En este tiempo de posmodernidad donde se priorizan las formas y aupamos como
referentes a celebrities, influencers y youtubers (con sus
millones de seguidores), vengo a hablar de hechos acaecidos en el pasado
reciente, de historias que han llegado hasta nosotros a través de documentos o
por tradición oral, y de cómo la literatura los ha recogido y amplificado, pues
nada de los que somos y hacemos es ajeno al hecho de contarlo a las
generaciones futuras con más o menos grado de acierto y verosimilitud.
La historia es la
siguiente: durante la tercera guerra carlista (1872-1876) habitaba en Tudela un
personaje siniestro llamado Ezequiel Llorente alias “Jergón”. Era chaparro,
moreno, cejijunto y con cara de pocos amigos. Con este aspecto y con su mirada
torva, escrutadora, de matón de barrio, imponía a cualquiera. Cuando abandonó a
su mujer y a sus cinco hijos pasó a ser lugarteniente del cabecilla y amigo de
fechorías Félix Rosa Samaniego, expresidiario,
ambos simpatizantes del bando carlista, que se dedicaron a la caza y captura de
espías y confidentes a los que detenían y luego asesinaban. Cuentan las
crónicas que liquidaron a más de doscientos liberales, a quienes los arrojaban,
algunos todavía vivos, a una sima en Igúzquiza. El tal Jergón tenía la
costumbre de arremangarse los pantalones y luego, en la taberna de la Feliporra
de Estella se vanagloriaba de sus tropelías, diciendo que cada vuelta de su
pantalón, una, dos, cinco, seis, correspondía a espías o confidentes que aquel
día había arrojado a la sima.
Estos dos hombres, llamados “partidarios
indignos” se aprovecharon de aquellos años turbulentos en los que las fechorías
quedaban desdibujadas bajo el oscuro manto de la guerra. Igualmente se jactaba
de haber frito en la sartén las orejas de las personas que posteriormente eran
arrojadas a la sima. No sabemos dónde termina la verdad y dónde empieza la
leyenda en cuanto a los desmanes cometidos, pero eso no resta un ápice de la
maldad de estos personajes. En 1876, meses después de finalizada la guerra, alguien
reconoció a Jergón en una taberna de Lerín, pueblo cercano a Estella. Fue
entregado a las autoridades y posteriormente trasladado a la cárcel de
Pamplona. Acabó fusilado al pie de la sima y luego arrojado a ella. Jergón
alcanzó la siniestra gloria de ser cantado en coplas de ciego de pueblo en
pueblo.
De tan truculenta
historia se hicieron eco los periódicos y literatos de la época. También Pérez
Galdós en su novela “La desheredada” nombra la sima de Igúzquiza. Pero
fue Alejandro Sawa, escritor y periodista, que formó parte de la bohemia
finisecular madrileña, el que publicó una novela en 1888 contando los hechos
que acabamos de narrar. Viajó a París donde conoció a Víctor Hugo y Verlaine.
Murió pobre, ciego y perdida la razón, e inspiró a Valle Inclán para crear a su
personaje Max Estrella en “Luces de Bohemia”.
Hace unos pocos
días he visitado la sima, ahora parcialmente tapada su boca por la abundante
vegetación. En la zona existen tres dolinas que crean un gran socavón de
terreno. La sima tiene unos sesenta metros de profundidad y en su interior hay
un microclima que hace crecer especies
de otras latitudes más húmedas. Estremece pensar que justo en ese lugar se
cometieran tantas atrocidades sin juicio alguno, entre otras razones porque para el fanatismo la indulgencia es un
signo de debilidad.