En la clínica psiquiátrica de la ciudad suiza de Yverdin-Les-Bains, situada en el cantón de Vaud, su nuevo director, Karl Mildenberger, cincuenta años y de origen alemán, observa sentado en su despacho las fichas informatizadas de cada uno de los residentes. El anterior director se jubiló recientemente debido a su avanzada edad y él desea ponerse al día en cuanto a funcionamiento y programas de rehabilitación. Para ello ha hablado con casi todos los especialistas del centro, la mayoría de los cuales desean una transición pacífica que no altere su rutinaria vida de trabajo. Todos los días dedica una hora a visitar las diferentes estancias para saludar y conocer mejor a los residentes; algunos le tienden la mano y otros asienten levemente con la cabeza a modo de saludo.
Al cabo de un mes ya tiene más o menos una
idea general de cada paciente, merced a la ayuda de los psiquiatras y especialistas del centro. Sin embargo, hay
un interno cuyo comportamiento es un enigma para él, lo mismo que para la
mayoría de sus colegas. Se llama Moisés Cohen, tiene noventa y seis años y
apenas habla ni se relaciona con nadie y, aunque no es el mayor de los
residentes, pues hay dos que sobrepasan la centuria, sí es el inquilino más
antiguo. Las únicas visitas que tiene son las de su nieta Ilse, que cada semana se desplaza cien kilómetros para hacerle
compañía y de paso para llevarle chocolatinas, su gran debilidad. Pasan la
tarde en su habitación y los días que hace buen tiempo se les ve sentados en un
banco del jardín donde ella le habla con dulzura, le coge la mano, y a veces el
viejo tímidamente le sonríe. Las más de las veces es ella la que habla, le lee
algún libro o simplemente toma su mano entre las suyas. Karl, el nuevo
director, les observa discretamente desde la ventana de su despacho una de las
tardes de visita. El viejo Moisés no se
relaciona con ningún interno, rehúye el contacto con los demás, ni tampoco
permite que nadie le toque. El director consulta el último informe psiquiátrico
que habla de una depresión severa que pudo deberse a un hecho traumático que le impide comunicarse con los
demás. Al día siguiente Karl llama por teléfono a Ilse para decirle que desea
tener una breve charla con ella el próximo día de visita.
El día convenido luce un sol primaveral.
Abuelo y nieta se encuentran como siempre sentados en un banco del jardín
charlando de cosas intrascendentes. Ese día Ilse se da cuenta de que su abuelo
está algo más comunicativo y de mejor humor mientras come las chocolatinas. En
un momento dado el director se acerca para saludarles e intercambiar unas
palabras con Ilse, quiere charlar a solas con ella para saber el pasado de su
abuelo y, en ese preciso instante se produce una situación de tirantez seguida
de un silencio incómodo. Por toda respuesta, la nieta, tras unos segundos de
duda, coge el brazo izquierdo de su abuelo y le sube la manga hasta la altura
del codo, apareciendo en el antebrazo un tatuaje y un número, el 174517 (1) de
color levemente azulado en delicada piel ya ajada por el paso de los años. El
director contempla con horror la marca en el brazo, una mezcla de vergüenza y
rabia se le apodera mientras la nieta clava sus ojos en él a modo de reproche.
El número lo dice todo sin necesidad de explicaciones. Karl, cabizbajo, asiente
levemente con la cabeza. Sabe que esa herida nunca cicatrizará mientras viva.
( (1)El número elegido no es casual.
Corresponde a Primo Levi, italiano de ascendencia judía internado de Auschwitz.
Una vez liberado, se dedicó a narrar al mundo su experiencia. Se suicidó en
1987. Sirva este humilde relato como homenaje a todas las víctimas del nazismo.