Con la llegada del
calor y del verano llega también el momento de hacer planes en busca de nuestro
destino vacacional. El turismo es un fenómeno global que nos afecta a todos en
mayor o menor medida, a unos porque lo disfrutan y a otros porque lo padecen.
Recientes son los ejemplos de ciudades como Barcelona, Palma de Mallorca y Las
Palmas, que se han levantado frente a este tipo de turismo invasor que no
respeta espacios y que esquilma recursos escasos como el agua. Hace poco leí
las declaraciones de un experimentado viajero y comentaba que de un tiempo a
esta parte, era necesario irse cada vez más lejos para disfrutar de unos días
en solitario.
No acabo de
entender ese afán por acudir a sitios que están atiborrados de gente, o esa
moda absurda de hacerse selfis al borde de acantilados o precipicios, la última
una influencer mejicana al acercarse demasiado a un tren que circulaba a 180
km/h, ni el hacernos una foto con personajes conocidos para luego divulgarla en
las redes sociales. La privacidad que exigimos para algunas cosas la olvidamos
cuando se trata de que nos aplaudan y admiren. Todos esos comportamientos
tienen su explicación: nos gusta que nos alaben, necesitamos el reconocimiento
de los demás. Algo así como decir: eh, mi vida también es interesante.
Los humanos somos
seres gregarios, nos resulta difícil la vida sin el contacto con gente de
nuestra especie, pero al mismo tiempo necesitamos un mínimo espacio para vivir.
Por el contrario, nuestras ciudades son cada vez más grandes y ruidosas, las
cuales, en muchos casos generan tensión y violencia. Soy de los que necesitan
tiempo para estar solo, para reflexionar, para meditar. Voy a dejarlo por
escrito para que quede bien claro. Si alguna vez desapareciera sin previo aviso
y no contestara al teléfono, que nadie me busque entre los pasajeros de ningún
crucero, de esos que transportan cinco mil turistas a bordo, tampoco en hoteles
resort todo incluido o en destinos exóticos de arena fina y aguas azul turquesa
tipo Caribe. Seguramente me encuentre fotografiando lugares con misterio como
por ejemplo estaciones de tren abandonadas, testigos mudos de encuentros y
despedidas o, visitando el célebre cementerio parisino de Père Lachaise entre
las tumbas de poetas, pintores, escritores y músicos pero, lo más probable, en
el antiguo molino que fue propiedad de los Caballeros de la Orden de Malta, en
pie desde el siglo XV, posteriormente reconvertido en central eléctrica y que
durante treinta años mi abuelo materno fue el encargado. El conjunto se halla
hoy en franco deterioro, pero todavía podemos admirar la bella calzada medieval
de acceso, eso sí, casi todo ya invadido por la vegetación y la hiedra. Es un
paraje solitario pero al mismo tiempo un rincón evocador al que siempre vuelvo
cuando tengo unos días de descanso. Frente a lo efímero de nuestras vidas me
fijo en la robustez de los sillares de piedra del molino.
Admiro esos conjuntos monumentales que nos
hipnotizan, como las pirámides, catedrales, puentes, acueductos, termas,
castillos… Los hicieron para que perduraran toda la vida, un legado para la
eternidad. La obsolescencia programada vino después. Ahora la vida útil de la
mayoría de los productos que compramos es de diez o quince años, veinte a lo
sumo. La Humanidad tiene una deuda con los arquitectos y los maestros canteros
que hicieron posible esas obras tan extraordinarias pero la mayoría de las
veces ignoramos quiénes fueron. Merecían que sus nombres figurasen con letras
de oro para la posteridad. Gracias por siempre.