabajo suena el telefonillo de su domicilio.
—¿Quién es?
—Unos amigos tuyos que llevan seis años esperando este momento.
Presa del pánico echa los cerrojos y trata de llamar a la policía. Pocos segundos después escucha ruido de pasos y luego unos golpes secos en la puerta que se repiten insistentemente. Desesperada, abre los ojos pero no acierta a comprender dónde se encuentra. Luego ve a Lucas golpeando nervioso el cristal del coche.
Nunca un despertar había sido tan deseado. Sale del coche y abraza a su compañero que no entiende el motivo de tanta emoción ni sabe que ha vivido una noche de pesadilla.