La casa de los
Garro era un caserón de tres plantas situado a la derecha de una pronunciada
cuesta poco antes de llegar al cementerio, a la salida del pueblo donde
vivíamos. Los propietarios era una de las familias pudientes; hablo de cuando
los pueblos estaban gobernados por el alcalde (nombrado por el Gobernador
Civil), y las fuerzas vivas de la localidad, a saber: el secretario, el cura, el
maestro y el sargento de la Guardia Civil. A veces, mis hermanas y yo íbamos
allí a jugar con sus hijos y a pasar la tarde. En esa casa vi por primera vez
un aparato de televisión (creo que era el año 1962), y las series que más nos
gustaban eran Bonanza y El Llanero Solitario, un tipo con antifaz
que tenía un ayudante indio que se llamaba Toro. No recuerdo su nombre pero una
de las hijas me gustaba, esos amores infantiles que no pasaba más allá de las
miradas.
Mi mejor amigo en
el pueblo era el hijo del herrero. Tenía una habilidad especial para distinguir
el canto de los pájaros, se subía a los árboles y luego nos enseñaba sus nidos.
Otras veces acudíamos a la fragua de su padre a verle trabajar, labores que yo
miraba sin pestañear. Era un hombre de gran corpulencia que golpeaba el
martillo contra el yunque sin aparente esfuerzo. Fabricaba aperos de labranza,
rejas de hierro y, sobre todo, herraduras para las caballerías que luego echaba
a un cubo con agua para que se enfriaran. Un día que andábamos jugando en el
recreo mi amigo me dijo:
—¿Quieres que
mañana hagamos fuina?
—¿Qué es fuina?
—Faltar a la
escuela. Podemos ir al río y luego a por cerezas o a buscar nidos.
En un momento
sopesé las consecuencias. Era más que probable que el maestro se cruzara algún
día con mi padre y le pidiera explicaciones, así que le contesté que no. Más
tarde comprendí que aquella falta de decisión y de arrojo fue en menoscabo de
nuestra amistad. Frente a la fragua se alzaba el imponente castillo, propiedad
del V Marqués de San Adrián inmortalizado por Goya (al decir por los
entendidos), en uno de sus mejores retratos.
Dos años después a
mi padre le cambiaron de destino y tuvimos que dejar el pueblo para
trasladarnos a la capital. Mi vida cambió e ingresé en un internado. Muchos
años después he vuelto de visita al pueblo, el cual ha resistido bastante bien
el problema de la despoblación de la España vaciada, pero los signos de cambio
después de tantos años eran evidentes. Me cuentan que la fragua cerró hace
mucho y que ahora es un bazar chino. La casa de los Garro, antiguamente
espectacular, luce ahora deshabitada y en estado de casi abandono, con
desconchones en las paredes y el jardín lleno de maleza. Lo que mejor recuerdo
del pueblo eran las magníficas vistas desde el campanario de la Iglesia, una
torre de estilo mudéjar. Allí subía yo a bandear las campanas los domingos por
la mañana.
Han pasado más de
sesenta años desde entonces pero a veces todavía sueño con el pueblo.