Como casi todas las ciudades, Madrid cuenta con rincones castizos y pintorescos. El más famoso de todos es El Rastro pero hoy nos vamos a acercar a otro menos conocido pero no menos entrañable. Se trata de la Cuesta de Moyano con sus casetas de libreros de viejo, es decir, libros de segunda mano que se venden a un precio más económico. Allí suelo acudir de vez en cuando en busca de alguna rareza o, simplemente para echar un vistazo a lo que se expone encima de sus mesas. En mi última visita adquirí el libro “Si esto es un hombre”, de Primo Levi, italiano de ascendencia judía, en el que narra su terrible experiencia en el campo de exterminio de Auschwitz. Recuperada la libertad cuando los aliados liberaron el campo, no pudo soportar los recuerdos y el hecho de ser un superviviente después de ver morir a muchos compañeros. Años más tarde se suicidó. De todos es sabido que en los libros vivimos las vidas de sus personajes; nos acompañan, nos emocionan y, en ocasiones, nos sentimos cómplices de ellos. Ya en mi casa comencé a leerlo y tras las primeras páginas encontré una hoja cuidadosamente doblada escrita a máquina. Sentí curiosidad por su contenido, comencé a leerlo y ya no pude dejar de hacerlo hasta el final. Por su interés la transcribo tal cual:
“Mi nombre es
Abraham Cohen, nací en 1933 en una pequeña ciudad cerca de Budapest. Soy judío
sefardí y mi infancia fue feliz hasta los ocho años. Un día de 1941 las SS se
presentaron en mi casa y arrestaron a toda mi familia, poco después nos
introdujeron en un vagón con destino a Auschwitz. Durante el largo viaje podía
sentir el frío intenso a pesar de que mis padres trataban de darme calor con
sus cuerpos. Desde el vagón veía el paisaje nevado, todo me parecía triste; las
estaciones, la gente, los guardias uniformados…
No sé de qué
manera mi padre consiguió fabricar un cuchillo rudimentario que utilizó durante
el trayecto para abrir un boquete en el suelo de madera del vagón. Era un
trabajo lento y agotador. Cuando por fin lo consiguió se acercó a mí y me dijo
que ellos iban hacia una muerte segura, que el dolor tan grande que sentían al
separarnos era con la esperanza de que al menos yo me salvara. Todavía recuerdo
los ojos llorosos de mi madre al despedirnos, mi padre tuvo que arrancarme de
sus brazos. Cuando el tren comenzó a frenar para entrar en la siguiente
estación, mi padre me deslizó a través de la pequeña abertura y caí en la nieve
de las vías. Me quedé tendido hasta que pasó todo el convoy. Luego me
incorporé, nada había a mi alrededor, ninguna casa, ninguna presencia humana,
nada. A lo lejos vi un bosque, hacia él me dirigí buscando un refugio donde
cobijarme, estuve deambulando largo tiempo y ya al límite de mis fuerzas, vi
frente a mí a un hombre con la escopeta en la mano. Era el guardabosques que
había salido a cazar. Viendo mi estado tan lamentable me llevó a su casa, comí
algo y me acostaron. Al día siguiente la familia contactó con un pastor
protestante para ver la manera de salvar mi vida. Más tarde supe que proteger o
esconder judíos estaba castigado con la pena de muerte. Gracias a las gestiones
de este pastor acabé en Argentina. Allí proseguí mis estudios y me gradué en la
Universidad de Buenos Aires. Luego fui profesor de psicología en la Universidad
de Yale durante diez años y por último en la de Cambridge durante dieciocho,
donde me jubilé. Ahora resido en Madrid.
En todos los
sitios donde viví me sentí extranjero. Durante años odié y odié, a los nazis en
particular y a los alemanes en general, hasta que me di cuenta de que no es
posible convivir con el odio, es como un cáncer que te destruye por dentro. En
mis estudios traté entonces de indagar acerca de cuál es la naturaleza del Mal
en el ser humano. Sabía cómo se manifestaba, mi pregunta siempre era por qué.
La historia la escriben los vencedores pero la memoria pertenece a los muertos,
a los olvidados de todas las guerras, a los parias, a los vencidos. Todavía
hoy, tantos años después, veo la cara de mi madre en el momento de despedirnos.
A menudo pienso que los he traicionado porque ellos se sacrificaron para que yo
tuviera una vida plena, sin embargo, mi vida ha sido una auténtica tristeza e
infortunio. Siento haberles decepcionado. Si no he acabado como Primo Levi es
porque me falta valor. Soy un superviviente sí, pero ya no creo en nada. Mi
vida terminó a los ocho años porque me arrebataron lo que más quería”.
Ignoro el tiempo que llevaba ahí ese
testimonio, ni tampoco cuál era su motivación al escribir esta carta, que es un recuerdo
impresionante y al mismo tiempo desgarrador. Si hoy vive tendrá 91 años, pero
por encima de todo quisiera reflejar que durante unos minutos, el tiempo que
dura la lectura de este texto, me sentí en la piel de esta persona. Es la magia
de los libros y también de la escritura, la de vivir también otras vidas al
margen de la tuya.
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