La sola presencia de aquella mujer alborotaba a
los presos del penal. Se trataba de la esposa del director Emeterio Rojas,
veinte años más joven que él. Era una mujer de buen ver, guapa y elegante, que
de vez en cuando acudía al penal a visitar a su marido. Ya se sabe que los rumores
son la antesala de las noticias y en el penal no se hablaba de otra cosa desde
hacía varios días. La situación de los presos estaba en el punto de mira desde
el momento en que se dispuso el cambio en la dirección hacía ya más de un año.
Desde el primer día el nuevo director de la prisión (un sádico que disfrutaba
con el dolor ajeno), ejercía el mando de una manera arbitraria y despótica. Según
él la excesiva relajación era la culpable de todo. Por expresa orden suya se
cancelaron los permisos, el acceso al tercer grado y aumentaron las horas de
trabajo. El ambiente poco a poco se fue enrareciendo y todo explotó el día en
que apareció en el patio una gran pintada en la pared “Rojas cornudo”. Inmediatamente
mandó que todos los presos sin excepción formaran allí mismo. A través de un
megáfono y subido a una tribuna prometió que todo se olvidaría si el culpable
reconocía el delito, se presentaba ante él y pedía perdón, de lo contrario
todos los presos asumirían las consecuencias. Al día siguiente ordenó que le
sirvieran la comida delante de todos los presos, los cuales llevaban un día sin
probar bocado. Rápidamente un camarero dispuso el mantel, la botella de vino,
el pan y los cubiertos mientras él peroraba a los presos acerca de la
disciplina y la igualdad de trato.
—Aquí no se admiten
privilegios. El rancho es el mismo para todos, desde el director hasta el
último recluso. Todavía están a tiempo. El valiente que lo hizo que dé un paso
al frente, de lo contrario entenderé que todos ustedes le protegen.
Miró a los presos pero nadie
se movió. Luego, disfrutando del momento se recreaba con el cuchillo y el
tenedor cortando el bistec con guarnición mientras echaba una ojeada a los
presos. Los más salivaban, otros preferían no mirar. El Director de momento ha
suprimido las visitas porque no quiere que el control se le vaya de las manos,
lo último que desea ver es un enjambre de periodistas pregonando a los cuatro
vientos que el director ha suprimido el rancho a los internos. Otro día,
después de una dura mañana de trabajo los presos guardan turno en espera de sus
raciones. Al momento aparecen dos cocineros que traen una gran olla humeante
que contiene trozos de carne, tocino, nabos y berzas. Todos esperan con el plato
en la mano pero cuando va a dar comienzo la distribución, el director vuelca la
olla de una patada derramando todo su contenido. Los prisioneros se lanzan como
posesos a coger con las manos los trozos más grandes de carne, para mayor
satisfacción del oficial que no oculta una sonrisa burlona.
Sólo un hombre se ha
mantenido firme despreciando la comida derramada en el suelo. Con gesto altivo
y mirada desafiante observa fijamente al director al mando, al que poco a poco
se le va helando la sonrisa. Nunca un prisionero se había atrevido a desafiar
su autoridad con esa insolencia y, en un arranque de ira arrebata el arma a un
guardia, con pasos decididos se planta ante el prisionero y lanzándole un
culatazo con el fusil en la cara le derriba al suelo. Los demás prisioneros
observan la escena sobrecogidos, presintiendo el duro castigo que le espera. A
duras penas se levanta sin emitir una queja mientras un chorro de sangre le cae
de la nariz hasta la barbilla. Sus compañeros, avergonzados, tiran al suelo los
trozos de carne que han cogido. Nada es más humillante que la propia dignidad
pisoteada.
Para entonces los hechos ya
están en los despachos de las agencias y en las mesas de redacción. Uno de los
guardias ha destapado la noticia denunciando la situación en la cárcel. El
escándalo es mayúsculo en toda la ciudad. El director es sustituido de manera
fulminante para regocijo de todos los presos que lo celebran entre abrazos en
el patio.
Cuando Rojas abandona la
prisión a bordo del coche de un familiar echa un último vistazo a los muros de
la prisión. En todas las ventanas de las celdas que daban a la calle, colgaban
carteles donde se leía “fui yo”. En el coche, Rojas iba rumiando una amarga
letanía “hijos de puta, hijos de puta…”.