sábado, 2 de marzo de 2024

La casa de los Garro

 

     La casa de los Garro era un caserón de tres plantas situado a la derecha de una pronunciada cuesta poco antes de llegar al cementerio, a la salida del pueblo donde vivíamos. Los propietarios era una de las familias pudientes; hablo de cuando los pueblos estaban gobernados por el alcalde (nombrado por el Gobernador Civil), y las fuerzas vivas de la localidad, a saber: el secretario, el cura, el maestro y el sargento de la Guardia Civil. A veces, mis hermanas y yo íbamos allí a jugar con sus hijos y a pasar la tarde. En esa casa vi por primera vez un aparato de televisión (creo que era el año 1962), y las series que más nos gustaban eran Bonanza y El Llanero Solitario, un tipo con antifaz que tenía un ayudante indio que se llamaba Toro. No recuerdo su nombre pero una de las hijas me gustaba, esos amores infantiles que no pasaba más allá de las miradas.

     Mi mejor amigo en el pueblo era el hijo del herrero. Tenía una habilidad especial para distinguir el canto de los pájaros, se subía a los árboles y luego nos enseñaba sus nidos. Otras veces acudíamos a la fragua de su padre a verle trabajar, labores que yo miraba sin pestañear. Era un hombre de gran corpulencia que golpeaba el martillo contra el yunque sin aparente esfuerzo. Fabricaba aperos de labranza, rejas de hierro y, sobre todo, herraduras para las caballerías que luego echaba a un cubo con agua para que se enfriaran. Un día que andábamos jugando en el recreo mi amigo me dijo:

     —¿Quieres que mañana hagamos fuina?

     —¿Qué es fuina?

     —Faltar a la escuela. Podemos ir al río y luego a por cerezas o a buscar nidos.

     En un momento sopesé las consecuencias. Era más que probable que el maestro se cruzara algún día con mi padre y le pidiera explicaciones, así que le contesté que no. Más tarde comprendí que aquella falta de decisión y de arrojo fue en menoscabo de nuestra amistad. Frente a la fragua se alzaba el imponente castillo, propiedad del V Marqués de San Adrián inmortalizado por Goya (al decir por los entendidos), en uno de sus mejores retratos.

     Dos años después a mi padre le cambiaron de destino y tuvimos que dejar el pueblo para trasladarnos a la capital. Mi vida cambió e ingresé en un internado. Muchos años después he vuelto de visita al pueblo, el cual ha resistido bastante bien el problema de la despoblación de la España vaciada, pero los signos de cambio después de tantos años eran evidentes. Me cuentan que la fragua cerró hace mucho y que ahora es un bazar chino. La casa de los Garro, antiguamente espectacular, luce ahora deshabitada y en estado de casi abandono, con desconchones en las paredes y el jardín lleno de maleza. Lo que mejor recuerdo del pueblo eran las magníficas vistas desde el campanario de la Iglesia, una torre de estilo mudéjar. Allí subía yo a bandear las campanas los domingos por la mañana.

     Han pasado más de sesenta años desde entonces pero a veces todavía sueño con el pueblo.