Leo con sumo interés los diarios
del escritor, político, diputado y expresidente de la II República Manuel
Azaña, acaso el político más capaz y el mejor preparado de la historia de
España del siglo XX. Gran orador, sus grandes discursos en las Cortes han
pasado a la posteridad, al igual que en las citas electorales, donde era capaz
de llenar plazas de toros y estadios deportivos de gentes venidas hasta de
provincias para escucharle. Pese a todo, tuvo que hacer frente no solo a los
enemigos de la República, sino también a los frecuentes ataques recibidos desde
las propias filas republicanas, en especial de radicales y anarquistas.
Acometió con valentía los grandes desafíos de su tiempo con el fin de
modernizar el país y acercarlo a Europa, como eran elevar el nivel de educación
y cultura, la reforma agraria, el voto femenino, la reforma del Ejército, el
amor a la naturaleza (…”La Morcuera me interesa más que la mayoría
parlamentaria y los árboles de mi jardín más que mi partido”), la
separación de poderes de Iglesia y Estado, etc. El final de sus días, ya
exiliado en Francia después de la derrota republicana, fue rocambolesco; nazis
y falangistas pretendieron secuestrarlo cuando convalecía gravemente enfermo en
un hotel, con el fin de juzgarlo por las nuevas autoridades de España. En el
momento de su fallecimiento en 1940, el gobierno de Vichy no consintió que la
bandera republicana cubriera el féretro. Pretendían que fuera la bandera
bicolor pero su familia no lo autorizó. Finalmente lo cubrió la bandera de
Méjico, pues este país realizó un gran esfuerzo por repatriar a miles de
republicanos españoles que no podían volver a su país. Tal fue el odio que el
nuevo régimen franquista sintió hacia su figura, que intentó que su nombre
fuera proscrito. Así, a partir de 1936 el municipio toledano de Azaña lo
rebautizaron con el nombre de Numancia de la Sagra cuando el regimiento del mismo
nombre avanzaba hacia Madrid.
Hace unos cuantos
años, por cosas del azar, tuve ocasión de conocer a un sobrino-nieto de Azaña
con el que con el paso de los años compartí algunas aficiones y una buena
amistad. Lo curioso del caso es que nunca mencionó su parentesco, hasta que un
día vi en el periódico su foto y la de su familia saludando al expresidente
Aznar en una recepción privada. Entre risas me comentó luego que aquella
fotografía le había dado muchos disgustos entre sus amistades más cercanas.
Aquel intento de acercamiento le granjeó no pocas críticas a Aznar por
considerarse heredero de la figura de Azaña. Meses más tarde invité a mi amigo
a comer en mi casa un caluroso día de julio. Acudió con su madre (sobrina de
Manuel Azaña), y en la sobremesa le pregunté a ella, a punto de cumplir noventa
años, si tenía recuerdos de su tío. Me dijo que sí (le llamaba tío Manolo) y
también comentó que conoció a Antonio Machado, Rafael Alberti y García Lorca
entre otros. La sobremesa duró hasta las siete de la tarde desgranando
anécdotas y recuerdos. Fue la primera y
última vez que la vi, poco después falleció.
Cuando acudí al tanatorio saludé a mi amigo y sus hermanos, los cuales
velaban el cadáver. Al otro lado del cristal había una gran corona de flores
junto al féretro, esta vez sí, cubierto por la bandera republicana y encima de
ella una gran foto familiar con Manuel Azaña en el centro de la imagen.
Acabo de visitar
hace unos días el palacio de Buenavista, ubicado junto a la estatura de
Cibeles, en lo que hoy es el cuartel general del Ejército. Desde el exterior apenas es visible debido al arbolado que lo rodea. Fue residencia de los generales Prim,
Espartero y más recientemente del Jefe de Gobierno y luego presidente de la
República Manuel Azaña. Mientras recorría las diferentes estancias y salones me
lo imaginé paseando por el jardín, cavilando acerca de las personas idóneas
para dirigir los diferentes ministerios o bien, preocupado en su despacho por
el discurso de la guerra con la presencia del ejército rebelde a las puertas de
la ciudad.